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Calumniar viene a ser para la mayoría de la gente que se alimenta de chismes una forma de sentirse interesante, de fingir que saben lo que los otros ignoran. Y eso fue lo que los seres de mentes empobrecidas y de escaso sentido moral fueron transmitiendo entre los que, siempre ansiosos de novedades picantes, se afanaban en creer y repetir para llenar los aburridos comentarios de las sobremesas elegantes.

Cuántos son los que, por hacerse notar, no vacilan en exagerar realidades hasta deformarlas, y cuántos ignoran mientras rastrean mentiras basadas en verdades a medias el dolor que puede producir a los afectados.

Afortunadamente, aquel episodio fue cayendo en picado en la posguerra civil. Rosario eligió el «adiós» definitivo de nuestra amistad cuando decidió adentrarse en la noche de una vida que estalló en desafueros y la marginó para siempre del mundo social que había conocido desde la infancia.

En cuanto a Jaime, pese a la separación que tanto él como yo consideramos necesaria, nunca llegó a perderse plenamente en mi vida.

Día tras día lo tengo en la mente como un rayo que supo inyectar ilusión, apoyo y comprensiones al largo camino de soledades internas que venía yo arrastrando desde que nació mi primer hijo.

Fue entonces cuando surgieron las mentiras casi oficiales y los sentimientos heridos y enfrentados contra tantas adversidades que jamás cesaban de acosarme.

Oír su voz por teléfono es, hoy día, saber que las ausencias que antaño fueron presencias sin trampas ni engaños continúan manteniendo limpio y pleno el sentimiento que nos unió durante siete años.

Nada importa que nunca volvamos a vernos. Las cerraduras de la amistad amorosa jamás se cierran.

En ocasiones el recuerdo puede ser tan vigoroso como lo fue el momento que recordamos, las miradas que nos alentaron y la felicidad que ciertas actitudes afectuosas nos produjeron.

***

Sofía y Juanito llegan al palacio de Liria para recogerme. Una vez más me empeño en recorrer sin que nadie repare en mí los lugares que conocí cuando yo era una joven candidata a convertirme en reina de España.

Ellos no han vacilado en adaptarse a mis deseos. Saben que mi estancia en Madrid es mucho más que cumplir con mi tarea de amadrinar al pequeño Felipe.

También pretendo revivir de algún modo lo que en aquel entonces consideraba que iba a ser el inicio de una felicidad indestructible.

Qué lejos estuve de conocer la falsedad de aquel presentimiento. Entonces los escollos o malos presagios no figuraban en mis florecientes dieciocho años de vida.

Juanito conduce su coche sin séquito ni guardaespaldas. La meta principal que le indico es los Jerónimos. Con su habitual simpatía me comenta que el protagonismo del poderío franquista se ha ido al traste con mi presencia en España:

– Cualquiera diría que vuelves a casarte con el abuelo. Menudo jaleo has armado con tu llegada.

Sofía ratifica lo que expone su marido:

– Si tu retorno hubiera sido oficial, la ciudad entera se habría colapsado.

Y continúa explicando lo que, desde su posición de princesa sin un nombre definido, va captando lentamente del misterioso proyecto del General para el futuro.

– Por la ciudad circula un chiste sobre Franco. Ante su empeño en permanecer en el poder, surge una pregunta que a todos intriga -explica Sofía graciosamente-. La pregunta es: «Y si resulta que Franco no es inmortal, ¿cuál será el porvenir de España?».

En su modo de expresarse, no hay asomo de burla o descontento. Sofía se ha limitado a repetir lo que ya viene siendo una preocupación para todos los españoles. ¿Cuál será el precario futuro de España? ¿Qué ocurrirá cuando Franco muera? ¿Continuará el país bailoteando solo a su aire y convertido en una tierra alejada del resto de Europa?

Pero Juanito me tranquiliza:

– Si algún día España vuelve a ser monárquica, recuperará su prestigio; te lo aseguro, abuela. Actualmente se debate entre mil dudas que no tienen una respuesta definitiva. Pero nadie en este mundo es eterno. Tampoco lo son las ideas, ni los puntos de vista, ni los proyectos.

Juanito sabe expresarse. Y sobre todo tiene una gran seguridad en sí mismo.

Desde que su padre lo mandó a España para que su carrera militar fuera adentrándolo en los puntales más necesarios en la difícil tarea de ser algún día su sucesor, él no ha vacilado en ganarse a pulso el cariño de todos los españoles.

Nunca se permitió dar un mal paso que pudiera poner en entredicho su actitud ante el General. Tampoco dio muestras de descontento ni alardeó de un talento que Sofía potenciaba con el suyo. Pero tengo la convicción de que si algún día lo nombran rey sabrá manejar con pulso firme, y también suave, los destinos tantas veces malogrados por imposiciones fuera de las órbitas racionales.

Yo no sé si llegaré a ver a mi hijo Juan en el trono. Tampoco sé si Juanito llegará a ser rey de España. Pero estoy convencida de que si algún día mi nieto fuera entronizado, España entera lo aceptará con los brazos abiertos.

Su modo de ser, aunque campechano como lo fue su abuelo, también es analítico, precavido y firme. Nada se le escapa aunque lo silencie. Sabe esperar. No es aturdido. Y, por supuesto, tampoco es ambicioso.

Durante años vive medio ofuscado por políticos que se afanan en someterse por encima de todo al enigmático General.

Su rango es un interrogante. Tiene trato de alteza, pero su calidad de príncipe todavía no se ajusta al título propio del sucesor de la corona.

Todo en los manejos del General constituye un arcano.

Cuando se lo expongo a mi nieto, se limita a sonreír. Claramente compruebo que su sonrisa es una forma de abstenerse de decir lo que piensa.

En estos momentos el vehículo pasa por la ligera rampa que conduce a la parte alta del templo de San Jerónimo. A la izquierda queda la fachada trasera del lujoso hotel Ritz.

En aquella época el hotel Ritz no existía. Y la posibilidad de llegar en coche al portal del templo, tampoco.

Los carruajes debían detenerse ante la gran escalinata que conducía a la entrada de la iglesia.

Me veo ahora subiendo por los alfombrados peldaños de piedra junto a mi suegra, ambas vestidas de blanco. Avanzamos hacia el altar bajo un palio adornado con el escudo real y flanqueadas por guardias con uniforme de gala.

Alfonso nos esperaba junto al ábside, donde se habían instalado reclinatorios cubiertos con lienzos de seda jalonados en lo alto por almohadones bordados y acordonados por trenzados dorados de cuyas esquinas pendían borlas del mismo color.

No sé por qué en estos momentos me vienen a la mente esos detalles. Todo aquel día estaba repleto de grandezas que jamás volví a contemplar.

Recuerdo que el carruaje real era de caoba y se hallaba cubierto con colgantes de terciopelo entorchado de oro; en su traspontín se asentaban el conductor y dos lacayos.

También evoco que el carruaje iba tirado por seis alazanes enjaezados; desgraciadamente no todos pudieron regresar a su destino.

Aquella misma mañana, tras oír misa y comulgar en la capilla de El Pardo en compañía de Alfonso para luego desayunar con él, recuerdo que al despedirse me dijo sonriendo: «Hasta luego, Ena», mientras besaba mi mano.

La mañana amaneció resplandeciente. Mayo nos ofreció su último día con verdadera generosidad. Jamás un 31 de mayo había sido tan luminoso y tan lleno de claridad prometedora como aquel día.

«Hasta luego, Ena». Nunca he podido olvidar aquel «hasta luego». Cuando menos lo espero, su voz ya perdida en el más allá lo repite como un ritornelo envuelto en vapores que todavía me emocionan. Sus ojos chispeaban drogados de alegría. Pero qué poco duró aquel «luego». Y qué largo fue aquel silencioso «hasta nunca» que se introdujo en nuestro destino.