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De hecho no puedo recordar con exactitud todos los detalles de aquel terrible atentado. Lo primero que me viene a la mente es la voz de Alfonso señalándome la fachada de la iglesia de Santa María. Fue al volverme hacia la izquierda cuando estalló la bomba. De haberme quedado quieta en mi sitio, hubiera muerto.

De pronto el gran estruendo lo ofuscó todo. Era difícil pensar. El estallido y el humo se aliaron a los gritos de la gente, a los lamentos de los heridos y a los relinchos angustiosos de los caballos.

Nada era lógico. Nada tenía una razón de ser. Horrorizada, descubrí que la sangre que empapaba mi vestido pertenecía a la cabeza decapitada del lacayo que iba en el pescante de la derecha.

El pánico era ya puro caos, confusión y desgobierno. Los caballos heridos y aterrorizados se agitaban angustiados sin poder arrancar hacia delante debido al alazán abatido que yacía muerto en la tierra.

Alfonso, desencajado, se hartaba de preguntarme si estaba herida.

Intenté calmarlo. Tanto él como yo comprendimos que el terrible suceso se debía a una bomba. Recuerdo que me armé de valor y le dije que no se preocupara por mí. Quería demostrarle que, aunque presa de una angustia terrible, mi intención era comportarme como una verdadera reina. Salí del carruaje. Me quedé horrorizada al ver que la calle era un río de sangre. Infinidad de cuerpos yacían en el pavimento. Cuerpos mutilados; algunos sin piernas, otros sin brazos, otros sin vida sobre el asfalto.

A gritos suplicaba ayuda para aquellas pobres gentes que, al llegar allí, habían esperado el paso de nuestro carruaje para homenajearnos. Pero mis gritos se diluían entre los gemidos desesperados de los que sólo podían emitir quejas y aullidos de dolor.

Pronto supimos que cien personas habían sido heridas y veinticuatro habían fallecido. Ése fue el precio que tuvieron que pagar por vitorear y aplaudir nuestra boda.

Cuando ahora pienso en aquel horror, tengo la impresión de que fue un aviso de lo que el futuro me deparaba. No sabría explicar por qué, pero aquellos momentos se me antojaban como un decir adiós a lo que todavía no había empezado.

Inmediatamente nos trasladaron a otro carruaje y, sin recorrer el trazado convenido, fuimos directamente a palacio.

Al parecer, la noticia de lo que había ocurrido se propagó al instante por todo Madrid.

Confusos, muchos creían que Alfonso y yo habíamos fallecido.

De hecho algo de razón tenían. En aquellos momentos tras el estallido, percibí como si una parte esencial de mí misma hubiera muerto.

Resulta difícil analizar qué clase de agonías se producen cuando el proseguir dichoso se ve truncado y despedazado por acontecimientos tan graves e inesperados como el que vivimos tras la ceremonia de nuestra boda.

Los trastoques son imprevisibles y la vida exige cambios en los programas futuros.

De hecho, algo más que una bomba envuelta en un ramo de flores, lanzada desde el tercer piso de una casa anodina, cayó sobre nuestras vidas: también cayó el dolor de los que por nuestra causa vieron la suya truncada y por supuesto noté el terrible despertar de mi conciencia al percatarme de que la sangre que manchó mi vestido tenía el mismo color que la que corría por nuestras venas.

***

La calle Mayor por la que ahora circulamos nada tiene que ver con la que aquel día protagonizó el espectáculo más espeluznante de nuestra historia en común.

No puedo discernir si el edificio número 88 desde donde se lanzó la bomba es el mismo. Lo que veo cambiado es el aspecto de la calle; la gente que circula por ella nada se parece a la de entonces; el macadamizado ha dado paso a una lisura pavimentada y los bajos se han llenado de tiendas lujosas. El cuadro que contemplamos aquel día se quedó para siempre rezagado como tantas cosas que fueron importantes.

El hecho de empezar una vida supone que debe ser un motivo de alegría. Pero cuando ya repuestos de la horrible desazón que selló nuestros inicios en común surgieron tantos y tantos principios dolorosos, tuve la impresión de que mi verdadera felicidad nunca iba a llegar. Era imposible. La felicidad siempre ofrece y niega. Y cuando no niega, se extingue como una farola sin gas.

El día fue largo y agotador. Las inevitables obligaciones protocolarias exigían, tras la ceremonia de nuestra boda, un almuerzo en honor a las realezas que se habían instalado en Madrid.

Veo ahora a mi marido cortando el famoso pastel que se servía por primera vez en España, en los banquetes matrimoniales, la cena sin baile para no desentonar con la luctuosidad de lo ocurrido y el paseo del día siguiente de la boda en un coche descubierto por la ciudad, conducido por Alfonso y escasamente custodiados por una pareja de la Guardia Civil montada.

Por la tarde me estrené en la corrida de toros que soporté estoicamente y también en una serie de festejos que ya no recuerdo.

Tras las recepciones y las funciones de teatro y tantas actividades incómodas, iniciamos varios días después nuestra verdadera ‹duna de miel».

El lugar elegido fue el Real Sitio de La Granja de San Ildefonso. Allí todo era paz. Nada interfería ni impedía nuestro libre albedrío; ni amenazaba nuestra intimidad.

Me gustó aquel lugar. Recuerdo que unos árboles gigantescos custodiaban el palacio, y que la luz del día se llenaba de un verdor deslumbrante.

Llegamos allí en un coche acompañados por mi hermano Mauricio. En otro vehículo iban mi madre, Leopoldo, el marqués de Mina y el duque de Santo Mauro.

Al poco tiempo el padre de Jaime Silva (duque de Lécera) y los ayudantes de Alfonso se instalaron también en La Granja.

Una inmensa muchedumbre aguardaba nuestra llegada. La soledad era imposible. Los reyes son como atrapamoscas que raramente penden vacíos desde sus privacidades.

Siempre existen gentes consideradas importantes dispuestas a presentar sus respetos y transgredir las inviolables normas propias de los recién casados.

Al día siguiente los huéspedes se fueron y nosotros los acompañamos a la estación. La despedida fue emocionante y también feliz. Por fin Alfonso y yo íbamos a estar solos.

No obstante, nuestra luna de miel siempre estuvo aureolada por infinidad de quehaceres que Alfonso controlaba. De improviso surgían políticos inquietos; relevos de palacio; amigos incondicionales como el marqués de Viana, en aquel tiempo tan atento y simpático conmigo; concursos de tiro de pichón; meriendas organizadas en nuestro honor; recepciones de autoridades; almuerzos oficiales; funciones de teatro, y mil eventos más.

Fueron días activos pero agotadores. Comprendí entonces que Alfonso era un hombre inquieto, un ser que precisaba novedades, compañías; hechos que lo mantuvieran en constante agitación.

Temía aburrirse y, aunque sus demostraciones hacia mí eran afectivas, también era evidente que no le bastaban. Quería más. Precisaba notarse eje de sí mismo. Para él, los días vacíos de eventos y perdidos en soledades eran sus peores enemigos. La mente para ciertas personas puede ser un contrincante mortal. La dinámica era su principal medicina para no caer en depresiones.

Los años fueron constatando aquella impresión mía. El rey necesitaba serlo incluso en su luna de miel.

Yo era el motivo de aquel retiro en La Granja, pero él era una inmensa granja donde el retiro dañaba su calidad de hombre desasosegado y bullicioso.

Ni un solo día lo vi con un libro en las manos, ni observé en él un mirar lejano como si pensara. No. Alfonso detestaba pensar. Su inteligencia sólo le permitía planear, decidir, dejarse llevar por intuiciones y sensaciones.

Ni siquiera comprendía que yo, agotada de tanta agitación, me permitiera descansar en mis habitaciones a solas. A menudo se empeñaba en que yo saliera al balcón para ser aplaudida. También quería que admirase su destreza para domar caballos, sus saltos en los concursos de equitación, su forma de amaestrar a las jacas y obligarlas a dar piruetas especiales y difíciles; sobre todo le entusiasmaba competir y mostrar su pericia en el tiro de pichón.