Casi nunca nos sentamos solos a la mesa. Tener invitados era la norma establecida.
Al cabo de unas semanas me notaba cansada, muy cansada. Tenía el cansancio de los que esperan reposos que nunca llegan.
Yo soñé una luna de miel sosegada y un poco romántica. Pero sólo saboreé una porción de miel muy pequeña, sin luna ni sosiego.
A pesar de todo, yo seguía enamorada de mi marido. No concebía que un sentimiento tan asentado, valorado y probado con largos períodos de ausencia pudiera esfumarse como un sentimiento cualquiera.
Ni por asomo podía yo sospechar que, en ocasiones, es precisamente la lejanía lo que más refuerza los lazos con el ausente querido. La cercanía es peligrosa si no se sabe endilgar con destreza.
Existen tantos enemigos ocultos en los roces diarios. ¿Cómo evitar la crisis de un sentimiento cuando ese sentimiento se encuentra en el trance de ser juzgado?
Pocos son los que conocen el peligro que supone destrenzar día a día y minuto a minuto lo que se denomina convivencia, si el convivir no se sabe administrar.
Basarse en la fuerza del sentimiento es como circular por un puente con soportes quebradizos. Todo lo que se comparte puede partirse. Y todo lo que nos alumbra puede acabar siendo sombra si no convertimos ese «compartir» en un constante dar sin exigir, pero eso sí: por partida doble.
Recuerdo que en cierta ocasión, cuando tras un mes y medio de nuestra estancia en La Granja y dispuestos a irnos al palacio de Miramar donde nos esperaba la reina Cristina me introduje en la capilla de San Ildefonso para rezar a solas ante el altar, le pedí al Señor que no permitiese que mi amor por Alfonso se eclipsara, que la admiración que yo sentía por él nunca acabara.
De pronto mis rezos se detuvieron. Me parecía una especie de infidelidad pedir algo que, en cierto modo, me estaba acusando de ser infiel. ¿Por qué pedía lo que yo consideraba tan sólido? ¿Era verdaderamente consecuente amar a Alfonso y dudar de la solidez que suponía mi sentimiento hacia él?
Me tranquilicé pensando que también yo le pedía a Dios que no perdiera mi fe en Él.
Pero ¿era lo mismo tener fe en Dios que sentir amor por un hombre?
¿Por qué aquellas vibraciones sentimentales que durante nuestra separación obligada me dejaban casi sin aliento estaban desapareciendo?
Semejantes lucubraciones comenzaron a hacer mella en mí cuando veía la euforia de Alfonso desligada totalmente de la mía. Aunque él no se daba cuenta, yo no era ya el trofeo conquistable, sino el trofeo «adorno», la copa ganada para presumir de ella y completar un trono que hasta entonces era sólo un lugar a medio ocupar.
A pesar de todo, yo continuaba convencida de que mi enamoramiento era indestructible. Y que la culpa de aquella extraña sensación que me convertía en una mujer defraudada era mía, sólo mía.
Por eso me esforzaba en complacerlo en todo. Nunca le di a entender que el verdadero amor no consiste en dejarse llevar por el instinto, sino en compartir cada minucia interna de nuestras vidas.
Tenía miedo de que no me entendiera. Alfonso consideraba que su amor por mí se manifestaba sin tropiezos sólo porque admiraba mi cacareada belleza y porque tenerme a su lado en la cama suponía hacer el amor sin pecar.
Lo demás, esas pequeñas circunstancias que se traducen en gestos, miradas, sonrisas, roces inocentes, confidencias y un sinfín de menudencias que demuestran atenciones, confianzas y apoyos, no entraba en los recintos de lo que él consideraba amor.
Le bastaba saberse dueño de mi cuerpo para suponer que me quería. Alfonso era una de esas personas que vivían consagradas a sí mismas.
No era culpable de aquellos brotes de frialdad que poco a poco iban minando mi entusiasmo por él. Había nacido rey y, como tal, nadie le habló nunca de los desvíos que un machismo entronizado podía ocasionar.
Durante algunos días Bee, todavía soltera, permaneció en La Granja con nosotros. Al menos con ella yo podía hablar. Pero consciente de que estorbaba, pronto nos dejó.
Tal vez las inquietas maneras de Alfonso no fueron entonces únicamente propias de su constante desasosiego y su empeño en no dejarse llevar por lo que para él suponía la desalentadora serenidad: durante nuestra luna de miel fueron varios los problemas políticos que mantuvieron en vilo a mi marido. Surgieron desajustes internos. En Bilbao, mientras nosotros estábamos en el palacio de Miramar, se produjo una huelga general en la zona minera.
El calor arreciaba y, en el norte, el calor se soporta mal. Acostumbrados a los nublados, a los chirimiris y a los días templados, los nervios de los vascos se encabritan y las reacciones afloran crispadas si la fogosidad ambiental dura demasiado.
La huelga fue el detonante de una bomba sin muertos, pero el estallido silencioso del proseguir cotidiano mató la placidez de nuestro entorno familiar.
También por entonces el conde de Romanones decretó desde su Ministerio de Gracia y Justicia la real orden sobre el matrimonio civil. La reacción del obispo de Tuy no se hizo esperar y la pastoral que lanzó fue todo menos plácida. El rey no estaba de acuerdo con aquella ley, pero entonces el verdadero rey era Romanones.
Cuando después del ajetreado verano y parte del otoño nos instalamos en Madrid, conseguí desarticular una cantidad de las comidas solemnes y le pedí a Alfonso que, debido a mi estado, limitáramos los constantes trajines sociales y protocolarios que amenazaban con mermar nuestra intimidad. «¿Te das cuenta, Alfonso, de que nuestra luna de miel no se ha parecido a la que disfrutan las demás parejas?»
Su respuesta no dejaba de ser consecuente: «Es que las demás parejas no son reyes», me dijo sin dejar de sonreír. No obstante, reconozco que puso gran empeño en complacerme. Al margen de los almuerzos íntimos y de la notable disminución de solemnidades, se estableció que todas las tardes tomásemos el té a solas en el Palacio Real.
Fueron aquellas veladas las que de nuevo promovieron una intimidad parecida a la que, desde la distancia, tanto Alfonso como yo procurábamos mantener al escribirnos postales.
De nuevo el amor era eso: explicar, comentar, abrir nuestras interioridades y conversar más allá de cualquier obligación protocolaria.
Nada entorpecía nuestra hora del té. Alfonso era un gran conversador y en aquel tiempo también era un hombre feliz. Nunca nada ni nadie profanó la armonía de aquella hora hecha de té y de intercambios confidenciales.
Aquella costumbre se interrumpió cuando nació nuestro primer hijo. El principito heredero, aunque parecía rebosar salud, estaba enfermo. Lo estuvo durante toda su corta y desgraciada vida.
Cuando pienso en él y en todo lo que tuvo que soportar desde su infancia, todavía tengo la impresión de que, si yo parí su cuerpo infectado, él parió mi alma a medio infectar. Fue a partir de aquel nacimiento cuando tomé conciencia de que la vida no consistía en dejarse llevar por las apariencias excesivamente gratas. La vida es un hecho que «va siendo». Nunca es. Nadie permanece estable y nadie ofrece garantías. Todo puede implicar un posible cambio de decoración.
Al principio aquella enfermedad de mi hijo todavía parecía ser una adversidad reparable. Cabía la esperanza. El desconocimiento de lo que no se espera arrastra siempre un brote de confianza. Pero la incertidumbre murió cuando, cuatro años después, aquella enfermedad tuvo nombre.
Creo que fue al poco de nacer nuestro primer hijo cuando Alfonso, desengañado, dio en convencerse de que la hermosura no basta para construir, con estabilidad, un amor sólido. Había mil cosas más que se precisaban para que lo fuera.
El erotismo induce a soñar, pero el sueño se esfuma cuando la realidad presenta factura.
Debo confesar que, en mí, aquel dolor cambió por completo los puntos cruciales de mi existencia.