Desesperada, asumí la endeble salud de mi hijo como una prioridad excesivamente rígida y personalizada.
Mi gran pecado fue ése: abocarlo todo hacia él. Cada instante podía ser peligroso. Cada descuido, un arma mortal. Cuando por mi condición de reina debía abandonar el palacio y dedicarme a los deberes impuestos, todo en mí se trastocaba. Precisaba regresar al palacio, ver a mi hijo Alfonso y cerciorarme de que nada le había sucedido.
Mi angustia era tan grande que, a veces, yo misma me asustaba. ¿Hasta cuándo iba a durar aquel oculto martirio? En ocasiones los recuerdos se me acumulaban en los insomnios; tal era mi inquietud por el primogénito. Aquella angustia mermó injustamente las atenciones que merecía y precisaba nuestro segundo hijo Jaime.
Tardé en darme cuenta de que, aunque sano, Jaime ha sido y es el más desgraciado de nuestros hijos.
Su sordera fue, efectivamente, un dolor grande para Alfonso y para mí. Pero no era una constante amenaza de muerte como lo era su hermano.
Me duele mucho no haberle prestado la atención que merecía. Ciertamente no le faltaron cuidados; Jaime es inteligente. Su disminución física no le impide llevar una vida corriente. Su forma de hablar llama la atención, pero no disminuye su atractivo físico. Además durante su adolescencia se mostraba incluso alegre. Nada en él apuntaba lastres propios de una neurastenia con tendencias depresivas.
Recuerdo que siendo pequeño y ya sin poder expresarse con palabras, me daba a entender con los ojos el amor que como hijo me profesaba. Constantemente me abrazaba, se sentaba en mi regazo y sonreía como implorando algo que entonces yo tal vez descuidaba, especialmente cuando su hermano mayor reclamaba mis atenciones y caricias.
Yo ignoraba que a veces la sensación de abandono logra causar tanta destrucción como las heridas del cuerpo. Y que los niños desengañados, con el transcurrir del tiempo, pueden convertirse en hombres «desafinados», incapacitados para reconstruir y afinar adecuadamente desfalcos anímicos y esperanzas perdidas.
Algo parecido le ocurrió a Jaime. Especialmente cuando tras recibir una educación religiosa y llevar una vida muy apoyada en la fe católica, siempre endilgada por un sacerdote inteligente, benévolo y erudito, tuvo que afrontar un Jueves Santo que destruyó las fibras más sensibles de su razón de ser.
Ocurrió cuando acababa de estrenar sus catorce años. Era un adolescente. Un muchacho jovial que combinaba valientemente su discapacidad con serena naturalidad.
Aquel sacerdote era mucho más que su confesor. También era su maestro, su confidente y su verdadero amparo cuando su condición de hijo secundario descolocaba las ansias de ser querido, que siempre reclamaba.
Nada se mantuvo en pie al conocerse la noticia. Nunca un Jueves Santo fue para mi hijo Jaime tan doloroso y desconcertante como aquél.
Corría el año 1922.
Pero el sacerdote no esperó a que el año finalizara. Se quitó la vida repentinamente y, con ella, se llevó los fundamentos esenciales que durante años fueron los soportes más sólidos de mi hijo.
De nuevo el silencio. Mis nietos no preguntan. Y el coche circula lento por la calle Mayor, camino de no se sabe dónde. Me noto cansada. Tengo el cansancio de los recuerdos que duelen, de los esfuerzos que se debe hacer para encubrir y disimular la emoción que se apila en los ojos en forma de lágrimas.
Todavía presa de ese manojo de sombras que se empeñan en ser realidades actualizadas y convertirse en hechos presentes, le digo a Juanito que estoy fatigada:
– Será mejor regresar a Liria -le propongo.
– Lo comprendo, abuela. Desde que has llegado a España todo han sido emociones.
Mi nieto intuye que, más que cansancio, lo que ahora experimento es algo parecido a una convulsión interna. Una desagradable sensación de que todo en mi vida ha sido un constante fracaso, un no haber sabido aprehender el ritmo elegido y encontrar los medios adecuados para evitar descalabros tangibles que acaso pudieron evitarse.
El recuerdo de mi hijo Jaime (siempre vencido por la desgracia) de nuevo cobra en mis percepciones certezas excesivamente dolorosas.
¿Cómo habría sido posible desde sus cortos años entender que su gran maestro y confidente fuera incapaz de convencerse a sí mismo de lo que le predicaba a él? ¿Qué verdad puede mantenerse erguida cuando quien la predica la hiere de muerte?
A la edad que tenía Jaime no caben equivocaciones. No existen maldades y virtudes a medias. Todo se nos antoja exacto, decisivo e inviolable.
Para él su confesor era la verdad, la rectitud y todo lo que supone realizar construcciones indestructibles.
Por si fuera poco, alguien le dijo que por haberse suicidado no merecía oraciones ni el derecho de ser enterrado en un cementerio cristiano.
Todavía escucho su voz mal timbrada y distorsionada, preguntándome desesperado si su confesor no podía salvarse. Intenté calmarlo. Pero mis argumentos se perdían en lucubraciones que ni siquiera lograban convencerme a mí misma. En aquella época el suicidio constituía un delito grave que no merecía redención alguna. La condenación eterna era la única meta segura. Dios era sólo Juez, Dios no admitía aplicar perdones a los desesperados que se quitaban la vida. Y si los desesperados eran sacerdotes, el castigo debía ser mayor.
Afortunadamente mi suegra, profundamente religiosa, pudo sosegar algo la angustia de mi hijo. Le habló de la inmensa misericordia de Dios, del Sagrado Corazón de María, de la posibilidad de que la muerte de aquel sacerdote se hubiera debido a un instante de ofuscación mental y de que los cuerpos enterrados fuera de los cementerios católicos acaso podían ser más dignos que muchos otros cuerpos sepultados en lugares religiosos.
Pero Jaime, desde aquel terrible suceso, ya nunca fue el mismo. Algo vital en su vida comenzó a flaquear. El pilar más sólido de su existencia se había desmoronado y con él, las razones esenciales que daban un sentido a lo que lo rodeaba. Todo para él cambió drásticamente. De alegre y distendido, se convirtió en un ser introverso, poco comunicativo y despegado de sus habituales propuestas siempre alegres e incluso jocosas.
A ello contribuyó sin duda alguna la falta de ayuda que Alfonso, por causas de extrema preocupación política, no pudo concederle. Pocos meses después Eduardo Dato, a la sazón jefe de Gobierno, fue asesinado acribillado por unos sindicalistas en plena calle. Su muerte caló muy hondo en los ambientes políticos. De improviso brotaban resentimientos, envidias y mucho descontento, incluso entre los que habían servido con franca dedicación a la corona.
La reacción social iba introduciéndose cada vez más en las aulas enrarecidas de los altos cargos. En Cataluña el separatismo iba incrementándose. Lejos de sentirse beneficiada por los Fueros Catalanes que la independizaban y le concedían atributos inexistentes en el resto de España, echaba mano de un victimismo que no sólo no enaltecía su tierra, sino que la estaba convirtiendo en una región acomplejada.
«Nada más peligroso que los complejos», me dijo en cierta ocasión Jaime Lécera. «Lo primero que generan es soberbia. Y la soberbia es la madre de todos los fallos humanos.»
Pero donde más se percibía el afán separatista era en el País Vasco. Ser parte de España constituía para ellos «una opresión impuesta» que incitaba a la rebelión y al despecho.
Por otro lado, las bajas de Marruecos causaban indignación y disturbios. Además los ataques a la Iglesia, las huelgas y las interferencias anarquistas eran cada vez más frecuentes.
Alfonso se notaba desbordado, sus rápidas reacciones se quedaban a medio camino y lo que se remendaba por un lado se rasgaba por otro.
De nada servían sus esfuerzos para aplacar un país que empezaba a ser un confuso caos de despropósitos. Cualquier remedio se iba al garete.
¿Cómo podía yo atosigarlo con los terribles problemas que intuía en nuestro hijo Jaime, si su padre apenas podía remendar y endilgar los problemas de España?