Recuerdo que al cabo de un tiempo no muy lejano a la desgracia que supuso el suicidio de aquel sacerdote, Alfonso, siempre dispuesto a vencer los traumas más duros del país y seguramente bien informado por el doctor Marañón, organizó una visita con él a Las Hurdes, el lugar más desolado y arrinconado de España, situado en una Extremadura cada vez más apagada y desligada del auge que experimentaba el resto de España.
Creo que nunca Alfonso sintió el dolor de ser rey de su querido país como entonces.
Las Hurdes era un mundo vacío dentro de un mundo que rebosaba historia, riquezas y cultura. Sus gentes vivían aisladas de todo lo que pudiera remediar su salvajismo arraigado. Desconocían la electricidad, el teléfono, el agua corriente. Carentes de rutas o pequeños caminos, vivían en su territorio totalmente aislados del resto del mundo.
Por las causas que fuera, la civilización era un vocablo desconocido por los hurdanos. No tenían escuelas y aunque la ignorancia de todo acrecentaba la intuición de la gente, disminuía ambiciones y deseos de mejoras. Los habitantes vivían en tugurios, sin más médicos ni medicinas que los remedios caseros. El raquitismo, el paludismo y el bocio en las mujeres eran circunstancias normales para ellos. La higiene brillaba por su ausencia y la ignorancia era la gran maestra de los instintos.
La visita de Alfonso acompañado por el doctor Marañón cambió el panorama de aquella fracción salvaje de una España que rebosaba prosperidad.
Cuando conoció la verdad de aquel lugar, Alfonso se quedó anonadado. No podía concebir que, en su querida patria, algo tan inmerso en desolaciones, pobrezas y abandonos pudiera subsistir sin que, hasta entonces, nadie hubiera propuesto remedios inmediatos.
Los propuso él. Le faltó tiempo para organizar comisiones y facilitar ayudas, no sólo económicas, sino también culturales, religiosas y hospitalarias.
Asimismo facilitó medios de comunicación a la sazón inexistentes. De hecho, Las Hurdes era como un grano de pus en España. Algo que de vez en cuando supuraba pero sin quejas, ni reclamaciones ni exigencias. La queja fue Alfonso. Nadie hasta entonces había dado la voz de alarma sobre un lugar que podía hermanarse con una selva salvaje.
En semejantes circunstancias hubiera sido totalmente demencial que yo lo atosigara con preocupaciones familiares.
Pero es evidente que la ocultación de nuestras prioridades fundamentales asfixian y pudren los cimientos de una comunicación interna importante. Callar puede evitar que se distorsionen problemas generales, pero aumenta la impotencia frente a los problemas esenciales de nuestras vidas privadas.
Alfonso se notaba tan desbordado por exigencias sociales, políticas, militares y judiciales, que le faltaba tiempo para introducirse en los asuntos cruciales de la familia.
La muerte de Dato causó un verdadero desfalco en la estabilidad de España. Conservador moderado, tenía ideas modernas principalmente abocadas a enriquecer el bienestar obrero. Pretendía establecer sistemas de seguros contra accidentes, enfermedades y paros. Y además propuso infinidad de mejoras para los agricultores, proyectó construcciones de viviendas dignas para inquilinos de escasos medios económicos y ayudas indispensables para que los más necesitados pudieran mejorar sus vidas.
En efecto, la muerte de Dato supuso para el país un alarmante desequilibrio. Su sucesor, Allendesalazar, no tuvo un auge definitivo. Las desorientaciones cundían y su presidencia fue breve. Le sucedió Maura, por quinta vez al frente del Gobierno. Sus decisiones resultaron definitivas y también eficientes. Sin embargo, no concordaban con las del ejército. Los desacuerdos fueron presentados a mi marido con cierta urgencia. Alfonso pidió que le concedieran tiempo para meditar las condiciones.
Pero los ministros de Maura se impacientaban y el presidente interpretó que su rey no confiaba en él.
Le costó mucho a mi marido aplacar los ánimos y conseguir que el Gobierno permaneciese en su puesto.
Por otro lado, las flaquezas y vacilaciones estatales fueron carnaza para los republicanos, los socialistas y los comunistas.
Pero los desconciertos influían en el ambiente general. Nadie se notaba seguro. Los atracos proliferaban y la delincuencia aumentaba día tras día.
Semejante inestabilidad favorecía una clara enemistad entre el Gobierno y el ejército y, por ende, también facilitaba desconcierto en el proseguir pacífico de España.
La tensión era tan grande que incluso se llegó a rumorear que Alfonso iba a dimitir.
No era cierto. Pero el rumor contribuyó a aumentar la confusión.
El caos era cada vez más intenso y tanto en las distintas clases sociales como en los ambientes políticos las teorías se enfrentaban sin que el acuerdo llegase a una conciliación general.
La gente anhelaba una estabilidad que nunca llegaba. La mayoría pugnaba para que las Cortes asumieran responsabilidades drásticas para normalizar el desajuste civil, pero una asamblea política no estaba facultada para asumir y determinar semejantes competencias.
La palabra «dictadura» estaba ya en todas las conversaciones. El país se bamboleaba demasiado desde el desastre marroquí y precisaba un hombre fuerte que acabara de una vez con tanto desafuero. La fe en un gobierno parlamentario se estaba desangrando en aquel caos que acumulaba huelgas constantes, asesinatos, violencias y terrorismos inexplicables.
Todo en España se estaba trastocando, cundían las escenas violentas, las industrias se desmoronaban y el barco político naufragaba arrastrando con él la descoyuntada armonía española.
Recuerdo que, como todos los veranos, aquel mes de septiembre nos encontrábamos en San Sebastián.
Allí Alfonso tuvo noticia de que Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, se había apoderado (con el apoyo de otros capitanes generales y del ejército entero) de las comunicaciones más importantes del país. Asimismo, dicho general había proclamado el estado de sitio en Barcelona y además había publicado un manifiesto apelando al rey para que despidiese al Gobierno y la monarquía se rigiera con la ayuda de los militares.
Así empezó la dictadura que, a lo largo de los años, fue considerada la causa directa de los desastres posteriores pero que, en aquellos momentos, consiguió el beneplácito de la mayoría de los españoles.
Recuerdo que Alfonso, preocupado tras el telegrama que recibió del Consejo dándole cuenta de lo ocurrido con vaguedades optimistas, comunicó al Gobierno que inmediatamente iba a salir hacia Madrid.
Sin embargo el propio Gobierno le aconsejó que no se moviera de San Sebastián: los ministros de algún modo engañaron a mi marido. Seguramente, de haber viajado a la capital los hechos se hubieran desarrollado de un modo muy diferente.
Soy testigo de que lo ocurrido a sus espaldas lo impacientaba. Comprendió enseguida que, si no conseguía poner de acuerdo al Gobierno con los militares, podía producirse una guerra civil.
Consciente de que toda la nación anhelaba poner fin a tanto caos, Alfonso se decantó por lo que más pesaba en el ánimo general. El país precisaba desesperadamente un drástico «golpe de paz»; unas garantías armadas, un decir «basta» a tanto desorden y una posibilidad de vivir sin sobresaltos.
Los militares tenían en sus manos la forma de endilgar el país hacia un convivir sin conmociones constantes. No había disyuntiva ni cabía una elección dubitativa. Además la fuerza del ejército sobrepasaba toda vacilación: o se aprisionaba al rey con la aprobación de unos españoles hartos de tanto desmadre, o se le aplaudía por devolver a la nación la seguridad con el beneplácito de una dictadura.
Entre las opciones, mi marido no vaciló en inmolarse dando paso a una protección militar que fue recibida con alborozo y síntomas de agradecimiento por la mayor parte de los españoles.
Incluso los que consideraban ilegal la decisión del rey no dejaron de admitir que aquella opción constituía un hecho muy eficaz.