El diagnóstico político fue unánime: «Por fin la normalidad», «Por fin se puede respirar sin sobresaltos». Además, era un hecho sabido y aceptado por altos cargos judiciales de aquel tiempo que, en casos graves como el que atravesaba España, el soberano o jefe de Estado tenía el perfecto derecho a suspender la Constitución si la seguridad de la nación lo requería.
De hecho, la dictadura de Primo de Rivera causó un aplauso general en toda España y Alfonso creyó que su decisión era la que su pueblo no sólo precisaba, sino que también deseaba. Las medidas de limpieza comenzaron pronto a desvelar corrupciones, sobornos y maniobras poco claras en las altas esferas gubernamentales.
Mucho se debatió años después sobre la paz que el país experimentó tras el golpe de timón que Alfonso permitió para normalizar situaciones verdaderamente alarmantes.
Los españoles, lejos de sentirse «dominados», se notaban liberados de aquella otra dictadura hecha de miedos e inseguridades. El miedo es siempre un elemento dictatorial.
A decir verdad, los españoles no se sentían atados. Antes al contrario, se notaban amparados y protegidos. Para el pueblo, la intervención de Primo de Rivera no fue una dictadura como pudo serlo en Italia, en Alemania o especialmente en la acogotada y desmantelada Rusia y también años después en un franquismo que mantuvo a España prácticamente aislada del resto del mundo.
Lo que predominaba en la mayoría de las percepciones españolas de aquel tiempo era que se vivía en libertad gracias a una monarquía militar. Una libertad encauzada, distendida y resguardada de anarquías que pudiesen impedir el auge que España empezaba a experimentar. No obstante, hubo discrepancias que, dos años después, sufrieron destierros. Entre ellos Unamuno, el marqués de Cortina y el señor Soriano.
Eso no fue obstáculo para que durante la república el hijo de un disidente fuera asesinado en Paracuellos por el delito de pertenecer a la nobleza.
A veces en España ocurrían despropósitos que en el terreno de lo inexplicable adquirían relieves inauditos.
A pesar de todo, durante los dictados militares se inauguraron ferrocarriles, carreteras, escuelas, instituciones culturales. Se ampliaron las comunicaciones telefónicas y radiotelegráficas entre el Viejo Mundo y el Nuevo. El error consistió en fulminar la libertad de prensa y mantener una censura que, aunque débil, propició ser criticada y boicoteada por los sectores contestatarios y radicales. No obstante, los adelantos que experimentaba España en sus contactos con los restantes países fueron ensalzados por todos. Incluso en Cataluña las decisiones adoptadas se recibieron con agrado. Especialmente cuando se concedió el voto a las mujeres y se reformó, para mejorarlas, las leyes municipales.
Sin apenas sobresaltos importantes, aquella «dictablanda» duró seis años. Mi hijo Jaime tenía ya veinte y el resto de mis hijos fueron apagando, poco a poco, el dolor que me produjo la transformación que sufrió Jaime al morir su confesor. Además, la pesadilla que, día a día, ponía a nuestro hijo mayor en trance de debilidad extrema también hizo mella en nuestro hijo menor: Gonzalo. Aquella duplicidad, aunque fue otro golpe duro, no dejaba de diluir tristezas y penalidades enquistadas en el fluir de la vida. Pero es indudable que los dolores y los embates que hipotecan nuestra existencia en un momento especial se van diluyendo en lo que el túnel del tiempo nos va proporcionando.
Fue muy doloroso descubrir que también nuestro hijo pequeño, Gonzalo, había nacido con el estigma que tanto atenazaba a nuestro primogénito. Sin embargo, las gravedades se versatilizan y se desvanecen mientras la vida nos va sorprendiendo con la apertura o cierre de otros horizontes buenos o malos. La costumbre en ocasiones puede vencer heridas que, aunque enquistadas, duelen menos por ser crónicas. Había que admitir la realidad: sólo Juan era sano. Sólo él podía convertirse algún día en el monarca que España merecía.
No puedo negar que fue mucho lo que mi marido, al margen de sus problemas sentimentales, tuvo que afrontar durante los años previos a nuestro exilio. Entre otras cosas, la muerte de su madre. Alfonso siempre vio en ella no sólo a una madre que trató de convertirlo en el rey de un país difícil, sino también a un padre que lo defendió de las insidias y ambiciones de quienes podían rodearlo.
Pero de nuevo el mes de febrero aguardaba con su guadaña para herir a mi marido en lo que más podía dolerle. Veníamos de asistir con mi suegra a un concierto benéfico de la Cruz Roja, cuando al llegar al palacio se sintió mal. En la madrugada llamó a su sirvienta porque padecía un dolor muy fuerte en el pecho y en la espalda.
Fue imposible evitar aquel ataque al corazón. La sufrida y austera reina regente perdió el conocimiento y murió mientras el capellán de damas le administraba los Santos óleos rodeada de todos los que vivíamos con ella y de un hijo desolado que no pudo dominar el dolor que aquella muerte le produjo.
Desde entonces Alfonso ya no fue el mismo. Le faltaba su mejor consejera, su apoyo y, en cierto modo, la parte esencial de su vida.
Inútil fue mi empeño en consolarlo. Alfonso rehuía mis consuelos. Precisaba asimilar su dolor a solas. La hostilidad entre nosotros empezaba ya a ser un obstáculo para que mi empeño en aminorar su dolor fuera eficaz. Aunque quizá no se daba cuenta, en aquellos momentos nada nos unía. También yo sufría. Mi suegra había acabado por ser un gran alivio para mí. La quería. Pero Alfonso sólo pensaba en él. En el desmoronamiento que lo estaba hundiendo en tristezas inconsolables.
Fue un año lleno de grandezas y también de presagios. A veces la muerte avisa. Especialmente cuando surgen cambios inesperados que nos obligan a perder la estabilidad propia de las rutinas.
Alfonso la perdió sumido en una depresión que en vano trataba de disimular. Se acabaron para él sus aficiones deportivas, sus actividades siempre inquietantes y su modo de tratar a las mujeres que todavía se acercaban a él con esperanzas de llamar la atención.
Tal vez la única que podía consolarlo era Carmen Ruiz Moragas, pero me temo que, para entonces, ella ya empezaba a serle infiel con Chabás.
Lo único que Alfonso nunca descuidaba era la visita a la tumba de su madre, en el Pudridero del Panteón de los Reyes en el monasterio de El Escorial.
Allí pasaba mucho tiempo rezando por ella: pidiéndole ayuda y rogándole que le siguiera aconsejando como había hecho durante toda su vida, aunque a veces las advertencias de mi suegra fueran vencidas por desidias o frivolidades de su hijo, poco consecuentes con los consejos que ella le daba. Siempre sobrecargados de eventos importantes -Exposiciones Internacionales, desfiles de personalidades deseosas de mostrarse solidarias con el dolor del monarca, presencias continuas de los grandes de España, comidas lúgubres con gentes de la realeza extranjera y problemas cada vez más acuciantes que la dictadura iba propiciando entre opiniones diversas pero alarmantes-, la desolación de Alfonso no disminuía. Era como si, tras la muerte de su madre, las tácticas que ella había estado sosteniendo para que la vida del país no se resquebrajara repentinamente empezaran a cambiar de rumbo.
Fueron varios los factores que contribuyeron al desmoronamiento de la monarquía: el desastre económico en la Bolsa de Nueva York, contagiando los puntos débiles de Europa, especialmente los de España; el pronunciamiento militar, protagonizado por el Cuerpo de Artillería dirigido por José Sánchez Guerra; las rebeliones universitarias; la ausencia de algunas personalidades, incluso pertenecientes a la nobleza, que tras la dictadura tuvieron que salir de España por discrepar de ella. Y sobre todo los constantes alborotos marxistas enhebrados en lugares estratégicos que minaban criterios poco sólidos y amparados por anonimatos que ocultaban nombres de relieve.
Sin embargo, debo admitir que fue precisamente aquel año cuando, a pesar de la tristeza que nos produjo a todos el fallecimiento de la reina Cristina, dentro del palacio se experimentó un cambio drástico que sin duda influyó en revitalizar y airear los ambientes caducos y algo enrarecidos que seguían arraigados entre sus paredes.