Выбрать главу

A decir verdad, aquellas reuniones no me desagradaban. Eran como propuestas para que los miembros de la nobleza y las grandezas de España pudieran, al departir conmigo, convencerse de que muchas insidias ocultas que habían perjudicado mi reputación de reina antiespañola eran infundadas. Cuántas de aquellas damas encopetadas y en cierto modo desengañadas al comprobar que el rey ya no era el hombre que, por haberlas convertido en sus aliadas sexuales, merecía aplausos se acercaron a mí para no perder su categoría de allegadas a la corona.

De hecho todas las antiguas amigas de mi marido, siempre dispuestas a desacreditarme y a jugar a ser las «preferidas», se volvieron repentinamente adictas a la reina inglesa.

En ocasiones, cuando las veía departir entre ellas, me preguntaba a mí misma cuál podía, en caso de que la muerte me atrapara, ocupar mi puesto en tantas y tantas organizaciones benéficas que, con el apoyo de la reina muerta, había conseguido fundar y dirigir en España.

Casi ninguna podía servir para semejante menester. Por ejemplo, vestir el uniforme de la Cruz Roja era para casi todas ellas una frívola manifestación de privilegios, pero no una garantía de apoyos a los desamparados y necesitados de ayuda.

Pocas eran las que, a pesar de instruirse en la escuela de enfermeras, cumplían su misión correctamente.

Entre la mayoría, la única que había aportado abundantes muestras de merecer mi beneplácito era Rosario de Lécera. En ella siempre había encontrado una aliada eficaz para decidir y encarrilar proyectos que, en principio, se consideraban arriesgados. Aunque mucho más joven que yo, Rosario poseía intuiciones propias de una mujer madura. Llevaba ya dos o tres meses colaborando conmigo. Sabía que estaba casada y que tenía dos hijos. Lo demás no contaba en nuestro departir casi siempre relacionado con el afán de mejorar instituciones sociales.

No obstante, existía un «además». Lo conocí en el salón del palacio donde nos reuníamos por las tardes tras la muerte de la reina regente.

Era alto, y Rosario a su lado parecía una niña. Avanzaban lentamente hacia donde yo me hallaba departiendo con otras personas.

Al cuadrarse ante mí y besar mi mano, una media sonrisa entre amable y luctuosa trataba de profanar la severidad impuesta en el ambiente que nos rodeaba.

– Mi marido -exclamó Rosario-. Se llama Jaime.

De pronto recordé:

– Cuando llegué a España para casarme, tu padre fue uno de los que velaron mi sueño en El Pardo la noche anterior a mi boda.

Jaime Lécera acentuó su sonrisa:

– Conozco la historia -me dijo-. Entonces yo era un adolescente. -Y tras una breve pausa añadió-: Fue un honor grande para él. Jamás olvidó la impresión que Vuestra Majestad le produjo.

La voz de Jaime, aunque varonil, era apacible. Nunca desentonaba al expresarse. Tenía la suavidad propia de la gente discreta que, al hablar, perforan la palabra con sosiegos mansos y expresiones concisas.

– También yo era muy joven -le interrumpí-. Tenía esa edad en que lo único que se valora es la emoción de los momentos. Y aquellos momentos fueron muy parecidos a la Sinfonía Patética de Chaikovski -bromeé-. Algo bello y terrorífico. -Y enseguida añadí-: Me refiero a la boda y a la bomba.

La sonrisa de Jaime se acrecentó. Recuerdo que sus cejas profusas, al arquearse, clarearon aún más el azul de sus ojos.

– Debió de ser algo terrible -me dijo-. Una prueba dura que, según mi padre, Vuestra Majestad superó admirablemente.

– La juventud suele ser valiente. Y yo precisaba dar un ejemplo de ecuanimidad. El rey merecía una esposa digna de su rango -contesté.

Estoy viendo a Jaime asintiendo con la cabeza. Se parecía a su padre. También él tenía un porte elegante y aquella manera de apretar los labios en forma de uve, cuando sonreía.

Recuerdo que mientras departíamos Rosario nos contemplaba complacida. Sobre todo cuando su marido me explicó que también ella me admiraba:

– En la intimidad, no se cansa de alabar a Vuestra Majestad -declaró.

Por entonces Jaime ya no tenía padre. Había muerto siendo gentilhombre de Alfonso, hacía ya cuatro años.

La noche en que me veló junto con otros grandes de España, recuerdo que al dirigirse a mí mencionó a su hijo: «Espero que cuando sea mayor sepa honrar a Vuestra Alteza como yo estoy honrando a nuestra futura reina».

En ocasiones las frases perdidas brotan espontáneamente sin una razón específica.

El hijo de aquel hombre, hasta entonces en el anonimato de mi vida, veintitrés años después se había convertido en el mentor de un recuerdo trasnochado que, perdido en la vigencia, pugnaba por recobrarla.

– Sentí mucho la muerte de tu padre. Fue una gran persona -le confirmé-. La última vez que lo vi fue en la inauguración del club de golf de Zarauz, hace ya trece años.

Jaime asintió sin dejar de esbozar aquella sonrisa de labios apretados.

– Me lo dijo. También comentó cuánto le había impresionado la hermosura de Vuestra Majestad. «Los años han reafirmado el esplendor de la reina», me comentó.

Era agradable escuchar a Jaime. No importaba lo que me dijera. Lo esencial era oírle. No recuerdo lo que aquella tarde se debatió. La cuestión era hablar por hablar. Comunicar residuos de «nadas» por el simple hecho de evitar que el tiempo dijera «basta», y que aquel extraño bienestar que experimentaba fuera engullido por él.

Había momentos así: plenos de extrañas necesidades que no tenían explicación, pero que apagaban tristezas y encendían extrañas satisfacciones sin motivo alguno.

Durante un buen rato, tanto el matrimonio como yo estuvimos disertando sobre mil cosas perdidas en la desmemoria de un pasado lejano. Algunas de ellas dolían.

– Qué malo es a veces tener buena memoria, ¿verdad, Señora?

Tenía razón.

– Es como pretender reavivar un cadáver -asentí.

No podría asegurar cuáles fueron los principales motivos que aquella tarde protagonizaron nuestro departir. Pero tuvieron el vigor de un «principio». Un empezar algo que se prolongó sin fisuras durante siete años.

Cuando al anochecer me refugié en la soledad de mi cuarto, tuve la impresión de que, aunque seguía siendo una reina frustrada, era también una mujer que podía superar todas las frustraciones de este mundo gracias a una mirada nueva, menos propia de un cuerpo alto y atractivo, que de un conjunto de inteligencias armonizadas. Eso fue lo que yo aquel día pensé al conocer a Jaime.

DÍA QUINTO

Domingo, 11 de febrero de 1968

Acabo de despertarme. Es muy temprano. Probablemente la cabezada que me venció ayer por la tarde al regresar al palacio de Liria ha restado sueño a la noche. Todo está en silencio.

Como al acostarme dejé el balcón mal cerrado para que el aire ventilara el cuarto, puedo aspirar un refrescante olor a campo que seguramente el profuso jardín del palacio me envía como un homenaje postrero.

No es el campo de Biarritz, ni el de la isla de Wight, ni el de Lausana, ni el de ningún lugar con grandes parcelas de vegetación. Es un olor a campo propio de una ciudad desierta por la hora temprana que la envuelve. Una ciudad que en tiempos lejanos siempre olía de ese modo porque el aire no estaba contaminado como el de ahora.