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Sin embargo, en ocasiones las amanecidas, libres de circulaciones infectadas de tránsitos constantes y de poluciones diurnas malsanas, huelen a campo.

Y a silencio. También los silencios despiden aromas. Probablemente porque el sosiego transmite, sin obstáculos, recuerdos perfumados.

Me alegra el hecho de poder quedarme en la cama un buen rato, antes de que la señora Rich venga a despertarme para ponerme en condiciones de afrontar el día.

Mi viaje a Niza está programado para la una de la tarde. Miro el reloj: son las cinco de la madrugada. Me quedan todavía muchas horas para pensar y repasar tantos y tantos avatares perdidos que el retorno a España me ha permitido recobrar.

No es cierto que nuestros hechos mueren. Sólo fingen perderse. Incluso a veces juegan a simular que están muertos. Pero viven escondidos en lo más vital de nuestros involuntarios olvidos. Lo que antaño fue importante, es un puro señuelo que puede recobrar repentinamente vigencia. Basta un detalle, una frase o, en mi caso, un viaje hacia el pasado, para que de pronto todo se transforme en presente.

En estos momentos la «vigencia» es Jaime, el marido de Rosario. Desde aquella tarde en palacio donde por primera vez tuve un contacto directo con él, supe que algo más que una simple admiración mutua pugnaba por acercarnos el uno al otro.

Rosario nunca entorpeció nuestra afinidad. Al contrario: era ella la que en cuanto podía inventaba excusas y motivos válidos para que nuestra comunicación no se perdiera ni se deteriorara.

El encuentro de aquella tarde no fue el principio de una amistad efímera: fue a partir de aquel día cuando supe que algo nuevo iba a cambiar el rumbo de mi vida.

Hechos inesperados, a veces casuales y otros causales, dieron en reforzar la convicción de que entre Jaime y yo existía una extraña vinculación que, lejos de extorsionar nuestro afán de confraternizar y conocernos mejor, la reforzaba.

Resulta extraño que incluso ahora, cuando intento trepanar la niebla del pasado, nada de lo que entonces experimenté por él se haya borrado.

A veces escucho su voz, otras lo veo caminar, otras observo su sonrisa de labios apretados y percibo el clarear de sus ojos fijándose en los míos, suplantando palabras acogedoras y amables que hablando no se atrevía a decir.

De hecho las decían sus ojos, como si al hundirlos en los míos pretendieran inculcar ciertas ilusiones que, en lo que a mí se refiere, llevaban mucho tiempo adormecidas por traiciones y desaires cada vez más frecuentes.

Para entonces la dictadura empezaba ya a tambalearse. Las protestas cundían. Jaime se mostraba intranquilo: «España se está dividiendo», se lamentaba. «En muchas ocasiones los españoles precisamos llevar la contraria a la paz.» Y bromeando añadía: «Probablemente somos proclives al aburrimiento y nos auto divertimos con auto destrucciones».

Departir con él era una delicia. Aunque algunos años más joven que yo, a menudo tenía la impresión de que mi intelecto no estaba a su altura.

Nuestros encuentros eran frecuentes. A veces íbamos los tres montando a caballo por las afueras de Madrid. Nos gustaba aislarnos del bullicio que nuestra presencia podía causar.

Tanto Rosario como él se mostraban preocupados sobre lo que estaba ocurriendo en nuestro país. La sombra de una revolución se deslizaba siempre en nuestras conversaciones. «A veces pienso que la muerte de la reina Cristina ha sido muy oportuna», les decía. «De haber vivido no hubiera soportado ver a una España al borde de hacerse trizas.»

En efecto, las bases más sólidas de la monarquía se debilitaban. España entera se daba cuenta de que algo muy dañino crecía en las alcantarillas políticas de los que ostentaban el poder.

Entretanto el abatimiento de Alfonso iba en aumento. Inútiles resultaban mis esfuerzos por animarlo y arrancarle de aquella extraña misantropía que lo encerraba en sí mismo. Mis intentos eran siempre ineficaces. Todo cuanto le decía se convertía en motivo de enfados. Cualquier proposición o comentario planteados por mí eran para él algo parecido a una provocación. Reaccionaba como si le hubiera insultado. Se negaba a escucharme. Según él, «yo no sabía. Yo lo tamizaba todo a fuerza de sensiblerías».

La era de nuestras discusiones no tardó en subir de tono. Al margen de los problemas que los finales de la dictadura le estaban causando, seguramente le influía también la derrota sentimental protagonizada por un crítico teatral opuesto a la monarquía y empapado de ideales claramente republicanos. Se llamaba Juan Chabás y era ya un secreto a voces que Carmen Ruiz Moragas simpatizaba con él más allá de los ambientes teatrales.

Además de aquellos derrumbamientos morales, Alfonso se sentía abatido por el ambiente general contra Primo de Rivera, pero también por comprobar que la mujer a quien tanto quería lo estaba traicionando no sólo como amante, sino por decantarse hacia un ideal republicano.

Pocos eran ya los que se acordaban de lo mucho que habían ensalzado el golpe de audacia del dictador al implantar normas drásticas para desembarazar al país de tantos desafueros.

La rebelión de algunos contagiaba a otros. Los criterios adversos cundían cada vez más exigentes. A pesar de la censura, los medios de comunicación no se arredraban. Especialmente duro con Primo de Rivera fue el periódico La Nación. Basado en la picaresca, publicó un verso aparentemente lleno de alabanzas dedicadas a él. No obstante, si se leían las primeras letras de las estrofas, se tachaba a Primo de borracho.

Aquel acróstico fue leído por la mayor parte de los españoles. Sin embargo, lejos de causar indignación, motivó hilaridad y rotundos asentimientos generales.

Primo de Rivera comenzaba ya a saborear la amarga amenaza de su decadencia. En cierta ocasión recuerdo que me dijo: «La mayor parte de los españoles, Señora, son como niños. Precisan algo parecido a un torniquete para que España no se desangre y desnivele la balanza de su bienestar. Sin él, el país se hundirá siempre en desequilibrios».

Medio en broma le pregunté a qué torniquete aludía. Por unos instantes imaginé que se refería a la dictadura. Pero me equivoqué. Primo no tardó en contestar: «El torniquete es la monarquía». Tenía razón, fue precisamente la falta de aquel torniquete lo que, tras siete años de dictadura, desniveló la balanza.

Entretanto, la amistad que me unía a los Lécera, lejos de disminuir, aumentaba.

Muchas fueron las veces que mis horas libres se unificaron con las de aquel matrimonio.

En ocasiones y siempre de incógnito, me acercaba yo a su casa para departir con ellos. Conocí a sus hijos: un niño y una niña de corta edad que pronto se familiarizaron conmigo. Fueron precisamente aquellos pequeños los que conseguían, en nuestros frecuentes encuentros, anular ceremonias innecesarias.

Desde sus inocencias, jamás utilizaban términos protocolarios, ni me saludaban con la forma debida a una reina. Al contrario, en cuanto me veían corrían hacia mí para que los abrazara.

Nunca me llamaron Majestad, ni Señora, ni les arredraba gastarme bromas propias de alguien que, para ellos, era una simple amiga que los quería.

Al dirigirse a mí, lo hacían utilizando mi nombre: Ena. Eso era yo para ellos: un nuevo valor amistoso en el núcleo familiar, alguien que sus padres consideraban digno de ser aceptado en la intimidad casera.

También ellos (a veces unidos y a veces en solitario) solían entrar en el palacio a la hora del té. A mis espaldas aquella hora era considerada «la hora inglesa». Varias fueron las personas que solían acompañarme.

A los seis meses de la muerte de mi suegra, el luto continuaba pero ya entrado en alivios. En Miramar y en pleno verano, no faltaron momentos distendidos con reuniones alegres en distintos lugares próximos al palacio.

Desde los principios de mi llegada a España, fue Zarauz el lugar de veraneo elegido por los miembros de la nobleza. Pronto aquel lugar, tan cercano a San Sebastián, fue proliferando y creando ambientes atractivos que solían durar tres meses. Playas, golf, casinos. Todo se prestaba para organizar tertulias, verbenas y un sinfín de diversiones privadas que no afectaban a los duelos oficiales.