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Los que no tenían casa propia, se instalaban en el lujoso Gran Hotel. Y allí se alojaban los Lécera con sus hijos. Pese a los malos tiempos que todo el mundo vaticinaba, aquel verano llegó a ser para mí un hito distendido que me permitió desviar preocupaciones.

Fueron muchos los desplazamientos que desde San Sebastián a Biarritz realizábamos juntos con otros miembros de la aristocracia.

Habían transcurrido veintitrés años desde que por primera vez mi familia y yo nos instalamos en la villa Mouriscot. Sin embargo el Biarritz que yo conocí cuando Alfonso se desplazó allí para pedir mi mano nada tenía que ver con la pequeña ciudad francesa que aquel verano visitábamos con frecuencia.

Todo era nuevo. Todo ofrecía un cariz distinto. Recordar aquellos días era como contemplar un castillo de naipes derrumbado.

Alfonso, todavía inmerso en depresiones y acosado por un constante reguero de noticias preocupantes, casi nunca nos acompañaba.

Con frecuencia debía trasladarse a Madrid. Los beneplácitos que al principio de la dictadura enarbolaron el ego del general dictador se estaban convirtiendo en críticas que auguraban un rotundo y próximo fracaso dictatorial.

En vano Alfonso intentaba remendar lo que a todas luces carecía de remiendo. Abatido y desalentado, pretendía recuperar el prestigio perdido. Le faltaban fuerzas, le faltaba ilusión y, sobre todo, le faltaba el gran rodrigón que durante toda su vida había sido su madre.

Procuré ayudarlo a salir del bache. Mis argumentos le resbalaban, no tenían consistencia.

Además también yo para él comenzaba a ser una presencia poco grata: no soportaba aquella inesperada amistad mía con los duques de Lécera.

De improviso rompía a despotricar contra ellos: «Se rumorea que», «Se critica tu modo familiar de tratarlos», decía.

Sin embargo, nunca especificaba el origen de los rumores, ni a qué clase de críticas se refería. Siempre hablaba como de segunda mano.

Era difícil saber lo que pasaba por su mente. También era imposible conocer las fuentes de las noticias que, sin venir a cuento, me echaba en cara.

Fue en los inicios de aquel año cuando sus ataques se volvieron más directos.

La súbita dimisión de Primo de Rivera tras el posible derrumbe de su dictadura y el miedo a ser desbancado por un nuevo pronunciamiento militar lo obligó a salir precipitadamente de España rumbo a París, dejando sobre las espaldas del rey la difícil carga de rehacer lo que, con la mejor intención, había destruido hacía siete años.

Con apremio y muchos fallos, se trató de sustituir al agotado y desengañado Primo, formando un nuevo Gobierno con el general Berenguer.

Pero aquel abandono inesperado de quien durante años dirigió el destino de los españoles dejó a mi marido completamente desmontado de sí mismo. Todo se estaba convirtiendo en un caos difícil de solucionar. El remiendo Berenguer no cuajaba y la vida en palacio se estaba volviendo una extraña vigilia de algo que no podía definirse. Todo era inhóspito y desconcertante.

Para colmo de males, nuestro primogénito, tras una excursión por Europa, llegó a Madrid en un estado verdaderamente lamentable.

A su enfermedad crónica se añadió una patología general muy crítica que le produjo fiebres altas y una debilidad muy acentuada.

Todo para nosotros se iba transformando en un amasijo de dolor, dudas, preocupaciones y desalientos.

Inútil era ya tratar de abordar a mi marido. O se negaba a admitir la gravedad de la situación que España estaba atravesando o, si se daba cuenta, pretendía engañarse a sí mismo para que los desastres que tanto amenazaban al país no avivaran aún más el dolor que lo estaba atenazando.

Otro duro golpe consistió en comprobar la traición de los monárquicos liberales: todo se les iba en culparlo de la proclamación de la dictadura, sin tener en cuenta que fueron ellos los que habían aplaudido y representado aquella autarquía que Alfonso para evitar mayores desmanes aceptó sin ser consultado y después de ser proclamada.

Infructuosa resultó la bienintencionada actitud de Berenguer por defender las calumnias que llovieron repentinamente contra el rey, acaso debido a la influencia que la revolución rusa y las ideas de Karl Marx estaban taladrando en las mentes consideradas inteligentes de los avanzados.

Aquel año acumuló un amasijo de despropósitos contra el rey. Todo se intoxicaba de mentiras urdidas y esparcidas por el país, gracias al odio de su gran enemigo Indalecio Prieto.

No obstante, lo que más le dolió a Alfonso fue el brusco cambio que algunos de los ministros monárquicos (impulsados por criterios plagados de resquemores y desconfianzas) experimentaron al inventar razones falsas, tal vez causadas por resentimientos mezquinos o quizá para seguir una corriente política que consideraban ventajosa para ellos.

Al desbarajuste general se añadió la avanzada y exaltada opinión de los intelectuales que, tras haber admitido y amparado al general Berenguer como un gran remedio, súbitamente le concedieron la categoría de «un grave error».

El caso es que «el grave error» duró poco. Tras finalizar el luto por la muerte de mi suegra, comenzó el luto por España. Los desmanes eran ya demenciales.

De nada servía que Alfonso tratara de recuperar su entereza. Yo sabía que su estado interior, aquel que siempre le predisponía a caer en depresiones, era lamentable. Se notaba solo, incomprendido, despojado de lo que siempre había considerado inmutable. Tenía la sensación de que el mundo entero se desmoronaba, que la vida se le estaba convirtiendo en una especie de muerte, que todo se volvía confuso y nada podía evitar que el río de la libertad, siempre amparada por él, comenzara a rebosar sus límites y anegar a España de un cúmulo de desastres.

La confusión era grande. En cierta ocasión, mientras yo, todavía deseosa de ayudarlo, intentaba darle ánimos, recuerdo que bajó la cabeza y como si pensara le oí decir: «En España no cabe la ecuanimidad sociaclass="underline" o se nota acogotada, o se desboca».

Confieso que en aquellos momentos sentí un dolor profundo por él. Aunque entre nosotros se estaba abriendo una brecha de reproches cada vez más acentuada, algo muy entrañable se imponía para que la angustia de Alfonso fuera también mía. Sin darme cuenta se iba adentrando lentamente en mí como una espina envenenada de tristeza. Era como si su dolor me doliera en mi propia alma.

En ocasiones Alfonso se desfogaba conmigo, acaso para convencerse a sí mismo de lo que me estaba diciendo: «Debimos reformar la Constitución con la dictadura. Fue un error haber descuidado esa importante tarea».

A pesar de todo, nadie pensaba aún que una repentina oleada republicana pudiera instalarse en España bruscamente. Recuerdo que pocos días antes tuve que desplazarme a Londres porque mi madre estaba gravemente enferma. Por entonces Berenguer todavía conservaba su puesto pero ya con grandes probabilidades de perderlo. España era un continuo temblor de tierra, un despiste general y una desorientación política y social que precisaba urgentemente un remedio.

Romanones, siempre dispuesto a meter baza sin calibrar posibles consecuencias equivocadas, y el marqués de Alhucemas hicieron pública una nota reclamando Cortes Constituyentes para debatir, ante todo, el problema de un régimen que hacía aguas.

Ante semejante actitud, Berenguer dimitió inmediatamente.

En cuanto me enteré de la crisis que invadía España, le dije a mi madre que mi lugar era estar al lado de mi marido. No importaba lo que pudiese ocurrir. Aunque distanciados, yo era la reina. No debía defraudarlo. Regresé a España enseguida.

Mi llegada fue apoteósica. El tumulto me hizo temer por mi vida durante unos instantes. Tanto el andén poblado de gente como la sala de espera y las afueras de la estación del Norte se iban convirtiendo en la punta de lanza de un recibimiento clamoroso y encomiástico. Me tranquilicé cuando escuché aplausos y «vivas» a la reina.