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Mis hijas sonreían. No son «rehenes», pensé. Eran todavía las infantas que acudían a la estación para recibir a su madre. Difícil fue para mí mantener la emoción que aquel estallido de entusiasmos me produjo.

Al entrar en el coche, la multitud que nos rodeaba continuaba dando muestras ostensibles de afecto vehemente y devoto.

Difícilmente pude mantenerme ecuánime.

Aunque acostumbrada a disimular mis sentimientos, aquel día rompí a llorar. Era un llanto de mujer agradecida, como si tanta prueba de fidelidad y de cariño confirmase una estabilidad inalterable.

En aquellos momentos no era posible imaginar que los brotes delirantes fueran tan precarios, como todo lo que emerge del ser humano. Somos cambiantes. Nada más incierto que la certidumbre.

Cuando Alfonso me vio llegar no disimuló su decaimiento. Con semblante desencajado me dijo: «Gracias por venir». Y, tras un breve silencio, añadió: «España está envuelta en un gran caos».

Sin embargo, la gente continuaba aclamándonos. Como al entrar en el palacio lo primero que hice fue dirigirme a la habitación de mi hijo, todavía debilitado por la enfermedad, Alfonso me propuso salir al balcón para agradecer las constantes muestras de afecto que nos prodigaban.

Fue aquella espontaneidad lo que redobló el entusiasmo del pueblo. Seguramente nadie ignoraba que en aquella habitación yacía enfermo el Príncipe de Asturias.

Lo demás se entremezcla en mi recuerdo sin concretar cuál fue el «antes» y el «después». Todo se instala en mi mente como un amasijo de desafueros, desorientaciones y despropósitos.

En medio de un desbarajuste repleto de propuestas disparatadas (como por ejemplo la proposición que me hicieron de convertirme en reina regente, si Alfonso dimitía, a lo que yo drásticamente me negué) era difícil que el breve Gobierno de Aznar, sustituyendo el de Berenguer, desequilibrado y exento de rumbos con criterios definidos, pudiera prosperar; se decidió de pronto convocar elecciones municipales y elegir concejales para todos los ayuntamientos de España.

Era primavera. Una primavera luminosa y suave, poco decantada hacia giros drásticos y dolorosos.

Las noches dormían sosegadas y los días amanecían calmos y libres de vértigos alarmantes.

La tranquilidad prevalecía. El sol alumbraba y la multitud continuaba inmersa en los ritmos cotidianos, sin imaginar que también los sosiegos pueden esconder inviernos imprevistos.

Eso fue aquel abril casi veraniego: un cambio brusco de climas internos y fríos inesperados.

El ambiente de palacio asumía una especie de recelo que no llegaba a concretarse. Se adivinaba algo que no podía definirse y que nadie se atrevía a plantear.

Todos, incluso los sirvientes, aunque actuaban rutinariamente, daban la impresión de notarse dominados por una extraña crispación.

Jaime y Rosario me llamaban constantemente por teléfono. Preguntaban. Se ofrecían para lo que hiciera falta. Temían por el rey, por el príncipe enfermo, por los desmadres que se masticaban en ciertos núcleos sociales, tanto en las alturas como en los entornos callejeros.

Había silencios, había ceños, había sonrisas entre sarcásticas y temerosas, pero, sobre todo, lo que más temían los Lécera era que mi posición de reina pudiera verse lesionada por algún inesperado exabrupto: «Majestad, cuente con nosotros para lo que sea».

Yo intentaba tranquilizarlos. No obstante, aquel interés tan desinteresado por nuestra integridad me conmovía. Sobre todo me enternecía escuchar la voz de Jaime, emotiva y totalmente despegada de falsas ofertas convencionales. En aquellos momentos Jaime no era un grande de España que estaba brindándose a una reina en apuros para lo que fuera necesario; su propuesta de ayuda traspasaba cualquier elemento que oliese a protocolo, a obligaciones impuestas y a halagos interesados.

Las opciones de Jaime eran ofertas a una mujer angustiada que estaba en la cuerda floja y que acaso corriera un grave peligro: «Majestad, nunca se sabe lo que puede ocurrir. No hago más que pensar en los horribles sucesos de Rusia».

Era un descanso grande percibir que un hombre de talante sosegado y mente lúcida pudiera preocuparse tanto por mí. Hasta aquel momento, todo lo que yo había recibido eran brotes de resentimientos, silencios implacables y un largo desfile de infidelidades.

Eso había sido el universo que Alfonso me había ofrecido desde que nació nuestro primogénito. Bastante había hecho casándose conmigo. ¿Qué más podía yo esperar? ¿No era mi condición de reina suficiente homenaje?

Día tras día, durante veintitrés años, el amor que mi marido me había profesado fue convirtiéndose en un constante mañana sin futuro, un elaborar sueños que nunca se cumplían, y un largo silencio cuajado de reproches que alguna vez se transformaba en pequeñas muestras de afectos rutinarios.

Ya no pedía grandes ofertas de amor. Sólo añoraba una pizca de sensibilidad que me permitiera considerarme una mujer un poco admirada, un poco querida y un poco respaldada por su marido.

Nunca lo conseguí.

Por eso, cuando en los momentos cruciales que la monarquía soportaba escuché la voz de Jaime, tuve la impresión de que desde mis sueños perdidos brotaba una esperanza nueva, un tenderme la mano más allá de lo imposible. Jaime era sólo un amigo, pero en aquellos momentos fue sobre todo una especie de salvavidas en pleno naufragio. También fue el desencadenante que convirtió mi posible naufragio en un ofrecimiento incondicional de tierra firme y segura.

***

El ventanal de mi habitación se ha entreabierto, y una ráfaga de aire frío interrumpe mi insomnio. Bajo de la cama y cierro las rendijas que el viento ha ensanchado. Febrero tiene noches largas y frías. Noches negras.

El cuadro de Vaccaro que pende sobre la cabecera de mi cama vuelve a llamar mi atención.

Ahí está de nuevo María Magdalena mirando ensimismada sus propios pasados, sus tristes desvíos y la insondable razón que le permitió encontrar la verdad de su vida.

El cuarto está en la penumbra y un escalofrío me induce a meterme de nuevo en el lecho. Pero la visión del cuadro continúa en mi retina.

Sin duda, cuando el pintor Vaccaro realizó ese lienzo debía de notarse inducido por el halo metafísico que adjudicaba al personaje.

Cuántas obras de arte que admiramos suelen ser reflejos descriptivos del artista que las produjo. ¿Qué son las metáforas escritas sino gritos que ocultan lo que el escritor precisa callar?

De nuevo un escalofrío. No debí dejar el ventanal entornado. La gelidez se ha adueñado de la habitación. Procuro arroparme. Nunca me ha gustado el frío. El efecto que me produce tiene connotaciones adversas para mí. Desde mi infancia procuraba arrimarme a las estufas o a las chispeantes chimeneas.

Me llamaban friolera. Decían que el frío era sano. Que lo peor del mundo era sudar. Que el frío mataba microbios y evitaba hinchazones. «Menos mal que vas a ser reina de un país cálido», añadían. «Allí todo es un puro reflejo de sol.»

Sin embargo, nunca me sentí tan esmorecida como en las grandes y lujosas naves del palacio de Oriente. Aunque lleno de riquezas y de opulencias pomposas, el verdadero rey del palacio era el frío.

Fueron muchas las veces que intenté poner remedio a la gelidez angustiosa que se adueñaba de techos y paredes. Tardé mucho en conseguir que se instalara la anhelada calefacción. Sin embargo, más tarde añoré aquel tiempo de ambiente helado. La calefacción no sabe calentar el alma. El cuerpo se notaba amparado por el frío, pero el frío se iba adentrando cada vez más insistente en los repliegues del sentimiento.

También aquel abril tan estallante de sol y de esperanzas introdujo en España la corriente helada de un cambio drástico a causa de unas elecciones municipales convocadas para elegir concejales de todos los ayuntamientos españoles. La fecha se fijó para el 12 de abril. Aunque el resultado fue claramente favorable para los monárquicos, cuyo triunfo en las urnas fue absoluto, se consideró que en las capitales de las provincias los concejales republicanos tenían mayoría.