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Resulta curioso recordar que yo, en aquellos momentos, por primera vez noté una total desgana por todo. Incluso las joyas que tanto me habían impresionado a lo largo de mi existencia me dejaban indiferente. No me importaba perderlas. Sin embargo recogí todas las que pude porque la mayoría pertenecían a la madre de Alfonso y su hijo no quería que se extraviaran.

Aquella noche nada tenía verdadera importancia, salvo la enfermedad de mi hijo y las asustadas desorientaciones de sus hermanas.

Tres médicos se esmeraban en atender al enfermo: el doctor Elósegui, el doctor Pascual y el doctor Emilio Larru. Ellos se encargaron de comunicar a todos los sirvientes del palacio que el Príncipe de Asturias debía ser trasladado fuera de España, quizá para siempre.

Uno tras otro fueron desfilando para despedirse de él, con lágrimas y sollozos.

También el resto de mis hijos y yo nos despedimos de todos ellos sofocando llantos. Eran muchos años de fidelidades, de emociones compartidas y muestras de cariño lo que tanto ellos como nosotros íbamos a dejar atrás.

Lentamente los murmullos que rodeaban las afueras del palacio iban convirtiéndose en gritos desaforados. Los disturbios aumentaban y el terror de mis hijas también. «Mamá, ¿qué va a ocurrir?», preguntaba constantemente la pequeña. Resultaba inútil mi empeño en calmarlas. La multitud que rodeaba el palacio iba acrecentándose.

De improviso surgió un nuevo temor: alguien nos comunicó que tres sujetos estaban trepando por la pared principal del palacio. «Estamos perdidos, mamá», repetía Cristina asustada.

En vano procuré calmarla.

En efecto, los trepadores consiguieron llegar al balcón principal, pero no para cometer graves desafueros. Su intención era puramente teatral, gestera y bastante infanticlass="underline" se limitaron a quitar la bandera española para sustituirla por la republicana.

Hubo aplausos, risas y también pitidos. Los héroes, tras su hazaña, volvieron a deslizarse por la pared del balcón y, con aires de haber realizado un deber importante, se introdujeron de nuevo entre la masa que se apiñaba tras la verja mientras los aplaudían fogosamente.

De pronto sucedió algo inaudito, algo que jamás desde que llegué a España había ocurrido. En plena oscuridad nocturna, los canarios que dormían en las jaulas del palacio rompieron a cantar. Ignoro a qué se debió aquel fenómeno. Nadie lo entendía. Tal vez creyeron que, aunque el sol no alumbraba, la noche se estaba convirtiendo en día, gracias a los estallidos que lanzaba el griterío exaltado de las gentes.

Las noches en aquella época nunca habían sido ruidosas. Cuando el tumulto callejero empezó a disminuir, los canarios callaron.

Cuántas veces he pensado que, de hecho, aquellos cánticos eran réplicas monárquicas para defender nuestros derechos y al mismo tiempo aminorar nuestros miedos.

Pero el nerviosismo de mi hija pequeña persistía. Para tranquilizarla, aquella noche mandé que instalaran un camastro en la salita contigua a su habitación, para dormir con ella.

Desde allí intenté escribir cartas de despedida a varias personas, pero no pude.

De improviso empezaron a llegar a palacio nuestros familiares, algunas damas de la corte y varias ilustres personalidades que no habían desertado de nosotros. La primera en presentarse fue Rosario. Llegó acompañada de su marido. Su presencia fue un gran alivio para mí: «Hemos organizado todo para viajar a Francia con Vuestra Majestad», me dijeron. «Nunca se sabe lo que puede ocurrir en los casos extremos.»

Venían los dos con las maletas hechas y dispuestos a quedarse en el palacio toda la noche.

Inmediatamente después llegaron la duquesa de la Victoria, la condesa del Puerto, lady Carisbrooke y algunas nobles más, acompañadas de sus maridos.

Todos se instalaron en el palacio, en espera de la hora indicada para partir hacia Francia.

Se decidió que las damas se quedaran conmigo y los hombres se reunieran en el piso donde mi hijo enfermo yacía en la cama en espera del momento indicado para emprender el viaje.

Mientras dormía yo junto a mi hija, una de las damas me despertó a las cinco de la madrugada porque, según me dijo, un amigo de Alfonso acababa de llegar a palacio para comunicarme algo muy urgente.

Rápidamente salté de la cama, me puse una bata y salí a su encuentro.

El recién llegado era Joaquín Santo Suárez. No perdió el tiempo en formalidades. Con evidente nerviosismo me comunicó: «La revolución ha empezado, Señora», y añadió que de ningún modo nos trasladáramos a la estación del Norte porque había un montón de fanáticos que esperaban en esa estación a los «héroes» republicanos que venían del exilio.

«Será preciso utilizar un tren en otra estación.» También supe por él que Alfonso estaba en París y que nos esperaba en el hotel Meurice. Añadió que debíamos salir de palacio, por la puerta secreta, meternos en distintos coches y dirigirnos a El Escorial para introducirnos en el tren sin ser reconocidos.

Con semblante entre compungido y severo me insistió: «Señora, tal como están los ánimos, sus vidas corren peligro. Las calles de Madrid están llenas de gentes drogadas de odio».

Rápidamente se organizó todo para que las turbas que todavía rodeaban el palacio para abuchearnos ignorasen el trazado de nuestros proyectos. Para ello fue preciso advertir a los chóferes que no vistieran uniforme, que se pusieran una gorra vulgar y que retirasen de los vehículos cualquier insignia o detalle que pudiera delatar su procedencia real.

A las siete de la mañana, el capellán de palacio, padre Urriza, celebró misa ayudado por mi hijo Gonzalo que hizo de monaguillo. Asistimos todos los que aquella noche habíamos dormido en palacio.

Recuerdo ahora aquellas escenas como una realidad que no parecía real. Los hechos se distorsionaban y se convertían en extrañas percepciones que no permitían pensar, que sencillamente sucedían sin razones lícitas para que sucedieran.

El futuro se desvanecía. Tampoco el pasado era concreto. Lo único cierto y tangible era el presente. Un presente desgajado y desprendido de cualquier lógica.

Aquella misma noche supe que Bee acompañó desde España a la infanta Isabel (la tan querida Chata) a París. Aunque la república le ofreció que se quedara en Madrid, la tía de Alfonso no aceptó la propuesta y a pesar de ser ya muy anciana denegó el ofrecimiento y emprendió el viaje hacia la tierra vecina donde le esperaba un destino inmediato tierra abajo.

Tras la misa que se celebró en palacio, desayunamos todos en el comedor particular. El silencio en aquellos momentos era la verdadera elocuencia de mis comensales. El silencio y las miradas; especialmente la de Jaime. Su modo de observarme parecía tener voz. Más que mirarme, decía, transmitía y, sobre todo, tranquilizaba.

Verlo allí en aquellos momentos era como una garantía de placidez, de sosiego, de comprender que nuestra amistad podía más que todas las revoluciones del mundo, que su verdadera necesidad consistía en que yo confiara en él; pasara lo que pasara, él nunca iba a fallarme a mí. Inmediatamente después del desayuno, volví a despedirme de todas las personas que habían estado a nuestro servicio. Con voz firme y procurando mostrarme serena, les di las gracias por tantos años de lealtad: «Que Dios os bendiga», les dije. Fue aquella bendición lo que entrecortó la firmeza de mi voz. Carraspeé para dominarme. El tiempo apremiaba. De nuevo el silencio que nos mantuvo algo serenos durante la madrugada volvió a recrudecerse.

La gente revoloteaba en torno al palacio con abejeos desaforados y vivas provocativos contra la monarquía.

Los vehículos estaban ya en el lugar indicado. Uno de los chóferes se ofreció para trasladar a mi hijo enfermo al coche. Su extrema debilidad le impedía andar. «Descuide, Majestad; tengo buenos músculos», dijo para tranquilizarme.