Ya instalados en el coche, comenzamos el éxodo hacia la carretera que conducía a El Escorial.
Fueron varios los que, tras pasar la noche en palacio, se empeñaron en acompañarnos. Me negué rotundamente. El riesgo era demasiado grande. No quería añadir remordimientos al vertiginoso malestar que nos invadía.
«Los españoles son muy vehementes y apasionados. Sería un cargo de conciencia para mí si algo grave ocurriese», les dije.
A pesar de todo, la caravana de coches que nos acompañó a la estación de El Escorial fue nutrida y en cierto modo contradictoria.
En ella destacaban seres que, poco o mucho, habían contribuido a la derrota de la monarquía. Pero en aquellos momentos se sentían parte de nuestra propia desgracia.
Evoco ahora al almirante Aznar, al conde de Romanones, al marqués de Alhucemas y a José Antonio Primo de Rivera.
José Antonio era joven y parecía dispuesto a desafiar al mundo, acaso para vindicar en cierto modo la solitaria y patética muerte de su padre. Fue una muerte sin boatos, en un hotel de segunda, cuando, al poco tiempo de abandonar España para instalarse en París, salió de este mundo solo, desengañado y perdido en constantes reproches de los que, siete años atrás, habían sido sus proclamadores de alabanzas.
Recuerdo que en un momento dado le dije: «Con tu padre vivo, nunca hubiéramos llegado a esto».
Me duele recordarlo ahora. Tampoco él sobrevivió a la catástrofe que, cinco años después, dejó a la tierra española herida de muerte por una guerra civil que Alfonso quiso evitar.
Al llegar a Galapagar nos detuvimos. Faltaba todavía más de una hora para que el tren que debía trasladarnos a la frontera despegara de la estación.
Descendí del coche y me senté en una roca. Alguien me fotografió fumando un cigarrillo. Lo necesitaba. El día despejaba su noche muy lentamente a causa de la bruma que nos envolvía y yo precisaba darme un descanso.
De hecho aquel descanso servía para decir adiós a todos los que nos habían acompañado hasta allí.
No quería que al verme entrar en el tren como si fuera una reclusa huida pudieran regodearse con mi derrota.
Me despedí de ellos con agradecimiento y alabanzas, a sabiendas de que algunos no habían vacilado en traicionarnos descaradamente.
Les dije adiós. Los llamé leales y les supliqué que regresaran a Madrid cuanto antes, para evitar problemas. «No me sigan, por Dios, no me sigan», les supliqué.
Me obedecieron. En el fondo les convenía obedecerme. España empezaba una experiencia nueva que no querían de ningún modo perderse ni malograr.
Pocos fueron los que se negaron a despedirse. Entre ellos destacaban los Lécera: ellos no me obedecieron. Se unieron a mí dispuestos a compartir el exilio con todas las consecuencias. Sabían que los necesitaba, que sus presencias eran la garantía de mi estabilidad. Dudo mucho que sin aquellos dos amigos mi ecuanimidad hubiera conseguido permanecer inalterable.
No puedo decir con exactitud cuál era mi estado de ánimo. Tal vez no fuera yo la que se estaba controlando. Acaso la presencia de ánimo de Jaime estaba contagiando de tranquilidad mi forma casi placentera de actuar.
Con los Lécera y algunos acompañantes verdaderamente leales, llegamos a la estación sin excesivos inconvenientes. Una vez allí nos introdujimos en la sala de espera. De improviso contemplé frente a mí la figura de un hombre muy alto que me miraba entre sumiso y preocupado. Me habló en inglés. Se llamaba George Graham y era el nuevo embajador de Gran Bretaña. Azorado y un poco avergonzado por haber descuidado su obligación de presentarse en palacio, me preguntó si podía ayudarme.
«Demasiado tarde», le dije. «Ya no es posible hacer nada.» No supo replicarme. La brevedad de su puesto en la Embajada y su falta de experiencia habían inutilizado los resortes esenciales de su cargo. No hubo excusas. Sólo silencio y una gran dosis de vergüenza por su parte.
Las gentes que aguardaban en la estación pronto se enteraron de nuestra presencia. Se notaba en la forma de cuchichear entre ellos. «¿Será la reina?», se preguntaban.
Cuando llegó el tren inmediatamente fue conectado con el vagón destinado a la familia real. Una vez más fue preciso la ayuda del chofer para trasladar en brazos a mi hijo enfermo.
No se quejaba. Tampoco yo, aunque, presa del dolor que me estaba destrozando mientras contemplaba aquella escena, perdí el dominio de mí misma. Los cinco hijos que me acompañaban se instalaron junto a mí sin quejas y sin causar problemas. Incluso Alfonso, pese a su enfermedad, trató de adaptarse lo mejor posible a la incómoda situación en la que nos encontrábamos.
El duque de Zaragoza vino a informarme de que, como conductor honorario de la familia real, tenía la facultad de conducir el tren. Fue él quien, seguro de sí mismo y de sus conocimientos, inició nuestro verdadero exilio camino de Francia.
El rodaje comenzó en cuanto todos estuvimos asentados y dispuestos a iniciar el éxodo hacia un porvenir hecho de interrogantes. Había posteridades que se negaban a ser diáfanas.
Dolía mucho escuchar el rodar sobre los raíles, ver las campiñas floreciendo, los árboles plagados de ramas nutridas de hojas, el verde intenso del césped que, fiel a la primavera, se mantenía espeso y resplandeciente y comprender que tal vez ya nunca volveríamos a recuperar lo que íbamos dejando atrás. En ocasiones aquellas llanuras me retraían a los años de mi infancia; la isla de Wight, la floresta de Balmoral, el carácter severo de la abuela Victoria, sus constantes recriminaciones por no saber comportarme con la rectitud propia de una princesa.
De pronto, los remordimientos: «¿Habré sido yo la causa de este desastre?», me preguntaba. En ocasiones era como si la abuela me estuviera culpando por el final de la monarquía española.
Recuerdo que interiormente me disculpaba ante ella: «Si la culpa es mía, no fue voluntaria, abuela. Siempre imaginé haber obrado oportunamente. Yo quería a España».
El tren continuaba avanzando. Lo peor era detenerse en algunas estaciones. El griterío de los exaltados dando vivas a la república iba en aumento. Luego estaban los cantos entonando aquel sonsonete con cadencias de pasodoble que los republicanos llamaban Himno de Riego. Recuerdo aún su triste y lamentable letra:
Si los curas y frailes supieran
La paliza que les vamos a dar
Subirían al coro cantando:
Libertad, libertad, libertad.
Aquellos estribillos podían oírse en todas las estaciones donde el tren debía detenerse. Nunca he podido comprender cuál fue la causa que propulsó a la incipiente república a comenzar su andadura destilando tanto odio.
¿Por qué?, me preguntaba. ¿Por qué? Pero las respuestas de aquella jornada parecían esconderse tras un absurdo racionalismo que solamente pretendía triturar estrategias razonables.
Procurando mantener la calma, me propuse dar la impresión de que lo que estaba ocurriendo carecía de importancia. Lo peor fue cuando, ya muy cerca de Ávila, nuestro tren se cruzó con los vagones que venían en dirección contraria, plagados de exiliados republicanos. Los gritos desaforados que lanzaban a punto estuvieron de herir mi supuesta flema inglesa. Fue la inesperada presencia de Jaime, frente a mi asiento, lo que logró dominarme. De repente lo vi bajo el dintel de la portezuela, mirándome con aquella cálida sonrisa que desde que lo conocí venía sosegando los arrebatos internos que pugnaban por desmontar mi ecuanimidad: «No hay que hacer caso, Señora. Los españoles somos así: precisamos hacernos notar. No nos resignamos a ser "nadies". Queremos siempre ser "algo", y el que no lo consigue por las buenas, se lanza a guerrear por las malas», dijo con aire chancero.
Añadió luego en el mismo tono que España necesitaba estar en los extremos. «Acaso por nuestra posición geográfica», continuó bromeando.