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Aquella breve visita fue un incentivo grande no sólo para mí, sino también para mis hijos.

De repente hubo otro sobresalto. Al llegar a Ávila, el duque de Zaragoza entró con aire alarmado en nuestro departamento: «Señora, todos debemos bajar inmediatamente al andén. El vagón real corre peligro. Se está incendiando el motor del tren».

No podía creerlo. Parecía como si una maldición implacable se empeñara en destruir las escasas fuerzas que todavía nos mantenían en pie.

De nuevo un traslado. Las maletas, los baúles, los llantos silenciosos de Cristina, el cuerpo de mi hijo enfermo extrayendo fuerzas de flaqueza para ayudar a los que le estaban sacando del tren.

En la estación de Ávila nos reconocieron. Alguien lanzó un tímido «Viva la reina» que mis acompañantes trataron de sofocar. «Por favor, no digan nada. Es peligroso».

Nos introdujimos en un tren común. Estaba prácticamente lleno. Al entrar en el vagón que nos habían indicado, todos los asientos se veían ocupados. Iba a abandonarlo cuando un muchacho, que sin duda me reconoció, me cedió el asiento. Se lo agradecí. Él se acurrucó en el suelo, junto a la portezuela que se comunicaba con otro vagón. Era inglés. Mis hijos, incluyendo al enfermo, se instalaron en otro vagón más apropiado para ellos.

Le supliqué a Jaime que tratase de ayudar a mi hijo mayor: «Descuide, Señora, todo está resuelto. He conseguido que el jefe de la estación le permita ocupar un lugar reservado», me tranquilizó. «Rosario está con él.»

Durante unos instantes, Jaime se quedó en el pasillo de pie. Sonreía. Siempre sonreía. Era difícil entablar una conversación con él; entre su sonrisa y mi cansancio, había un cúmulo de cabezas que nos impedían comunicarnos con palabras. Una vez más fueron sus ojos los que me dieron a entender que a veces la distancia podía ser un factor muerto que no servía para desunir. Que nada enriquecía tanto la soledad como la cercanía de una mirada amable y que, por mucho que pretendiéramos disfrazar de indiferencia las actitudes rutinarias, cuando en medio de las desgracias brota un leve soplo de felicidad, es porque más allá de las trampas que nos ofrece la vida se puede alcanzar lo que consideramos inalcanzable.

***

Seguramente me habré quedado dormida. O tal vez no. Acaso mientras recordaba, el sueño se ha introducido en mis pensamientos, porque de pronto he recuperado con todo detalle nuestra llegada a la frontera francesa.

Otra vez un cambio de tren: los raíles españoles no coincidían con los franceses y había que bajar de nuevo al andén para acomodarnos en el vagón del país vecino. Afortunadamente las ayudas prestadas por el Gobierno francés facilitaron el traspaso con un despliegue grande de comodidades. No puedo recordar la hora. El día se mantenía radiante aunque ya algo envejecido. Al entrar en el nuevo vagón, algo parecido a un eclipse se apoderó de mi ánimo. El aire que allí se respiraba ya no era español. Tampoco lo era el modo de hablar, ni el trato amable y respetuoso que nos deparaban, ni el traslado de un tren al otro con mi hijo por fin instalado en una camilla.

Fue en aquellos momentos cuando repentinamente un soplo del futuro me dio a entender claramente que la España que acabábamos de dejar iba a ser en adelante un proyecto destruido, un sueño desoñado, una ilusión frustrada y un amor imposible.

Aquella sensación me turbaba. Me costaba asimilar lo que estaba ocurriendo. Nada tenía sentido. La vida que nos esperaba no podía ser verdadera sin recuperar lo que durante tantos años (buenos o malos) había constituido las razones primordiales de nuestra existencia.

No me resignaba a imaginar que en adelante todo lo que había configurado las causas esenciales de nuestro proseguir iba a quedarse en simples ecos de cosas muertas.

Aquella sensación se unía a un cansancio infinito y a una total desgana de todo. La falta de sueño, la tensión constante causada por los vaivenes improvisados y las incógnitas que desde hacía dos días venían agobiándonos de indecisiones, de dudas, de todo lo que de puro inesperado se volvía versátil e inexorable, cualquier razonamiento, por muy sensato que nos pareciera, carecía de estabilidad.

Aunque el traslado al tren francés constituía una garantía para nuestras vidas, el porvenir continuaba siendo un arcano.

Recuerdo que en cuanto el tren despegó, experimenté algo parecido a un desmayo. Era una sensación casi agradable. Las voces de cualquier sonido se iban volatilizando en mis percepciones sensoriales.

Al parecer me quedé dormida. Llevaba tantas horas en vela. El cuerpo humano, por mucho que confíe en su resistencia, cuando el mundo se desploma sobre él no es más que un amasijo de voluntades débiles y distorsionadas, cuyos intentos de fortaleza se nutren siempre de precariedades. Aquel sueño me valió para que, al llegar a París, las fuerzas recuperadas me devolvieran la capacidad de afrontar cualquier contingencia adversa que pudiera salirnos al paso. Alfonso había programado una estancia temporal en el hotel Meurice hasta instalarnos definitivamente en un lugar cercano a la capital, para evitar comunicaciones constantes con personajes que pudieran propiciar su regreso a España.

Eso era lo que el Gobierno republicano había acordado con el Ministerio de Asuntos Exteriores francés a cambio de facilitar el destierro.

Se pensó en asentarnos en alguna villa situada en Chantilly o en Compiégne, pero al final se decidió acomodar un ala grande y privada en el hotel Savoy, situado en Fontainebleau, donde nos instalamos definitivamente dos meses después de salir de España.

Sin embargo Alfonso mantuvo una habitación en el hotel Meurice para no perder contacto con las altas jerarquías que podían facilitarle datos importantes susceptibles de facilitar su regreso. Y, por supuesto, para recibir las visitas privadas de las que, ni siquiera en el exilio, fue capaz de prescindir.

Lo primero que hicimos al llegar aquella tarde a París fue ingresar a nuestro hijo en una clínica de Neuilly.

Su estado era lamentable. Lo estoy viendo ahora inmerso en un desfallecimiento extremo, casi desconectado de síntomas vitales. Los médicos trataban de tranquilizarme: «Confíe en nosotros, Majestad. No vamos a dejarlo solo ni un instante».

Mi intención era quedarme con él. No me resignaba a verlo desfallecer sin mis cuidados. Era mi hijo. Era aquel niño que, al nacer, fue presentado a la corte con todos los honores, envuelto en encajes sobre un colchón de seda cubriendo una bandeja de plata. También era una mirada de ángel cuando correteaba alegre por los jardines de La Granja y trataba de ayudar a su hermano sordo, como si la discapacidad de Jaime fuera una lacra mayor que la suya.

El alma se me encogía cuando me vi obligada a separarme de él. «Hijo mío.» No sabía qué decirle. En aquellos momentos nada tenía importancia frente a la obligación de abandonarlo en aquel lugar sin la posibilidad de cuidarlo. «Volveré en cuanto pueda.»

Lo besé como hacía siempre: procurando que mis labios no dañaran su piel.

También él me besó. «No sufras por mí, mamá; pronto mejoraré.» Era valiente, era sencillo, nunca causó problemas. Tenía veintitrés años. Veintitrés regalos que el paso del tiempo se permitía concederle. ¿Hasta cuándo? Dios lo sabía. Cada instante que pasaba era para él un soplo de vida prestada.

Al regresar a París confiaba en que Alfonso se uniera a la desolación que yo, tras mi viaje a Neuilly, estaba soportando.

En fin de cuentas él era el padre; el hombre orgulloso de un niño rubio y hermoso que había conseguido emocionarlo cuando, tras acondicionarlo debidamente y revestido con pañales dignos de su rango, lo pusieron en sus brazos.

Pero cuando me vio llegar apenas hizo preguntas. La salud de su hijo en aquellos momentos era un contratiempo más. Un incómodo suceso que bien endilgado no representaba contrariedades insolubles. En lo que a mí se refiere, yo para él era ese horizonte que nunca cambia; alguien a quien se debía aceptar por obligación.