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En vano intenté despejar la densa masa de nubes que en los últimos años de nuestro matrimonio iban distanciándonos cada vez más.

Imposible. Las constantes discusiones y disputas que habían proliferado entre nosotros tras la muerte de su madre pugnaban por mantener nuestra convivencia en una barra de hielo de difícil descongelación.

Aquella misma noche, Jaime Lécera se presentó en nuestro hotel para interesarse por mi viaje a Neuilly. Me vio desencajada. No hizo preguntas. Propuso respuestas. Desplegó una serie de planteamientos que acaso podían satisfacerme. Para empezar me comunicó que Rosario había considerado necesario organizar el viaje de sus hijos a Francia para que se reunieran con ellos. Todo está previsto. «Viajarán con su institutriz», y enseguida añadió: «Me temo que el regreso de Vuestras Majestades a España puede convertirse en una opción lejana». Y tras un breve silencio continuó diciendo: «También nosotros hemos elegido el exilio. No queremos dejarla sola, Señora».

Añadió enseguida que pensaban instalarse en Francia con sus hijos hasta que la república feneciera. «España es un país esencialmente monárquico y, mientras tanto, Rosario y yo seguiremos estando al servicio de Vuestra Majestad, pase lo que pase.»

Su decisión me conmovió profundamente. Cuanto más trataba a aquel matrimonio, más percibía la gran distancia que mediaba entre ellos y los amigos de mi marido.

En las amistades de Alfonso siempre prevalecía el afán de «ser algo importante». Eran mitos que revoloteaban en torno al rey para beneficiarse de su compañerismo y conseguir prebendas que nada tenían que ver con lo que la verdadera amistad procura y ofrece.

No obstante, Alfonso no era capaz de percibir la realidad de aquellos «amigos». Convencido de sus propuestas y halagos, se notaba seguro entre ellos.

Varias fueron las veces que yo intenté abrirle los ojos: «Se valen de ti para explotarte». Pero mis advertencias sólo servían para sacarlo de quicio. No quería admitir mi forma de plantearle sus errores. Era susceptible y cualquier advertencia podía suponer para él algo parecido a un insulto.

En su descargo debo admitir que Alfonso aquellos días se debatía entre un manojo de cuestiones difíciles de resolver. A los enigmas de nuestro futuro, se añadieron infinidad de complicaciones que requerían urgencia.

Fueron días agotadores para él. Ni siquiera pudo ir a la estación para recibir a su tía la infanta Isabel por la necesidad de desplazarse a Londres y procurar que nuestro hijo Juan pudiera ingresar en una escuela naval inglesa.

No volvió a verla. Recuerdo que a los cinco días de su viaje a París, Bee, que con su hijo Ataulfo la había acompañado en el viaje a Francia, me llamó para decirme que la famosa «Chata» estaba muy grave.

Murió diez días después. Alfonso sólo pudo llegar a tiempo para asistir al entierro.

Día a día, la tensión que nos atenazaba iba en aumento; el mundo parecía desplomarse. Nada contribuía a suavizar la situación. Al contrario, todo era un gran amasijo de despropósitos.

Las fricciones entre mi marido y yo eran constantes, especialmente cuando nos instalamos en el hotel Savoy de Fontainebleau.

La belleza de aquel lugar y la paz que los paisajes y edificios palaciegos nos ofrecían no bastaban para estabilizarnos y mantenernos sosegados. Tanto mis cuatro hijos como yo teníamos la impresión de que estábamos viviendo de prestado. Las noticias que nos llegaban de España eran cada vez más desalentadoras. Todo parecía mantenerse en el aire. Nada conseguía la estabilidad que precisábamos. Alfonso apenas vivía con nosotros; apoyado en excusas a veces reales pero casi siempre falsas, no dudaba en desplazarse a París donde continuaba buscando olvidos de situaciones desagradables, procurando sutilizar satisfacciones nuevas en su habitación parisina del hotel Meurice.

Creo que nunca como entonces la tensión que venía atosigándonos desde la muerte de la reina Cristina, lejos de suavizar nuestro trato, lo iba crispando cada vez más.

De no haber mediado la presencia de mis hijos, aquella estancia en Fontainebleau hubiera sido un amago de infierno. Ellos fingían ignorar mis decaimientos, pero no desperdiciaban la ocasión de mostrarse unidos a mí y dispuestos a paliar mis derrotas internas con distracciones triviales de escasa eficacia. Sobre todo Gonzalo, aquel muchacho recién salido de la adolescencia. El cariño que me profesaba fue siempre una prioridad en su corta vida.

Gonzalo era inteligente, estudioso y alegre. Era aquella alegría llena de bondad lo que garantizaba una vida para él plena de augurios felices.

Aunque enfermo como su hermano mayor, no se mostraba vencido por aquella lacra. Al contrario, incluso bromeaba cuando, por diversas causas, salía a relucir el tema maldito que empañaba mi estirpe.

De hecho Gonzalo, aunque hemofílico, no alcanzaba el grado de gravedad que constantemente amenazaba a su hermano.

En Fontainebleau fue feliz. Le gustaba el arte. Le entusiasmaba contemplar la belleza de aquellos parajes; la armonía de su inmenso Palacio Real y la arquitectura de las villas que flanqueaban la ciudad. Luego estaba el cántico sedoso del arbolado profuso que la brisa proporcionaba en los silencios nocturnos. Todo allí despertaba en él sensaciones positivas.

A veces se adentraba en mis habitaciones particulares para departir conmigo. Le complacía analizar al alimón hechos claves del momento; calibrarlos y exponer sus opiniones.

También a él le atraía la lectura. Los libros eran sus verdaderos mentores. Creo que de haber superado las terribles consecuencias de su enfermedad, Gonzalo hubiera llegado a ser algo más que el hijo de unos reyes destronados. Tenía talento y una gran tenacidad bien encauzada.

En cierta ocasión, tras haber mantenido una violenta discusión con mi marido, siempre protagonizada por ambigüedades llenas de reproches vacíos, me encontró llorando. En vano procuré disimular aquel inoportuno brote de desaliento. Siempre intentaba que mis hijos ignorasen cuánto me dolía vivir marginada de su padre.

De pronto se echó en mis brazos: «No llores, mamá», me decía. Su voz vacilaba. Comprendí que mi sufrimiento era también el suyo. Lo abracé. «No te preocupes, hijo: a veces me cuesta dominarme. Pero ya ha pasado todo. No te alarmes.»

No obstante, Gonzalo sabía que yo sufría, que mis empeños en mantenerme serena ya no surtían efecto, que la soledad verdadera consistía en soportar, sin alicientes, soportes que no servían. «Mamá, no quiero que sufras.»

Quería verme feliz. Quería que mi fortaleza nunca se derrumbara. «Tal vez algún día, cuando todo este jaleo termine, tú y yo podamos conocer un futuro estable. Yo nunca te dejaré, mamá.»

Pero me dejó. Primeramente porque se decidió que debía estudiar en la Universidad de Lovaina. Luego por un torpe y aparentemente inofensivo accidente que segó su vida al borde de cumplir veinte años.

Por aquellas fechas su hermano enfermo, ya recuperado de su desfallecimiento, trataba de estabilizar su mejoría en una clínica de Suiza.

Para entonces Alfonso y yo llevábamos ya varios años separados. La constante presencia de los Lécera lo sacaba de quicio. Como buen español era celoso. Según su criterio él podía tener «amistades» femeninas a su antojo. Pero yo era mujer. Las mujeres existían para adornar, para cumplir con su función femenina, pero sin poner en peligro la integridad y el dominio del marido. Los maridos eran sagrados y las mujeres debían soportar sin chistar sus trayectorias rectas o desviadas.

A los dos meses de instalarnos en Fontainebleau, los Lécera hicieron lo mismo. Su villa era desahogada y se hallaba situada en la zona cercana al bosque que el pequeño afluente del Sena alimentaba.

Visitarlos era un descanso grande para mis cansancios conyugales. Recuerdo que sus hijos, recién llegados de una España inmersa en un caos total, cuando me vieron se echaron a mis brazos. Desorientados por lo que estaba ocurriendo, no eran capaces de comprender la precaria gravedad de lo que sucedía.