Alfonso conservó las habitaciones privadas del hotel Royal de Fontainebleau para que sus hijos tuvieran un lugar donde vivir, pero él casi siempre estaba ausente. Tras nuestra separación viajaba constantemente: era una forma de olvidar su desilusión por el reino perdido.
En cuanto a mis hijas y Jaime, acabaron instalándose en Roma.
Recuerdo que, poco después de la ruptura de nuestro matrimonio, yo me desplacé a Suiza para visitar a mi hijo enfermo. Me sorprendió verlo tan recuperado: ya no era aquel despojo de hombre que salió de España precipitadamente.
Su mejoría era notable. Incluso había ganado peso. Me aseguró que era muy feliz. Que el sanatorio era un lugar alegre donde los enfermos gozaban de una gran paz. También había distracciones: «Aquí nadie se aburre, mamá».
No lo decía para tranquilizarme. El modo de exponerme su notable mejoría era demasiado exultante para que escondiera aspectos adversos. «Este lugar me está salvando», me aseguraba.
Su forma de expresarse era serena. No mentía. Por primera vez en mucho tiempo, mi hijo parecía distendido, alegre y seguro de sí mismo.
Al regresar a Fontainebleau, transmití a los Lécera mi alegría: «El sanatorio ha inyectado vida a mi hijo», les dije. Todo parecía asentarse en un cálido bienestar que llevaba mucho tiempo extraviado en desconciertos.
Recuerdo que tras aquella visita me sentí totalmente despojada de un pasado demasiado doloroso. Era libre. Tenía la libertad que mi condición de reina destronada avalaba. Fue tras mi viaje a Suiza cuando al llegar a Francia decidí remachar aquella libertad realizando algo que Alfonso, a pesar de mis constantes requerimientos, nunca me permitió que hiciera. Me dirigí a una peluquería y me corté el pelo. Fue entonces cuando comprendí que verdaderamente yo era ya una mujer emancipada.
En cuanto a Fontainebleau, aunque también era un lugar pacífico, no carecía de entretenimiento. El centro de la pequeña ciudad ostentaba grandes vías callejeras repletas de tiendas lujosas, cines, teatros, restaurantes y toda clase de propuestas atractivas que, por primera vez desde que yo había llegado de España, tuvieron un sentido dinámico para mí.
Aquella noche recuerdo que los Lécera decidieron celebrar mi regreso participando del bullicio en el centro de la ciudad.
Allí la gente que nos rodeaba parecía carecer de problemas. Se escuchaban músicas escapadas de diferentes lugares. Nada era triste. Todo invitaba a olvidar brumas y tormentas.
Fue una velada llena de magia. Una magia como arrancada de aquel inmenso y profuso bosque que siempre aromaba a esperanza.
No obstante, debo reconocer que, a pesar de la euforia que me rodeaba, algo entre nostálgico y doloroso pugnaba por sofocar la placidez de mi nueva vida.
Me ocurría con frecuencia. No podía evitarlo. De pronto surgía Alfonso. Lo veía triste, decaído, inmerso en desconciertos. Recordarlo entonces era una especie de castigo por haberme separado de él.
De nuevo me atormentaba su constante decaimiento, su tristeza crónica y aquella forma desviada de exponer las vanas esperanzas de restaurar lo que a todas luces era sólo una entelequia.
Probablemente lo que más le dolía no era haber perdido el derecho de ser rey; su verdadero dolor era comprender que el pueblo ya no lo quería, y que los amores perdidos casi nunca se recuperan.
Muchas veces me he preguntado por qué extraña razón el recuerdo de Alfonso se volvía tan latente. ¿Era por culpa de un tormentoso remordimiento? No lo creo: jamás me arrepentí de haber convivido cinco años con aquella pareja y sus hijos.
El respeto que me profesaron nunca fue violado. Y aunque el trato cotidiano era familiar, jamás se transformó en un vulgar desfalco de promiscuidades.
Lo que hubo entre Jaime y yo era evidente. Sentirse querida por un hombre de su talla fue para mí un privilegio que hasta entonces jamás había conocido. A su lado yo era feliz. Bastaba escuchar su voz y contemplar su sonrisa para que los resortes más firmes de una dicha grande y apacible traspasaran mis posibles brotes de tristeza para inyectarlos de una placidez exultante de felicidad.
Si lo que yo sentía era amor, era un «amor-amistad». Un amor agradecido, firme y profundo. Un amor que jamás rozó el desencanto y la aspereza de los celos.
Tal vez hubo momentos un tanto peligrosos. La atracción mutua confesada constituye siempre un peligro. Pero supimos sortearlo. Seguramente, el miedo a destruir nuestra gozosa compenetración fue el detonante que nos permitió vivirla sin ensuciarla.
Lo que importaba era la placidez de nuestro día a día, siempre endilgado por trazados limpios. Amar de aquel modo no me parecía grave. Lo esencial consistía en estar juntos, departir con él, escuchar sus opiniones, compartirlas con las mías y grabarlas en la memoria para recordarlas cuando las exigencias del futuro nos separaran.
A decir verdad, el futuro entonces no constituía un motivo grande de preocupación. Cuando nos embriagamos de dicha, el futuro no cuenta. No existe. Se escapa de la realidad.
Lo único que contaba para nosotros era el presente. Un presente completamente distinto de los «presentes» pasados, llenos de grandezas, faustos, pompas y boatos, pero vacantes de comunicaciones sentidas, de ideales compartidos y, sobre todo, de esos pequeños detalles que no precisan palabras para que se nos adentren en lo más profundo de nuestras sensibilidades.
Todavía ahora, desde mi vejez, los recuerdos de aquellos cinco años afloran con la misma fuerza que afloraron cuando los viví.
A lo mejor vienen a mí en forma de frases: «¿Sabes, Ena? Digan lo que digan, la verdadera duquesa de Lécera eres tú» o «Si fuera posible escapar juntos a una isla del Pacífico». Y tantas otras más que, aunque inmersas en lejanías, de pronto rozan mis oídos como si acabara de escucharlas.
Generalmente Jaime se mostraba siempre algo distante conmigo cuando Rosario nos acompañaba. Sin embargo estoy convencida de que Rosario conocía la verdad de nuestros mutuos sentimientos. Incluso a veces fingía ocupaciones, probablemente carentes de importancia, para dejarnos a solas.
Jaime gustaba de acompañarme por la ciudad cuando yo precisaba algo. Todo en Fontainebleau era interesante. Cada esquina rezumaba historia. Bastaba el Gran Palacio Real, convertido ya en museo, frente a un lago privado rodeado de inmensos árboles y plantas floreadas impregnadas de raros matices, para considerar aquel lugar como una especie de paraíso.
Todo cuanto nos rodeaba era exultante. Más de una vez Jaime y yo nos habíamos adentrado en aquel inmenso paraje tan nutrido de belleza sólo para sentirnos arropados de aquella espesa vegetación irisada de coloridos y formas diversos siempre bien armonizados.
Recuerdo que, en cierta ocasión mientras paseábamos, surgió un bloque de matorrales verdes que sostenían flores blancas. Me detuve. Algo que jamás pude olvidar se estaba manifestando en aquellas ramas. «Cuidado, Ena. No las arranques: son venenosas.»
Otra vez el pasado violando la ecuanimidad del momento. Todo se deformaba ante la presencia de aquellos matorrales espesos.
– ¿Qué te ocurre, Ena?
Era difícil explicarle a Jaime que los recuerdos pueden tener forma de flor. También lo era saber que incluso las flores pueden convertirse en reinas destronadas y disminuidas.
– Se llaman adelfas -le expliqué-. Son venenosas. -Jaime no comprendía-. Eso me dijo Alfonso en Biarritz el día que pidió mi mano.
Debí comprender entonces que aquella advertencia era un aviso y que a pesar de la enorme felicidad que tanto él como yo en aquellos momentos experimentamos, las flores que contemplábamos nos estaban indicando algo que debía ponernos en guardia.
Jaime me miraba extrañado.
– No me hagas caso -acabé diciéndole para tranquilizarlo-. Estoy divagando.
Durante unos instantes continuamos caminando hacia el inmenso edificio del Palacio Real. Íbamos en silencio. También aquel edificio era ya un lugar vacío de vida. Resultaba difícil aceptar que el vértigo de todas las grandezas y bajezas manifestadas en aquel lugar: entusiasmos, músicas, voces, miedos, alegrías, esperanzas, desilusiones, rencores y odios, se hubiera apagado a través de los siglos.