La boda de mi hijo Alfonso no fue un acto relevante. Al contrario, se celebró como de puntillas y en la más rigurosa intimidad.
En cierto modo, la negativa de Alfonso a formar parte de aquel acontecimiento era una manera de desligarse de lo que durante tantos años se había negado a realizar. El Príncipe de Asturias de ninguna forma podía haber servido a la corona si en el futuro la monarquía llegara a restaurarse. Débil, poco preparado y ansioso de vivir desinhibido de problemas políticos y aferrado a quien lo quisiera de verdad, mi hijo buscaba consuelo en alguien que pudiera hacerle un poco feliz.
Su amor por la cubana no era una entelequia. Estaba verdaderamente enamorado de ella. «Te lo aseguro, mamá. Al lado de Edelmira yo seré feliz.»
Al salir de la iglesia, mis hijas y yo lo acompañamos a la estación. Pensé que Alfonso había asumido totalmente los gastos de nuestro hijo; sin embargo, la realidad o quizá la falta de una madurez que mi hijo jamás pudo alcanzar convirtieron su viaje de novios en un verdadero descalabro.
Afianzados en la postura de «hijos de un rey», fueron introduciéndose en el laberinto de los desconciertos hasta verse forzados a caer en pequeñas bajezas, que, cuando lo supe, me causaron una auténtica descarga de dolor.
Se lo dije a Jaime: «Acaban de asegurarme que mi hijo y Edelmira se ven obligados a pagar los hoteles exhibiéndose en el comedor para atraer a los huéspedes».
Jaime asintió: «Lo sabía, pero no me atrevía a decírtelo».
Tres años duró aquella pantomima.
El amor de Edelmira probablemente fue sólo una fascinación causada por el hecho deslumbrante de casarse con el heredero de una corona que, aunque perdida, seguramente podía recuperarse.
El hecho fue que tres años después, cuando en España estalló la Guerra Civil, Edelmira, harta ya de esperar lo que jamás conseguiría (ser «alguien» en la alta sociedad), telefoneó a la infanta Eulalia para comunicarle que dejaba a su marido y que se iba a América.
Otra guerra. Otra incertidumbre. Otro dolor quebrando la vida de mi hijo y la mía.
Alfonso continuaba enamorado de aquella mujer. Desesperado, al verse abandonado corrió en su búsqueda con la esperanza de reconquistarla. No podía admitir que tanta efusión compartida pudiera repentinamente esfumarse.
Al parecer, cuando se vieron en Nueva York era tal su necesidad de ella, que no vaciló en mentirle: le aseguró que su renuncia al trono no era válida. Pero Edelmira no quiso escucharlo. La falta de salud de su marido podía soportarse en un sanatorio, pero en la vida corriente no era posible encajarla. El amor-pasión siempre es precario. Es como el hielo: guarda y conserva, pero cuando se despedaza, se deshiela y se convierte en agua.
Desmoralizado, mi hijo no se conformaba con afrontar la vida a solas. La quería. La necesitaba. Sobre todo, precisaba sentirse apoyado, protegido y también querido.
Su padre, desde la distancia, le adjudicó un secretario que administraba sus gastos a costa de mi marido. Pero aunque con la vida resuelta, mi hijo se notaba desarraigado, triste, desesperado.
Durante su estancia en América sufrió percances que, como siempre, exigieron varias transfusiones de sangre. Un año después obtuvo el divorcio en La Habana.
De nuevo la soledad, el vacío y la maldición de la adelfa empañando cualquier vestigio de esperanza.
Por aquel entonces España continuaba también enferma de hemofilia política. En el frente de Teruel, España se desangraba. Nada en el entorno de mi vida, salvo el aliento que me habían prestado los Lécera, era positivo. Pero en aquella época los Lécera ya no estaban conmigo.
Iba a correr a su lado cuando me dijeron que Alfonso se había casado por lo civil con otra mujer. Era hija de un dentista y ejercía de modelo. Viajaron a Miami. Recuerdo su nombre: María Rocafort. Aquel amor duró poco. Menos que el anterior.
Desmoralizado, mi hijo vivía muriendo entre hospitales y cabarets. Quería sentirse sano, normal y capacitado para llevar una existencia sin problemas crónicos. Se negaba a ser un andrajo de hombre con sensibilidad de coloso. Se obstinaba en ser una persona corriente, sin lacras ni desalientos, y deambulando por Miami topó con otra mujer.
Fue en septiembre. Un septiembre fatídico que jamás pude olvidar. Ella era prostituta. En ocasiones son esas mujeres las que mejor comprenden las miserias de los hombres desesperados. Mi hijo era uno de ellos. Tenía ya treinta y un años, era guapo, era sensible y sobre todo estaba destruido. Al acercarse a ella se identificó: «Sólo pido un poco de cariño: estoy enfermo y seguramente pronto moriré. Por favor, sé buena conmigo», le dijo. «Soy muy desgraciado.»
Se llamaba Mildred Gaydon y tenía cuatro años más que mi hijo. Al principio Mildred, algo reticente, le respondió que ella no era una ramera fácil. «No importa. Sólo pido que me escuches. No voy a exigirte más. Necesito comunicarme, estoy solo y mi vida pende de un hilo. Por favor, ayúdame.» Lo suplicaba porque sabía que las prostitutas saben ayudar. Comprenden. Y sobre todo asumen los hundimientos ajenos como si fueran propios. También ellas en cierto modo arrastran en la precaria faceta de su condición el deseo angustioso de ser comprendidas.
Tal vez por eso aquella mujer no tuvo reparo en ser para Alfonso la madre que en aquellos momentos se hallaba en otro continente ajena al dolor de su hijo.
Nuestra comunicación no podía ser fluida. Y entonces las distancias ante situaciones que requerían urgencias eran implacables. Llegar a tiempo era un proceso difícil. Las horas fluían lentas y los días eran eternos.
Tras el accidente que lo condujo a la muerte, nos avisaron a Alfonso y a mí.
Alfonso se abstuvo de viajar a América. Probablemente creyó que se trataba de un accidente más en la desgraciada vida de su hijo.
Yo me encontraba entonces en la isla de Wight e inmediatamente me trasladé a Southampton para embarcarme en el Queen Mary, por ser el medio más rápido de llegar a América.
Confiaba aún en que mi hijo sanara. Muchas habían sido las urgencias que parecían irreparables y sin embargo siempre las había vencido. La travesía abarcaba cuatro días.
Cuatro días navegando. Cuatro noches de insomnio. Cuatro dolores latentes: el miedo, los autorreproches, la inmensa tristeza y también el deseo grande de que mi hijo, por fin, descansara; que su vida, tan valiosa para mí, dejara de ser una constante búsqueda de felicidades imposibles. Todas se cumplieron.
Ésa fue mi travesía: una especie de purgatorio que, lejos de prometerme un cielo, me introducía hora tras hora en el infierno de las inquietudes más dolorosas.
Cuando ya de madrugada llegamos al puerto de Nueva York, supe la verdad; mi hijo llevaba muerto dos días. De allí me trasladé a Miami, donde me dijeron que al conocer mi próxima llegada Alfonso no hacía más que repetir: «Mother, mother».
Aquel mismo día mandé decir misas por su alma. También quise conocer a la persona que había estado con él hasta su muerte. Precisaba verla, oír el relato de lo ocurrido de sus propios labios.
Me advirtieron que se trataba de una prostituta. ¿Qué importaba? «Es un ser humano. Necesito verla. Ella estuvo con mi hijo hasta que murió.»
Cuando la vi entrar en la salita del hotel donde me hospedaba, me sorprendió su belleza. Era morena, alta y sus facciones parecían armonizar con las de una persona profundamente buena.
Le pedí que se sentara.
«Conocí a su hijo en un cabaret», empezó diciendo.