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Carlos Fuentes

Gringo Viejo

A William Styron, cuyo padre

Me incluya en sus sueños sobre la

guerra civil norteamericana

Mas, ¿Quien conoce el destino de sus huesos,

O cuantas veces va a ser enterrado?

THOMAS BROWNE

Lo que tu llamas morirse

Es simplemente el ultimo dolor

AMBROSE BIERCE

I

Ella se sienta sola y recuerda.

Vio una y otra vez los espectros de Arroyo y la mujer con cara de luna y el gringo viejo, cruzando frente a su ventana. No eran fantasmas. Sencillamente, habían movilizado sus propios pasados, con la esperanza de que ella haría lo mismo reuniéndose con ellos.

Pero a ella le tomó largo tiempo hacerlo.

Primero tuvo que dejar de odiar a Tomás Arroyo por enseñarle lo que pudo ser y luego prohibirle que jamás fuese lo que ella pudo ser:

Él siempre supo que ella regresaría a su casa.

Pero le permitió verse como sería si hubiera permanecido; y esto es lo que ella nunca podría ser.

Este odio tuvo que purgarse dentro de ella, y le tomó muchos años hacerlo. El gringo viejo ya no estaba allí para ayudarla. Tomás Arroyo ya no estaba allí. Tom Brook. Pudo haberle dado un hijo así nombrado. No tenía derecho a pensarlo. La mujer de la cara de luna se lo había llevado con ella a un destino sin nombre. Tomás Arroyo había terminado.

Los únicos momentos que le quedaban eran aquellos cuando ella cruzó la frontera y miró hacia atrás y vio a los dos hombres, el soldado Inocencio y el niño Pedrito, y detrás de ellos, lo piensa ahora, vio al polvo organizarse en una especie de cronología silenciosa que le impedía recordar, ella fue a México y regresó a su tierra sin memoria y México ya no estaba al alcance de la mano. México había desaparecido para siempre, pero cruzando el puente, del otro lado del río, un polvo memorioso insistía en organizarse sólo para ella y atravesar la frontera y barrer sobre el mezquite y los trigales, los llanos y los montes humeantes, los largos ríos hondos y verdes que el gringo viejo había anhelado, hasta llegar a su apartamento en Washington en la ribera del Potomac, el Atlántico, el centro del mundo.

El polvo se esparció y le dijo que ahora ella estaba sola.

Y recordaba.

Sola.

II

– El gringo viejo vino a México a morirse.

El coronel Frutos García ordenó que rodearan el montículo de linternas y se pusieran a escarbar recio. Los soldados de torso desnudo y nucas sudorosas agarraron las palas y las clavaron en el mezquital.

Gringo viejo: así le dijeron al hombre aquel que el coronel recordaba ahora mientras el niño Pedro miraba intensamente a los hombres trabajando en la noche del desierto: el niño vio de nuevo una pistola cruzándose en el aire con un peso de plata.

– Por puro accidente nos encontramos aquella mañana en Chihuahua y aunque él no lo dijo, todos entendimos que estaba aquí para que lo matáramos nosotros, los mexicanos. A eso vino. Por eso cruzó la frontera, en aquellas épocas en que muy pocos nos apartábamos del lugar de nuestro nacimiento.

Las paletadas de tierra eran nubes rojas extraviadas de la altura: demasiado cerca del suelo y la luz de las linternas. -Ellos, los gringos, sí -dijo el coronel Frutos García-, se pasaron la vida cruzando fronteras, las suyas y las ajenas -y ahora el viejo la había cruzado hacia el sur porque ya no tenía fronteras que cruzar en su propio país.

– Cuidadito.

("¿Y la frontera de aquí adentro?", había dicho la gringa tocándose la cabeza. "¿Y la frontera de acá adentro?", había dicho el general Arroyo tocándose el corazón. "Hay una frontera que sólo nos atrevemos a cruzar de noche -había dicho el gringo viejo-: la frontera de nuestras diferencias con los demás, de nuestros combates con nosotros mismos.")

– El gringo viejo se murió en México. Nomás porque cruzó la frontera. ¿No era ésa razón de sobra? -dijo el coronel Frutos García.

– ¿Recuerdan cómo se ponía si se cortaba la cara al rasurarse? -dijo Inocencio Mansalvo con sus angostos ojos verdes.

– O el miedo que le tenía a los perros rabiosos -añadió el coronel.

– No, no es cierto, era valiente -dijo el niño Pedro.

– Pues para mí que era un santo -se rió la Garduña.

– No, simplemente quería ser recordado siempre como fue -dijo Harriet Winslow.

– Cuidadito, cuidadito.

– Mucho más tarde, todos nos fuimos enterando a pedacitos de su vida y entendimos por qué vino a México el gringo viejo. Tenía razón, supongo. Desde que llegó dio a entender que se sentía fatigado; las cosas ya no marchaban como antes, y nosotros lo respetábamos porque aquí nunca pareció cansado y se mostró tan valiente como el que más. Tienes razón, muchacho. Demasiado valiente para su propio bien.

– Cuidadito.

Las palas pegaron contra la madera y los soldados se detuvieron un instante, limpiándose el sudor de las frentes.

Bromeaba el gringo viejo: "Quiero ir a ver si esos mexicanos saben disparar derecho. Mi trabajo ha terminado y yo también. Me gusta el juego, me gusta la pelea, quiero verla."

– Claro, tenia ojos de despedida.

– No tenía familia.

– Se había retirado y andaba recorriendo los lugares de su juventud, California donde trabajó de periodista, el sur de los Estados Unidos donde peleó durante la guerra civil, Nueva Orleáns donde le gustaba beber y mujerear y sentirse el mero diablo.

– Ah, qué mi coronel tan sabedor.

– Cuidadito con el coronel; parece que ya se le subieron y nomás está oyendo.

– Y ahora México: una memoria de su familia, un lugar adonde su padre había venido, de soldado también, cuando nos invadieron hace más de medio siglo.

"Fue un soldado, luchó contra salvajes desnudos y siguió la bandera de su país hasta la capital de una raza civilizada, muy al sur."

Bromeaba el gringo viejo: "Quiero ver si esos mexicanos saben disparar derecho. Mi trabajo ha terminado y yo también."

– Esto no lo entendíamos porque lo vimos llegar tan girito al viejo, tan derechito y sin que las manos le temblaran. Si entró a la tropa de mi general Arroyo fue porque tú mismo, Pedrito, le diste la oportunidad y él se la ganó con una Colt.44.

Los hombres se hincaron alrededor de la fosa abierta y arañaron los ángulos de la caja de pino.

– Pero también decía que morir despedazado delante de un paredón mexicano no era una mala manera de despedirse del mundo. Sonreía: "Es mejor que morirse de anciano, de enfermedades o porque se cayó uno por la escalera."

El coronel se quedó callado un instante: tuvo la clara sensación de oír una gota que caía en medio del desierto. Miró al cielo seco. El rumor del océano se apagó.

– Nunca supimos cómo se llamaba de verdad -añadió mirando a Inocencio Mansalvo, desnudo y sudoroso, de rodillas ante la caja pesada y tenazmente atada al desierto, como si en tan poco tiempo hubiera echado raíces-; los nombres gringos nos cuestan mucho trabajo, igual que las caras gringas, que todas nos parecen igualitas; hablan en chino los gringos -se carcajeó la Garduña, que por nada de este mundo se perdía un entierro, cuantimenos un desentierro-; sus caras son en chino, deslavadas, todititas igualitas para nosotros.

Inocencio Mansalvo arrancó un tablón medio podrido de la caja y apareció la cara del gringo viejo, devorada por la noche más que por la muerte: devorada, pensó el coronel Frutos García, por la naturaleza. Esto le daba al rostro curtido, verdoso, extrañamente sonriente porque el rictus de la boca había dejado al descubierto las encías y los dientes largos, dientes de caballo y de gringo, un aire de burla permanente.