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– A ver -le ordenó a Inocencio Mansalvo-, espántele los perros aquí al general gringo -luego le sonrió-. Ah, qué mi gringo valiente. Los federales son más bravos que cualquier canijo perrito de éstos.

No había placer en la cara de Arroyo mientras el gringo viejo lo siguió, alto y desgarbado, contrastando con la forma más baja, joven, muscular y dramática del general, caminando por el llano polvoso más allá de la estación al vasto caserío en llamas con un clamor metálico de espuelas y cinturones y pistolas y artillería rápidamente retirada y el murmullo tardío del viento del desierto sobre las únicas hojas a la mano: las del sombrero de mi general.

Un silbido colectivo se impuso a todos y el gringo viejo miró, con un temblor atávico, las filas de los colgados de los postes de telégrafo, con las bocas abiertas y las lenguas de fuera. Todos silbaban, meciéndose en el suave viento desértico, desde la alameda que progresaba hacia la hacienda incendiada.

VI

Allí estaba ella. En medio de la muchedumbre, luchando y empujando y tratando de encontrar su lugar, mirando todas las caras que se reunían, intentando ser testigo del espectáculo; de en medio de la multitud silenciosa de sombreros y rebozos emergieron esos ojos grises combatiendo por retener un sentido de la identidad propia, de la dignidad y el coraje propios en medio del vertiginoso terror de lo imprevisto.

El viejo la miró por primera vez y se dijo: Seguro que vino prevenida.

Y sin embargo allí estaba, sin duda terca como una mula y poco realista: al verla, reconoció a muchísimas muchachas comparables, que él había conocido en su vida, incluyendo a su esposa cuando era joven, y a su hermosa hija. Ahora se preguntó con qué la asociaría si la hubiese conocido en otra parte, y otra parte quería decir: el lugar apropiado, las circunstancias que le eran naturales a ella. Una señorita apropiada. No, más que eso, una señorita de maneras propias tratando de seguir las instrucciones de su madre para convertirse en una mujer instruida. Una joven matrona, dentro de muy poco tiempo. Todavía no, todavía dependiente de su dinero para alfileres.

¿Qué iba a decir? ¿Qué se esperaba de ella? ¿Cuáles eran sus lugares comunes, como la moronga y el gusanito de mi general? "Soy ciudadana norteamericana. Exijo ver a mi cónsul. Tengo ciertos derechos constitucionales. No pueden detenerme aquí. No saben con quién tratan." No. Nada de eso. La detuvieron a la fuerza porque la hacienda estaba en llamas, y acaso sintieron en su hueso y en su músculo algo que decía que ella vino aquí a trabajar y a vivir y a permanecer y nadie iba a fumigarla como a un insecto para que saliera corriendo del lugar donde estaba empleada y donde le habían pagado ya un mes entero de salario anticipado.

Pues esto, en efecto, es lo que estaba diciendo con un acento que el viejo situó en el este, la costa atlántica, Nueva York sin duda, pero en seguida se sintió obligado a irse a la deriva, un poquito más al sur, la más ligera entonación de Virginia superpuesta a Manhattan. De todos modos, sólo él parecía entenderla, quizás el general un poquito también, pues había estado en El Paso, dijo, exilado quizás o quizás contrabandeando armas, imaginó el gringo viejo.

– He recibido mi pago y permaneceré aquí hasta que la familia regrese y yo pueda instruir a los niños en la lengua inglesa y merecer mi sueldo. So!

Arroyo la miró con una sonrisa preparada especialmente para meter miedo, pero en seguida se soltó riendo; una risa tonta pero poderosa, juvenil y con una experiencia extrema de la estupidez humana; el viejo diría siempre que en ese momento Arroyo le pareció un payaso trágico, un bufón al que había que tomar en serio. Cuando interpretó las palabras de la mujer para su gente, los hombres se rieron abiertamente, mientras que las mujeres sólo hicieron ruidos de ave embozadas por sus rebozos. Dice que le va a enseñar el inglés a los escuincles Miranda, ¿oyeron eso? Cree que van a regresar, ¿oyeron? A ver, Chencho, dile la verdad, pues que nunca más van a regresar, señorita, se fueron muy a tiempo a Paris de Francia; apenas sintieron que la lumbre les llegaba a los aparejos vendieron la hacienda y se compraron por allá un caserón; nunca han de regresar, gritó la Gardu ña meneando las tetas muy oronda con su ramillete de flores muertas, se la vacilaron nomás, señorita, la hicieron venir por nada, nomás para hacernos creer que no se iban, dijo con voz más mesurada el coronel Frutos García, y la Garduña:

– Nos dejaron a todos chiflando en la loma, se-ño-rrita.

– Que quiere decir con el niño en brazos -dijo en inglés el viejo. Ella lo miró. Era difícil ver a nadie en la confusión de humo y fuego y rostros extraños, pero ella lo miró a él.

– Ayúdeme -murmuró.

El viejo supo que a ella no le era fácil decir esto, pedir auxilio de alguien; lo vio en su mentón, en sus ojos, en la marea de sus pechos. El viejo supo allí mismo que a él le correspondería mirar a través de los actos y las palabras de esta muchacha, respetando ambos, pero ella no estaba tratando de engañar a nadie, sólo intentaba ponerse de acuerdo con ella misma, con la lucha que él pudo ver en la transparencia de su ser femenino. La miró y se dijo que ella era todo lo que él sabía, "pero tiene el derecho de ocultarme lo que es y yo la obligación de respetarlo". Una muchacha independiente pero no rica ni acomodada, y no a causa del dinero para alfileres, o sea lo que en México se llamaba la mesada, o de la educación familiar. "Incómoda porque está aquí igual que yo, luchando por ser." Era una muchacha transparente y el gringo, al mirarla, se dijo que quizás él también lo era, después de todo. "Hay gente cuya objetividad es generosa porque es transparente, todo se puede leer, tomar, entender en ellas: gente que porta su propio sol para iluminarse."

Arroyo los miró detrás de sus párpados como ranuras, al gringo primero, luego a la gringa. Arroyo era opaco, su opacidad era su virtud, se dijo el viejo al observarlo. Su generosidad era su enigma: tenía que ser desentrañado para ser entendido y darse. La mitad del mundo era transparente; la otra mitad, opaca. Arroyo: algo veloz y oculto en el fondo de su mirada de mapache; algo corriendo de aquí para allá dentro de su cerebro.

– Seguro: Tú ocúpate de ella, general indiano. Tú ve que no corra ningún peligro.

Arroyo se fue con su gente como una marejada y ellos se quedaron solos, una pareja mirándose intensamente, el viejo exigiéndose una vigilancia extrema contra su tendencia periodística al estereotipo veloz a fin de que las masas estúpidas entendieran pronto y se sintieran halagadas por ello: un membrete para todo, ésta era la Biblia de su jefe míster Hearst. Caminó pocos metros detrás de ella, haciendo que se sintiera protegida pero en realidad observándola, la manera de andar, la manera de portarse, los pequeños movimientos de orgullo herido, seguidos de arranques resueltos de afirmación. Para su periódico hubiera escrito en uno de los extremos que le encantaban a Hearst: una mujerzuela disfrazada de maestra de escuela, o una maestra de escuela en busca de la primera aventura real de su vida. Aunque también podía adoptar la perspectiva de un caballero de los estados algodoneros y preguntarse, sencillamente, si esta muchacha del norte sabía con certeza qué cosa era la caballerosidad.

Ella se detuvo, dudando, ante una puerta de cristal cerrada. El viejo se adelantó en el momento en el que ella iba a tomar la manija y abrir la puerta por su propia cuenta.

– Permítame, señorita -dijo el viejo y ella lo aceptó, se sintió agradecida, ella también tenia prejuicios. Y ya no estaba, como se decía, en la primavera de la vida.

Se encontraban dentro de un salón de baile. El viejo no miró el salón. La miró a ella y se castigó mentalmente por esta fiebre de la percepción. Ella, más tranquila, miró alrededor y sugirió un rincón donde sentarse, cambiar información y nombre -ella, Harriet Winslow, de Washington. D. C.; él no dio su nombre, sólo dijo -soy de San Francisco, California- y ella repitió la historia: vino enseñarles la lengua inglesa a los tres niños de la familia Miranda.