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– ¿Por qué no te has comprado un descapotable? -me preguntó cuando aún estábamos lejos de Santa Clara, que iba a ser nuestra primera parada-. Un descapotable es lo mejor en Cuba.

– No me gustan los descapotables. Las personas te miran más cuando conduces un descapotable. Y a mí no me gusta que me miren.

– Vaya, ¿eres un tipo tímido? ¿O es que te sientes culpable por alguna cosa?

– Ninguna de las dos. Sólo reservado.

– ¿Tienes un pitillo?

– Hay un paquete en la guantera.

Pulsó el botón de la tapa con un dedo y la dejó caer delante de ella.

– Old Gold. No me gustan los Old Gold.

– No te gusta mi coche. No te gustan mis cigarrillos. ¿Qué te gusta?

– No importa.

La miré de reojo. Su boca siempre parecía estar a punto de hacer una mueca, una impresión que se veía reforzada por los fuertes dientes blancos que la llenaban. Por mucho que lo intentase, no podía imaginarme a nadie tocándola sin perder un dedo. Ella suspiró, entrelazó las manos con fuerza y las puso entre las rodillas.

– Entonces, ¿cuál es tu historia, señor Hausner?

– No tengo ninguna.

Ella se encogió de hombros.

– Son más de mil kilómetros hasta Santiago.

– Intenta leer un libro. -Sabía que ella llevaba uno.

– Quizá lo haga. -Abrió el bolso, sacó las gafas y un libro y comenzó a leer.

Al cabo de un rato pude distinguir disimuladamente el título. Estaba leyendo Cómo se templa el acero, de Nikolai Ostrovsky. Intenté no sonreír pero fue inútil.

– ¿Algo te hace gracia?

Señalé el libro en su regazo.

– No me hubiese imaginado eso.

– Es sobre alguien que participó en la revolución rusa.

– Es lo que creía.

– ¿Tú en qué crees?

– En muy pocas cosas.

– Eso no ayuda a nadie.

– Como si importase.

– ¿No importa?

– En mi libro, el partido de pocos es siempre mejor que el partido del amor fraternal. El pueblo y el proletariado no necesitan la ayuda de nadie. Desde luego, no la tuya o la mía.

– No me lo creo.

– Oh, no lo dudo. Pero es curioso, ¿no te parece? Los dos huimos hacia Haití. Tú porque crees en algo y yo porque no creo en nada en absoluto.

– Primero creías en muy pocas cosas. Ahora en nada en absoluto. Marx y Engels tenían razón. La burguesía produce sus propios sepultureros.

Me reí.

– Al menos hemos establecido algo -añadió ella-. Que estás huyendo.

– Sí. Es mi historia. Si te interesa de verdad, es la misma historia de siempre. El holandés volador. El judío errante. Ha habido muchos viajes de por medio, de una manera u otra. Creía que aquí en Cuba estaba seguro.

– Nadie está seguro en Cuba -dijo ella-. Ya no.

– Yo estaba seguro -afirmé, sin hacerle caso-. Hasta que intenté jugar al héroe. Sólo me olvidé de una cosa. No estoy hecho de la misma pasta que los héroes. Nunca lo fui. Además, el mundo no quiere héroes. Están pasados de moda, como los dobladillos del año pasado. Lo que ahora se requiere son luchadores por la libertad e informadores. Bien, soy demasiado viejo para lo primero y demasiado escrupuloso para lo segundo.

– ¿Qué pasó?

– Un pretencioso teniente de la inteligencia militar quería convertirme en su espía, sólo que había algo que no me gustaba.

– Entonces estás haciendo lo correcto -sostuvo Melba-. No hay nada deshonroso en no querer ser una espía de la policía.

– Casi haces que suene como si hiciera algo noble. No es así en absoluto.

– ¿Cómo es?

– No quiero ser una moneda en el bolsillo de nadie. Ya tuve bastante de eso durante la guerra. Prefiero rodar por mi cuenta. Pero eso es sólo una parte de la razón. Espiar es peligroso. Es muy peligroso cuando existe una clara probabilidad de que te pillen. Pero me atrevería a decir que ahora tú ya lo sabes.

– ¿Qué te dijo Marina de mí?

– Todo lo que necesitaba saber. Digamos que dejé de escuchar cuando dijo que habías matado a un poli. Eso puso punto final a la función. Al menos, a la mía.

– Hablas como si no lo aprobases.

– Los polis son iguales que todos los demás -dije-. Algunos buenos y otros malos. Yo también fui poli una vez. Hace mucho tiempo.

– Lo hice por la revolución -afirmó.

– Ya suponía que no lo hiciste por un coco.

– Era un hijoputa y se la tenían jurada, y yo lo hice por…

– Lo sé, lo hiciste por la revolución.

– ¿No crees que Cuba necesita una revolución?

– No niego que las cosas podrían ir mejor. Pero toda revolución arde muy bien antes de convertirse en cenizas. La tuya será como todas las que ha habido antes. Te lo garantizo.

Melba sacudía su bonita cabeza pero, animado por el tema, continué hablando.

– Porque, cuando alguien habla de construir una sociedad mejor, puedes estar segura de que está planeando utilizar un par de cartuchos de dinamita.

Después de aquello, ella permaneció en silencio y yo también.

Nos detuvimos un rato en Santa Clara. A unos trescientos kilómetros al este de La Habana, era una ciudad pintoresca y sin nada destacable, con un parque central rodeado por varios edificios viejos y hoteles. Melba se largó por su cuenta. Yo me senté en la terraza del Hotel Central y comí solo, lo cual me sentó muy bien. Cuando ella reapareció, reanudamos el diálogo.

Aún no había oscurecido cuando llegamos a Camagüey. Estaba llena de casas triangulares y grandes jarrones de cerámica llenos de flores. No sabía por qué y nunca se me ocurrió preguntarlo. Paralelo a la autopista, un tren de mercancías circulaba en dirección opuesta, cargado con madera de los bosques de la región.

– Pararemos aquí -anuncié.

– Sin duda sería mejor continuar viaje.

– ¿Sabes conducir?

– No.

– Pues yo tampoco. Ya no. Estoy rendido. Faltan otros trescientos veinte kilómetros hasta Santiago y, si no paramos pronto, nos despertaremos en la morgue.

Cerca de una cervecería -una de las pocas en la isla- pasamos junto a un coche de la policía, algo que me hizo pensar de nuevo en Melba y el asesinato que había cometido.

– Si mataste a un poli, te querrán pillar como sea -dije.

– Van como locos. Volaron la casa donde trabajaba. Varias de las chicas resultaron muertas o heridas de gravedad.

– ¿Es por eso que doña Marina aceptó ayudarte para salir de La Habana? -Asentí-. Sí, ahora tiene sentido. Cuando destruyen una casa, es malo para todos. En ese caso será más seguro si compartimos una habitación. Diré que eres mi esposa. De esa manera no tendrás que mostrar tu tarjeta de identidad.

– Escucha, señor Hausner, te agradezco mucho que me lleves contigo a Haití. Pero hay una cosa que deberías saber. Me ofrecí voluntaria para hacer el papel de puta sólo para acercarme al capitán Balart.

– Me preguntaba sobre eso.

– Lo hice por…

– La revolución. Lo sé. Escucha, Melba, tu virtud, si es que aún queda algo de ella, está a salvo conmigo. Te lo dije, estoy cansado. Podría dormir sobre una hoguera. Pero me conformaré con una silla o un sofá, y tú te puedes quedar con la cama.

– Gracias, señor.

– Y deja de llamarme así. Me llamo Carlos. Llámame así. Se supone que soy tu marido, ¿lo recuerdas?

Nos alojamos en el Gran Hotel, en el centro de la ciudad, y subimos a la habitación. Me fui directamente a la cama, es decir que dormí en el suelo. Durante el verano de 1941 alguno de los suelos donde dormí en Rusia eran las camas más cómodas que había tenido, sólo que ésta no lo era tanto. Claro que ahora no estaba tan agotado como lo había estado entonces. Alrededor de las dos de la mañana me desperté y me la encontré envuelta en una sábana y arrodillada a mi lado.