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– No es muy galante por su parte -opinó el capitán Mackay.

– ¿Galante? ¿Qué significa galante?

– Caballeroso. -El capitán se encogió de hombros-. Gentil.

– Ah, cortés. Caballeroso. Sí, lo entiendo. -También me encogí de hombros-. Me pregunto cómo sonaría eso. ¿Ella sólo estaba intentando protegerme? Dele una oportunidad, capitán, no es más que una cría. ¿La muchacha tuvo una infancia difícil? De acuerdo, si eso cambiara algo, ya sabe, creo de verdad que la muchacha estaba muy asustada. Como le he dicho, ustedes saben lo que pasará cuando la entreguen a la policía local. Si tiene suerte, la dejarán vestida cuando la hagan desfilar por las celdas de la comisaría. Quizá sólo la azoten con un látigo de verga de toro todos los días. Pero lo dudo.

– No parece que eso le preocupe demasiado -señaló el poli casposo.

– Desde luego rezaré por ella. Quizás incluso le pague un abogado. La experiencia me dice que pagar es mucho más útil que rezar. El Señor y yo ya no nos llevamos tan bien como antes.

El capitán se burló.

– No me gusta usted, Hausner. La próxima vez que hable con el Señor es probable que le felicite por su buen gusto. ¿Tiene un trabajo en el Hotel Nacional? Que le folien. Tampoco me gustó nunca aquel hotel. ¿Tiene un bonito apartamento en el Malecón? Espero que venga un huracán y lo arrase, soplapollas argentino. ¿No le importa lo que le pase a usted? Tampoco a mí, amigo. Para mí no es más que otro sudaca grasiento con una lengua afilada. ¿No se le ocurre una historia mejor? Entonces es más estúpido de lo que parece. ¿Había sido poli? No quiero saberlo, mariconazo. Lo único que quiero escuchar de usted es una explicación de cómo es que estaba ayudando a una asesina a escapar de esta puta isla miserable que usted llama hogar. ¿Alguien le pidió un favor? Si lo hicieron, quiero un nombre. ¿Alguien les presentó? Quiero un puto nombre. ¿La recogió en la calle? Deme el nombre de la jodida calle, imbécil. O habla o le encierro, amigo. Esta noche hemos salido a pescar y lo hemos pescado a usted, Hausner. Lo tendré metido en la nevera hasta que me diga todo lo que quiero saber. Hable o lo encierro y tiro la puta llave hasta que esté convencido de que no queda ninguna información en su cuerpo mentiroso que no haya vomitado en el suelo. ¿La verdad? Me importa una mierda. ¿Quiere salir de aquí? Deme unos cuantos hechos claros y directos.

Asentí.

– Pues aquí tiene uno. Los pingüinos viven casi exclusivamente en el hemisferio Sur. ¿Es lo bastante claro?

Empujé mi silla hacia atrás para ponerla en dos patas, y éste fue mi primer error, y sonreí, y éste fue el segundo error. El capitán se movió con una velocidad sorprendente. En un momento me estaba mirando como si yo fuese una serpiente en el inodoro, y al siguiente me estaba gritando como si se hubiese dado un martillazo en el pulgar, y antes de que pudiese borrar la sonrisa de mi rostro, él lo hizo por mí, empujando la silla hacia atrás y después cogiéndome por las solapas de mi americana y levantando mi cabeza del suelo sólo lo suficiente para poderla golpear de nuevo.

Los otros dos lo agarraron por los brazos e intentaron apartarlo de mí, pero eso dejó libres sus piernas para pisotear mi cara como si intentara apagar un fuego. No es que doliese. Tenía una derecha tan grande como una pelota de baloncesto y yo ya no sentía casi nada desde que me había dado en la barbilla. Zumbando como una anguila eléctrica, me quedé allí tirado, esperando a que acabara para poder mostrarle quién estaba de verdad al mando del interrogatorio. Cuando consiguieron ponerle una anilla en su nariz puntiaguda y se lo llevaron, yo ya estaba más o menos preparado para soltar mi siguiente ocurrencia. Lo hubiese hecho antes, pero no podía debido a la sangre que me chorreaba de la nariz.

Cuando estuve seguro de que no me iban a golpear más, me levanté del suelo y me dije a mí mismo que si me volvían a pegar sería porque de verdad me había ganado una paliza y que eso valdría la pena.

– Ser un poli -dije- se parece mucho a buscar algo interesante que leer en el periódico. Cuando lo encuentras, puedes estar seguro de que una buena parte se te ha pegado en los dedos. Antes de la guerra, la última guerra, era poli en Alemania. Un poli honesto, además, aunque supongo que eso no significa mucho para monos como ustedes. De paisano. Un detective. Pero, cuando invadimos Polonia y Rusia, nos vistieron con uniformes grises. No verdes, no negros, no marrones, grises. Gris de campaña, lo llamaban. Lo bueno del gris es que puedes rodar por tierra todo el día y todavía parece lo bastante limpio como para saludar a un general. Era una de las razones por la que lo vestíamos. Otra razón por la que vestíamos de gris era quizá que podíamos hacer lo que hacíamos y creer que todavía teníamos normas; que podíamos conseguir mirarnos a los ojos cuando nos levantábamos por la mañana. Ésa era la teoría. Lo sé, una estupidez, ¿verdad? Pero ningún nazi fue nunca tan estúpido como para pedir que vistiésemos un uniforme blanco. ¿Saben por qué? Porque es muy difícil mantener limpio un uniforme blanco. Me refiero a que admiro su coraje al vestir de blanco. Porque, admitámoslo, caballeros, el blanco lo muestra todo. En especial la sangre. ¿Y la manera en que se comportan ustedes mismos? Es una gran desventaja.

Instintivamente, aquellos hombres se miraron la tela vacía de su inmaculado uniforme blanco como si estuviesen mirándose la bragueta; y fue entonces cuando recogí con los dedos un chorro de mi nariz llena de sangre y se lo arrojé, como si fuera Jackson Pollock. Podría decirse que quería expresar mis sentimientos, más que ilustrarles. Y que mi cruda técnica de lanzar mi propia sangre a través del aire hacia ellos era una manera de hacer una declaración. En cualquier caso, parecieron comprender muy bien lo que intentaba decir. Y cuando acabaron de pegarme y me arrojaron a una celda, tenía la pequeña satisfacción de saber, por lo menos, que yo era moderno de verdad. No sabía si sus uniformes blancos manchados de sangre eran una obra de arte o no. Pero sabía lo que me gustaba.

3

CUBA Y NUEVA YORK, 1954

La cuba de los borrachos en Gitmo era una gran choza de madera ubicada en la playa, pero para cualquiera que no estuviese borracho cuando lo encerraban allí era en realidad algún lugar entre el primero y el segundo círculo del infierno. Desde luego era ardiente.

Había estado prisionero antes. Fui prisionero de guerra de los soviéticos, y aquello no fue una buena experiencia. Pero Gitmo era casi igual de malo. Las tres cosas que hacían que la cuba de los borrachos fuera casi insoportable eran los mosquitos, los borrachos y el hecho de que ahora tenía diez años más. Tener diez años más siempre es malo. Los mosquitos eran peores -la base naval era poco más que un pantano-, pero no eran tan malos como los borrachos. Puedes estar encerrado casi en cualquier parte, siempre que puedas establecer una especie de rutina. Pero no había rutina en Gitmo, a menos que pudieses considerar como rutina el continuo pasar, desde el anochecer al alba, de ruidosos marineros borrachos. Casi todos llegaban en calzoncillos. Algunos eran violentos; otros querían trabar amistad conmigo; algunos intentaban correrme a puntapiés por la celda; otros querían cantar o llorar, o derribar las paredes con el cráneo; casi todos ellos se meaban encima o vomitaban, y algunas veces vomitaban encima de mí.