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Al principio tuve la pintoresca idea de que estaba encerrado allí porque no tenían ningún otro lugar donde meterme; pero después de un par de semanas comencé a creer que había algún otro propósito en tenerme allí. Intenté hablar con los guardias, y en varias ocasiones les pregunté por qué motivo estaba retenido allí, pero no sirvió de nada. Los guardias me trataban como a cualquier otro prisionero, y eso habría estado bien si todos los demás prisioneros no estuvieran cubiertos de cerveza, sangre y vómitos. Estos prisioneros eran puestos en libertad casi siempre a última hora de la tarde, después de dormir la mona, y, al menos por unas horas, yo conseguía olvidar la humedad, los cuarenta grados de temperatura y el hedor de las heces, e incluso a veces lograba dormir; sólo hasta que me despertaban para la comida o cuando alguien limpiaba la cuba con una manguera de incendios, o, lo peor de todo, por una rata banana, si es que en realidad eran ratas: con sesenta centímetros de largo y un peso de casi los mismos kilos, esas ratas parecían roedores estrellas salidos de una película de propaganda nazi o de un poema de Robert Browning.

Al principio de la tercera semana, un suboficial de la oficina del maestro de armas me sacó de la cuba, me acompañó a un baño donde pude ducharme y afeitarme, y me devolvió mi ropa.

– Hoy le transferirán -me dijo-. A Castle Williams.

– ¿Dónde está eso?

– En la ciudad de Nueva York.

– ¿En Nueva York? ¿Por qué?

Se encogió de hombros.

– A mí que me registren.

– ¿Qué clase de lugar es Castle Williams?

– Una prisión militar norteamericana. Al parecer usted ahora es carne del ejército, no de la marina.

Me dio un cigarrillo, sin duda para hacerme callar, y funcionó. Tenía un filtro que se suponía debía salvarme la garganta, y supongo que lo hizo, porque dediqué tanto tiempo a mirar el cigarrillo como a filmármelo. He fumado la mayor parte de mi vida -durante un tiempo había sido más o menos adicto al tabaco-, pero me resultaba difícil comprender que alguien se convirtiese en adicto a algo tan carente de sabor como un cigarrillo con filtro. Era como comerse un perrito caliente después de cincuenta años de comer longanizas picantes.

El suboficial me llevó a otra choza en la que había una cama, una silla y una mesa, y me encerró allí. Había incluso una ventana abierta. La ventana tenía barrotes pero no me importó. Durante un rato estuve de pie en la silla, respirando un aire más fresco de lo que estaba acostumbrado a respirar últimamente y mirando hacia el océano. Tenía un color azul oscuro. Pero me sentía muy triste. Una prisión militar en Nueva York parece algo mucho más serio que la cuba de los borrachos en Gitmo. Y no pasó mucho tiempo antes de que me hiciera a la idea de que la marina debía de haber hablado de mí con la policía de La Habana; y que la policía se habría puesto en contacto con el teniente Quevedo, de la inteligencia militar cubana; y que el teniente de la inteligencia militar les habría dicho a los americanos mi nombre verdadero y mis antecedentes. Con suerte, quizá podría contarle a alguien del FBI todo lo que sabía de Meyer Lansky y la mafia en La Habana, y evitarme así un viaje de regreso a Alemania y, lo más probable, un juicio por asesinato. La República Federal Alemana había abolido la pena de muerte por asesinato en 1949; pero no podía responder por los americanos. Habían colgado a cuatro criminales de guerra nazis en Landsberg en fecha tan reciente como 1951. O quizá podrían deportarme a Viena, donde había sido acusado injustamente del asesinato de dos mujeres. Aquella era una perspectiva todavía más desagradable. Los austríacos seguían aplicando la pena de muerte por asesinato.

Al día siguiente me esposaron y me llevaron a un campo de aviación y me subieron a bordo de un Douglas C-54 Skymaster con personal militar que volvía a casa a reunirse con sus esposas y familias. Volamos en dirección norte durante unas siete horas antes de aterrizar en la base de la fuerza aérea Mitchel en el condado de Nassau, Nueva York. Allí fui entregado a la custodia de la policía militar estadounidense. En el edificio principal del aeropuerto había un tablero que detallaba las principales unidades destinadas en la base aérea de Mitchel y un cartel que decía Bienvenido a Estados Unidos. No me sentía bienvenido. Me cambiaron las esposas de la fuerza aérea por otras del ejército, no más cómodas, y me encerraron en una furgoneta, como si fuera un perro extraviado lleno de pulgas. La furgoneta no tenía ventanillas, pero sabía que íbamos en dirección oeste. Tras aterrizar en la costa noreste de América no había ningún otro lugar adonde pudiese ir nuestro solitario convoy. Uno de los policías militares llevaba una escopeta, por si acaso nos encontrábamos con forajidos o pieles rojas. Parecía una prudente precaución. Después de todo, siempre estaba la posibilidad de que Meyer Lansky pudiese preocuparse por el lío en que estaba yo metido; quizás incluso lo bastante preocupado como para hacer algo al respecto. Lansky era de ésos. Era la clase de hombre que siempre se ocupaba de sus empleados, de una manera u otra. Como todos los jugadores, Lansky prefería ir sobre seguro. Y no hay nada tan seguro como una bala en la cabeza.

Noventa minutos más tarde, las puertas de la furgoneta se abrieron delante de una fortaleza semicircular que parecía alzarse en una isla. Estaba construida con ladrillos de piedra arenisca y tenía una altura de unos trece metros repartida en tres pisos. Era vieja y fea, y hubiese quedado muy bien en el viejo Berlín o en algún otro lugar que no fuese Nueva York, una impresión reforzada por la vista de los edificios mucho más altos del sur de Manhattan que se alzaban resplandecientes en la orilla opuesta de una gran extensión de agua y que recordaban los muros de alguna Troya moderna. Ésta fue mi primera visión de Nueva York y, como a Tarzán, no me impresionó tanto como se suponía que debería haberlo hecho. Claro que todavía continuaba esposado.

Los policías militares me llevaron hasta el arco de un portal, me quitaron las esposas y me entregaron a la custodia de un sargento negro. Me puso otras esposas y sujetándome de ellas, tiró de mí hasta un patio con la forma de un ojo de cerradura donde al menos un par de centenares de hombres vestidos con uniformes de fajina verde deambulaban sin rumbo. Una torre de ladrillo inclinada, más alta que los muros almenados, se elevaba en una serie de balcones de cemento donde guardias militares armados nos vigilaban desde detrás de paneles de vidrio blindado. El patio estaba al aire libre pero olía a cigarrillos, madera recién cortada y a los cuerpos sucios de los soldados convictos que miraron mi llegada con una mezcla de curiosidad y desdén.

Hacía más calor que en Rusia y no había retratos de Stalin y Lenin para admirar, pero por un momento me sentí como si estuviera de nuevo en el Campo Once en Voronezh. Parecía impensable que estuviésemos a un kilómetro y medio de Nueva York; no obstante, casi podía oír el freír de las hamburguesas y las patatas fritas, y de inmediato comencé a sentir hambre. En el Campo Once siempre teníamos hambre, cada día y todos los días; algunos hombres de la prisión jugaban a las cartas, otros intentaban mantener la forma física, pero en Voronezh nuestro principal pasatiempo era esperar que nos alimentasen. Y no es que lo hicieran con comida: una sopa aguada -un mejunje oscuro y pastoso parecido al pan con sabor a combustible- era todo lo que comíamos. Estos hombres de Castle Williams parecían estar mucho mejor. Aún mostraban una mirada de resistencia y ansias de fuga en sus ojos. Ningún prisionero en un campo de trabajo soviético podía mirar alguna vez de esa manera. Sólo por mirar a un guardia del MVD con esa insolencia, se hubiera arriesgado a recibir una paliza o tal vez algo peor; y nadie pensaba nunca en escapar: no había ningún lugar adónde ir.

El sargento me llevó a la torre inclinada y subimos por una escalera de caracol hasta el segundo piso de la fortaleza.