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—¿Qué? —preguntó al final el recién llegado.

—La buena madre prepara sopa de verduras para su hijo descarriado.

Otra pausa, esta vez más larga.

—¿Estás seguro de que la torre mal construida no tiembla al paso de la mariposa? —insistió la figura empapada.

—Qué va. Es la sopa de verduras. Lo siento. La lluvia seguía cayendo despiadada sobre el embarazoso silencio.

—¿Y la ballena enjaulada? —preguntó el empapado visitante, tratando de arrebujarse en el escaso refugio que ofrecía el temible portal.

—¿Qué le pasa?

—Que no sabe nada sobre las grandes profundidades, para que te enteres.

—Ah, la ballena enjaulada. Tú a los que buscas es, los Hermanos Esclarecidos de la Noche Ébano. Es tres puertas más abajo.

—¿Y quiénes sois vosotros?

—Somos los Iluminados y Antiquísimos Hermanos de Ee.

—Creía que os reuníais en la calle Melaza —señalo el hombre empapado.

—Sí, bueno, pero ya sabes cómo van estas cosas. Los del taller de marroquinería usan la sala los martes, y nos hicimos un lío.

—Ah. Bueno, pues gracias.

—No hay de qué.

La puertecita de la mirilla se cerró.

La figura envuelta en la capa se la quedó mirando un momento, y luego chapoteó sobre los charcos, calle abajo. Era verdad, allí había otro portal. El diseñador no se había molestado en variar mucho el estilo.

Llamó con los nudillos. La puertecita de la mirilla se abrió.

—¿Sí?

—Oye, el búho sensato ulula a medianoche, ¿vale?

Pero muchos señores grises contemplan con tristeza a los hombres sin amo.

— Hurra, hurra por la hija de la hermana de la soltera, ¿te enteras?

Para el verdugo, todos tenemos la misma altura.

—Sí, sin duda la rosa está dentro de la espina. Aquí están cayendo chuzos de punta, supongo que lo sabes.

—Sí —replicó el otro con el tono de voz de quien, desde luego, lo sabe, pero no se está mojando.

El visitante suspiró.

— La ballena enjaulada no sabe nada sobre las grandes profundidades, y vale ya.

—La torre mal construida tiembla al paso de la mariposa.

La figura empapada se aferró a los barrotes de la mirilla y se alzó sobre las puntas de los pies.

—Venga, déjame entrar, estoy calado —siseó. Hubo otra pausa llena de lluvia.

—Esas profundidades… ¿dijiste que eran grandes?

—Sí, lo dije, y bien claro. Unas profundidades todo lo grandes que quieras. Soy yo, el Hermano Dedos.

—Pues no te lo oí decir —insistió cauteloso el vigilante de la puerta.

—Oye, ¿queréis el maldito libro o no? Nadie me obliga a hacer esto. Podría estar tranquilamente en mi cama, a ver si te enteras.

—¿Seguro que lo dijiste?

—Estoy completamente seguro de que son unas profundidades profundísimas —lo apremió el Hermano Dedos—. Sabía lo profundas que eran cuando tú no eras más que un neófito. ¡Ahora, haz el favor de abrir |« puerta!

—Bueno…, de acuerdo.

Sonaron varios cerrojos oxidados. Otra pausa.

—¿Te importa darle un empujón? —dijo la voz desde dentro—. La Puerta del Conocimiento que No Debe Traspasar el Ignorante se atranca en cuanto caen cuatro gotas.

El Hermano Dedos arrimó el hombro y empujó. La puerta se abrió. Lanzó una mirada asesina al Hermano Portero, y se dirigió hacia el interior.

Los demás le aguardaban en el Santuario Interior, de pie, con el aire desconcertado de los que no están acostumbrados a usar siniestras capas negras con capuchas. El Gran Maestro Supremo le hizo un gesto de saludo.

—Eres el Hermano Dedos, ¿verdad?

—Sí, Gran Maestro Supremo.

—¿Traes aquello en pos de lo cual se te envió? El Hermano Dedos se sacó un paquete de entre los pliegues de la capa.

—Estaba donde dije —afirmó—. Ningún problema.

—Bien hecho, Hermano Dedos.

—Gracias, Gran Maestro Supremo.

El Gran Maestro Supremo dio unos cuantos manotazos para pedir silencio. Todos los asistentes formaron una especie de círculo en torno a él.

—Llamo al orden al Único y Supremo Congreso di los Hermanos Esclarecidos —entonó—. ¿Está bien se liada la Puerta del Conocimiento, para impedir la entrada a herejes e ignorantes?

—A cal y canto —replicó el Hermano Portero—. Es por la humedad. La semana que viene traeré la lija, eso lo arreglo yo en un perique…

—De acuerdo, de acuerdo —lo interrumpió el Gran Maestro Supremo—. Con un simple «sí» bastaba. ¿Se ha dibujado bien el triple círculo? ¿Están aquí todos los que son, son todos los que están? ¡Ay del ignorante que se encontrara aquí, pues sería expulsado de este lugar, sus charnelas desgarradas, sus ordinales esparcidos a los cuatro vientos, sus lipasas clavadas en una estaca! ¿qué pasa ahora?

Disculpa, ¿has dicho Hermanos Esclarecidos! El Gran Maestro Supremo clavó la vista en la solitaria figura que levantaba la mano.

—Sí, los Hermanos Esclarecidos, guardianes del sagrado conocimiento desde tiempos inmemoriales…

—Desde febrero —aportó el Hermano Portero, siempre dispuesto a cooperar.

El Gran Maestro Supremo tenía la sensación de que el Hermano Portero nunca acababa de entrar en el espíritu del asunto.

—Lo siento. Lo siento. Lo siento —dijo la figura, preocupada—. Me equivoqué de sociedad. Cuánto lo siento. Debí de equivocarme de callejón. Ya me voy, si me disculpáis, perdonad…

—Sus lipasas clavadas en una estaca —repitió el Gran Maestro Supremo, alzando la voz para hacerse oír por encima del estruendo que armaba el Hermano Portero tratando de abrir el temible portal atrancado—. ¿Estamos ya? ¿Hay algún otro ignorante que se haya equivocado de fiesta? —añadió con cierto sarcasmo—. bien. Estupendo. Supongo que será mucho pedir que alguien me informe de si las Cuatro Torres de Vigilancia están cerradas. Ah, perfecto. ¿Y el Pantalón de Santidad alguien se ha molestado en confesarlo? Ah, tú. ¿Bien? Lo comprobaré, si no te importa… Vale. ¿Están todas las ventanas cerradas con los Cordones Rojos del Intelecto, como ordenan las antiguas leyes? Bien. Ahora, a lo mejor podemos seguir.

Con el ceño ligeramente fruncido de quien acaba de pasar un dedo por el estante más alto de su nuera, y contra todo pronóstico ha descubierto que está inmaculadamente limpio, el Gran Maestro prosiguió.

Qué pandilla, pensó. Vaya puñado de incompetentes, en otra sociedad secreta no los tocarían ni con un Cetro de Autoridad de tres metros de largo. Son de los que se dislocan los dedos hasta con el apretón de manos secreto más sencillo.

Pero, pese a todo, son unos incompetentes con posibilidades. Que las otras sociedades se queden con los hábiles, los esperanzados, los ambiciosos, los inteligentes, Él prefería a los inútiles resentidos, los que estaban llenos de bilis e ira, los que sabían que podrían hacer algo grande si se les diera la oportunidad. Prefería a Aquellos cuyas riadas de veneno y ansia de venganza solo estaban refrenadas por delgados muros de ineptitud y paranoia.

Y de estupidez, claro. Todos habían formulado el juramento, pero ni a uno se le había ocurrido preguntar qué era una lipasa.

—Hermanos —dijo—, esta noche tenemos que discutir asuntos de vital importancia: el buen gobierno…, no, qué digo, el futuro mismo de Ankh-Morpork está en nuestras manos.

Todos se inclinaron hacia adelante para oír mejor. El Gran Maestro Supremo sintió el cosquilleo de la vieja sensación de poder. Estaban pendientes de sus palabras. Sólo por aquella sensación gloriosa ya valía la pena vestirse con esa estúpida capa.

—¿No sabemos bien que la ciudad está bajo la zarpa de hombres corruptos, que se refocilan en sus tesoros mal ganados, mientras que hombres mejores tienen que sufrir el yugo de una esclavitud virtual?