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La menuda princesa, con pasos breves y rápidos, dio la vuelta a la mesa con su bolsa de labor en la mano; y, ajustándose alegremente el vestido, tomó asiento en un diván cerca del samovar de plata, como si todo lo que hacía fuese une partie de plaisirpara ella y para cuantos la rodeaban.

—J'ai apporté mon ouvrage— dijo, abriendo la bolsa y dirigiéndose a todos al mismo tiempo. —Mire, Annette, ne me jouez pas un mauvais tour— añadió volviéndose hacia la dueña de la casa. —Vous m’avez écrit que c'était une toute petite soirée; voyez comme je suis attifée. 20

Y extendió los brazos, para enseñar su elegante vestido gris, guarnecido de blondas y ceñido bajo el pecho con una cinta ancha.

—Soyez tranquille, Lise, vous serez toujours la plus jolie— respondió Anna Pávlovna. 21

—Vous savez, mon mari m’abandonne— siguió diciendo con el mismo tono, volviéndose a un general. —Il va se faire tuer. Dites-moi, pourquoi cette vilaine guerre?— 22se dirigía ahora al príncipe Vasili, y sin esperar respuesta, comenzó a charlar con la hija del príncipe, la bella Elena.

—Quelle délicieuse personne que cette petite princesse! 23— comentó en voz baja el príncipe Vasili dirigiéndose a Anna Pávlovna.

Poco después de la menuda princesa entró en la sala un joven corpulento, grueso, de cabellos cortos, lentes, calzones claros, según la moda de la época, alto cuello de encaje y frac de color castaño. Aquel joven grueso era el hijo natural de un célebre dignatario en los tiempos de Calalina II, el conde Bezújov, que precisamente entonces estaba a las puertas de la muerte en Moscú. No había ocupado todavía ningún cargo, y volvía del extranjero, donde se había educado; por primera vez tomaba parte en una recepción. Anna Pávlovna lo acogió, con el saludo reservado a los hombres de ínfimo rango jerárquico, en su salón. Mas, a pesar del saludo dirigido como a una persona inferior, al ver entrar a Pierre, el rostro de Anna Pávlovna reflejó la inquietud y el temor que se experimentan cuando uno se halla ante una cosa enorme y fuera de su sitio.

En realidad, Pierre era algo más corpulento que cualquiera de los demás hombres que se hallaban allí; pero el temor de la anfitriona podía deberse solamente a su inteligente mirada de observador franco y tímido a la vez, que lo distinguía de los demás invitados.

—C'est bien aimable à vous, monsieur Pierre, d’être venu voir une pauvre malade 24— le dijo Anna Pávlovna, al tiempo que intercambiaba una asustada mirada con la tía, hacia quien llevaba al recién llegado.

Pierre murmuró unas palabras ininteligibles y siguió buscando a alguien con los ojos. Sonrió alegremente al saludar a la menuda princesa como a una íntima conocida y se acercó a la tía. No eran vanos los temores de Anna Pávlovna, porque Pierre no escuchó más que el final de la frase de la tía sobre la salud de Su Majestad y se alejó de la señora. Anna Pávlovna, asustada, lo detuvo, diciéndole:

—¿No conoce al abate Morio? Es un hombre muy interesante...

—Sí; he oído hablar de sus proyectos de paz perpetua; eso es muy hermoso, pero no me parece posible...

—¿Lo cree así?...— replicó Anna Pávlovna, por decir algo, y quiso volver a sus deberes de anfitriona.

Pero Pierre cometió otra incorrección. Antes no atendió a la tía, alejándose de ella; ahora entretenía con su conversación a la anfitriona, que debía cumplir con sus propias obligaciones. Con la cabeza inclinada, separadas sus largas piernas, demostraba a Anna Pávlovna por qué, a su juicio, los proyectos del abate eran una quimera.

—Hablaremos después— sonrió Anna Pávlovna.

Y separándose del joven, que no tenía el más elemental conocimiento del mundo, volvió a sus ocupaciones de ama de casa: a mirar y escuchar, pronta a llevar auxilio allí donde la conversación decaía. Como el dueño de una hilandería, que, tras haber colocado en sus puestos a los operarios, camina a un lado y otro de su taller, y advirtiendo dónde hay un huso parado o el ruido insólito y demasiado fuerte de otro, los vuelve de nuevo a la marcha conveniente, así Anna Pávlovna, paseando por su salón, se acercaba bien a un círculo demasiado silencioso, bien a otro excesivamente locuaz, y con una palabra, con una sustitución de personas, reanimaba el mecanismo de la conversación y lo dejaba de nuevo en su ritmo regular y correcto. Pero aun en medio de ese cuidado, se notaba su especial temor por Pierre. No dejó de observarlo cuando se acercó a escuchar a Mortemart o cuando se dirigió hacia el grupo en que estaba el abate. Aquella velada era la primera que en Rusia veía Pierre, educado en el extranjero. No ignoraba que allí estaba reunida toda la intelectualidad de San Petersburgo; y sus ojos, como los de un niño en una tienda de juguetes, iban de un lado a otro. Temía perder cualquier conversación apasionante que pudiera escuchar. Y observando las seguras y desenvueltas expresiones en los rostros de las personas allí congregadas, esperaba en todo momento oír algo extraordinariamente inteligente. Por fin se acercó a Morio. La conversación le parecía interesante y se detuvo en el grupo del abate, a la espera de una ocasión para expresar su propio parecer, como les gusta hacer a los jóvenes.

III

La velada de Anna Pávlovna estaba en marcha. Los husos trabajaban regularmente en sus distintos lugares y rumoreaban sin cesar. Exceptuando a ma tante, junto a la que estaba una señora de cierta edad y rostro enjuto y lloroso, como fuera de lugar en aquella brillante reunión, los invitados formaban tres grupos. El abate era el centro de uno, compuesto de hombres en su mayoría. En el otro, formado por los jóvenes, se hallaba la bella princesa Elena, hija del príncipe Vasili, y la bonita y sonrosada, aunque un poco regordeta para su edad, princesa Bolkónskaia. Y el tercer grupo era el formado por Mortemart y Anna Pávlovna.

El vizconde era hombre joven y atractivo, de fisonomía y maneras agradables; sin duda se consideraba una celebridad, aunque por buena educación permitía modestamente que la sociedad en que se hallaba pudiera aprovecharse de él. Era evidente que Anna Pávlovna lo ofrecía a sus invitados. Como un buen maître d’hôtelnos sirve como plato extraordinario y exquisito aquel trozo de carne que nadie comería si lo viera en una sucia cocina, así, aquella noche, Anna Pávlovna “servía” a sus invitados —primero al vizconde, y después al abate— como un manjar refinado y extraordinario. En el grupo de Mortemart se habló de inmediato del asesinato del duque de Enghien. El vizconde sostenía que el duque había sido víctima de su propia magnanimidad y que la cólera de Bonaparte obedecía a causas especiales.

—Ah! voyons. Contez-nous cela, vicomte— medió Anna Pávlovna alegremente, porque le parecía que aquella frase sonaba algo a lo Luis XV. —Contez-nous cela, vicomte. 25

El vizconde se inclinó en señal de obediencia y sonrió cortésmente. Anna Pávlovna hizo corro en torno al vizconde e invitó a cada uno a escucharlo.

—Le vicomte a été personnellement connu de Monseigneur 26— susurró a uno Anna Pávlovna. —Le vicomte est un parfait conteur— dijo a otro. —Comme on voit l’homme de la bonne compagnie!— aseguró a un tercero; y así, el vizconde fue servido a los presentes en el aspecto más elegante y lisonjero para él, como un roast beefen plato caliente, guarnecido de verduras.