Mi madre estableció un hospital privado para soldados heridos. La recuerdo, con el entonces de moda uniforme gris y blanco de enfermera que ella detestaba, denunciando con las mismas lágrimas infantiles tanto la impenetrable mansedumbre de aquellos campesinos mutilados como la ineficacia de la compasión a tiempo parcial. Y, más tarde incluso, ya en el exilio, cuando pasaba revista a su pasado se acusaba frecuentemente a sí misma (de forma injusta, según mi opinión actual) de no haberse visto tan afectada por la desdicha humana como por la carga emocional que el hombre vuelca sobre la inocente naturaleza: viejos árboles, viejos caballos, viejos perros.
Su especial cariño por los dachshunds pardos desconcertaba a mis criticonas tías. En los álbumes familiares que ilustran sus años jóvenes apenas aparecía ningún grupo que no incluyera a uno de esos pequeños animales, generalmente con alguna parte de su flexible cuerpo emborronada y siempre con esos extraños ojos paranoicos que muestran los dachshunds en las instatáneas. Un par de obesos vejestorios de esta especie, Box y Loulou, todavía dormitaban al sol en el porche cuando yo era niño. En algún momento de 1904 mi padre compró en una exposición de perros celebrada en Munich un cachorro que con el tiempo se convirtió en el malhumorado pero maravillosamente bonito Trainy(tal como le bauticé, porque era tan alargado y pardo como un coche-cama). Uno de los temas musicales de mi infancia es la histérica voz de Trainy persiguiendo a la liebre que jamás llegó a cazar por las profundidades de nuestro parque de Vyra, de donde regresaba al anochecer (después de que mi ansiosa madre se hubiera pasado largo rato silbando en la avenida de los robles) con el viejo cadáver de un topo entre los dientes y las orejas llenas de erizos. Alrededor de 1915 se le quedaron paralizadas las patas traseras, y hasta que no le dieron cloroformo se arrastró penosamente por el reluciente parque como un cul de jatte. Luego hubo alguien que nos regaló otro cachorro, Box II, cuyos abuelos habían sido Quina y Brom, los perros del doctor Anton Chejov.
Este último dachshundnos siguió en nuestro exilio, y en una fecha tan tardía como 1930 todavía podía ser visto, en un suburbio de Praga (donde mi enviudada madre pasó sus últimos años, viviendo de una pequeña pensión que le proporcionó el gobierno checo), saliendo de mala gana a pasear con su ama, anadeando rezagado y con cara de pocos amigos, terriblemente viejo y fastidiado por el largo bozal checo de alambre: un perro emigrado con abrigo remendado que no le iba a la medida.
Durante nuestros dos últimos años en Cambridge, mi hermano y yo solíamos ir a pasar las vacaciones a Berlín, donde nuestros padres, las dos chicas y Kirill, que tenía sólo diez años, ocupaban uno de esos enormes, sombríos y eminentemente burgueses pisos en los que he instalado a tantas de las familias de emigrados que aparecen en mis novelas y relatos. La noche del 28 de marzo de 1922, alrededor de las diez, en la sala en donde mi madre permanecía como de costumbre tendida en el sofá de felpa roja de la esquina, estaba yo casualmente leyéndole los poemas de Block sobre Italia —y acababa de terminar sus versos dedicados a Florencia, que Blok compara con la delicada y etérea flor de los lirios, y ella, sin dejar de hacer calceta, me decía: «Cierto, cierto, Florencia parece un dimniy iris, ¡es verdad! Recuerdo que...—, cuando sonó el teléfono.
Después de 1923, al irse ella a Praga, yo viví en Alemania y Francia, y no pude visitarla con frecuencia; tampoco estuve a su lado cuando murió, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Cada vez que conseguía desplazarme a Praga sentía esa punzada de advertencia, levemente anticipada y que te pilla de sorpresa, adoptando de nuevo su conocida máscara. En el triste alojamiento que compartía con su más querida compañera, Eugenia Konstantinovna Hofeld (1884-1957), que, en 1914, había sustituido a Miss Greenwood (la cual, a su vez, había sustituido a Miss Lavington) como institutriz de mis dos hermanas (Olga, nacida el 5 de enero de 1903, y Elena, nacida el 31 de marzo de 1906), solía tener esparcidos a su alrededor, sobre restos de decrépitos muebles de segunda mano, álbumes en los que, durante los últimos años, había copiado sus poemas preferidos, desde Mavkov hasta Mayakovski. Un vaciado de la mano de mi padre y una acuarela de su tumba en el cementerio ortodoxo griego de Tegel, que actualmente forma parte de Berlín Oriental, compartían los anaqueles con libros de escritores emigrados, tan propensos a la desintegración por culpa de sus baratas encuademaciones de papel. Una caja de jabón cubierta por una tela verde era el soporte de la serie de pequeñas y borrosas fotografías que gustaba tener cerca de su sofá. En realidad no las necesitaba, porque nada se había perdido. Del mismo modo que una compañía teatral que sale de gira lleva consigo a todas partes, mientras todavía recuerda el texto, un cerro ventoso, un castillo entre neblina y una isla encantada, también ella llevaba consigo todo lo que su alma había atesorado. Con gran claridad, puedo verla sentada a la mesa, estudiando serenamente las cartas de un solitario: se apoya en el codo izquierdo y presiona contra la mejilla el pulgar que le queda libre en la mano izquierda, que también sostiene, cerca de sus labios, un pitillo, mientras la mano derecha se adelanta a buscar el siguiente naipe. El doble brillo que aparece en el dedo anular corresponde a dos anillos de matrimonio, el suyo y el de mi padre, que, como es demasiado grande para ella, ha sido unido a su propio anillo con un poco de hilo negro.
Cada vez que los veo en mis sueños, los muertos parecen silenciosos, preocupados, extrañamente deprimidos, muy diferentes a su querida y alegre forma de ser. Los encuentro, sin el menor asombro, en lugares que jamás visitaron durante su vida terrena, en casa de algún amigo mío al que nunca llegaron a conocer. Se sientan aparte, mirando ceñudos al suelo, como si la muerte fuese una oscura mancha, un vergonzoso secreto de familia. No es desde luego entonces —no es en los sueños— sino en plena vigilia, en momentos de robusta alegría y de triunfo, en la más elevada terraza de la conciencia, cuando la mortalidad aprovecha la ocasión para mirar más allá de sus propios límites, desde el mástil, desde el pasado y el torreón de su castillo. Y aunque apenas puede vislumbrarse nada por entre la niebla, tengo en cierto sentido la bendita sensación de que miro hacia donde debo mirar.
CAPITULO TERCERO
1
Los blasonistas inexpertos recuerdan a esos viajeros medievales que regresan de Oriente cargados de fantasías faunísticas más influidas por el bestiario que ya poseían antes de partir que por la exploración zoológica directa. Así, en la primera versión de este capítulo, al describir el escudo de armas de los Nabokov (descuidadamente vislumbrado entre algunas chucherías familiares varios años atrás), conseguí de algún modo transformarlo en una extraña composición en la que dos osos posaban sosteniendo entre ambos un gran tablero de ajedrez. Ahora he vuelto a mirar ese blasón, y me he decepcionado al comprobar que no hay más que un par de leones —parduscos y, quizá, más lanudos de la cuenta, pero nada osunos en realidad— relamiéndose el hocico, rampantes, reguardantes, mostrando con arrogancia un escudo que no es más que la decimosexta parte de un damero, de colores alternados, azures y gules, con una cruz botonéede plata en cada rectángulo. Encima de él asoman los restos del desgraciado caballero: su duro yelmo y su incomestible gorjal, así como un valiente brazo que sale desde detrás de un adorno foliado, gules y azur, y que todavía blande una corta espada. Za hrabrost', «por valor», dice la leyenda.