Las dos baronesas von Korff dejaron su huella en los ficheros de la policía de París. Una de ellas, Anna-Christina Stegelman, hija de un banquero sueco, era viuda del barón Fromhold Christian von Korff, coronel del ejército ruso, tío-bisabuelo de mi abuela. Anna-Christina fue también prima, o novia, o ambas cosas, de otro soldado, el famoso conde Axel von Fersen; y fue ella quien, en París, el año 1791, prestó su pasaporte y su carruaje, nuevo a estrenar y hecho a la medida (un suntuoso coche montado sobre altas ruedas rojas, tapizado con terciopelo blanco de Utrecht, con cortinas verde oscuro y toda clase de complementos, entonces modernos, tales como un vase de voyage) a la familia real, para su huida a Varennes. La reina fingió ser ella, y el rey, el preceptor de los dos niños. La otra anécdota policíaca tuvo que ver con una mascarada menos dramática.
Una semana antes del Carnaval, en París, hace más de un siglo, el conde de Morny invitó al baile de disfraces que se celebraba en su casa, a «une noble dame que la Russie a prétée cet hiver a la France» (según informó Henrys en la Gazette du Valais, sección de la lllustration, 1859, p. 251). Se trataba de Nina, baronesa von Korff, a la que ya he mencionado; María (1842-1926), la mayor de cinco hermanas, se casaría en septiembre de ese mismo año, 1859, con Dmitri Nikolaevich Nabokov (1827-1904), un amigo de la familia que también se encontraba en París por aquel entonces. Con motivo del baile, la señora encargó unos vestidos de florista para María y Olga, a doscientos veinte francos cada uno. Su precio, según el elocuente y poco veraz reportero de la lllustration, representaba seiscientos cuarenta y tres días «de nourriture, de loyer et d'entretien du père Crépin[comida, alquiler y calzado]», lo cual suena raro. Cuando los vestidos estuvieron listos, Mme. de Korff los encontró «trop décolletés» y se negó a quedárselos. La modista le envió a un huissier[ujier], cuya visita provocó un tremendo escándalo, y mi bisabuela (una mujer bella, apasionada y, siento decirlo, mucho menos austera en lo que se refería a su moral particular de lo que pudiera sugerir su actitud ante los grandes escotes) demandó por daños y perjuicios a la modista.
Sostuvo que las demoiselles de magazinque fueron a llevarle los vestidos eran unas «péronelles[lagartas]», y que, en respuesta a su objeción relativa a que los vestidos tenían unos escotes tan grandes que ninguna dama se prestaría a ponérselos, «se sont permis d'exposer des théories égalitaires du plus mauvais goût[se atrevieron a exponer teorías igualitarias del peor gusto]»; dijo que ya era demasiado tarde para que les hicieran otros disfraces y que sus hijas no pudieron ir al baile; acusó al huissiery a sus acólitos de repanchingarse en los asientos más muelles y obligar a las damas a utilizar los más duros; también se quejó, furiosa y amargamente, de que el ujier hubiese llegado a amenazar con la cárcel a MonsieurDmitri Nabokoff «Conseiller d'État, homme sage et plein de mesure[persona sensata y reservada]» sólo porque el susodicho caballero intentó arrojar al huissierpor la ventana. No eran argumentos muy convincentes, pero la modista perdió el caso. Tuvo que quedarse con sus vestidos, devolver lo que le habían pagado por ellos, y pagar además mil francos a la demandante; por otro lado, la factura que el fabricante de su carruaje le presentó en 1791 a Christina, una nadería de cinco mil novecientas cuarenta y cuatro libras, jamás llegó a ser pagada.
Dmitri Nabokov (la terminación en ff no era más que una vieja manía europea), ministro de Estado de Justicia entre 1878 y 1885, hizo cuanto estuvo en su mano por proteger, ya que no reforzar, las reformas liberales de los años sesenta (la institución del jurado, por ejemplo) frente a los feroces ataques reaccionarios. «Actuó —dice uno de sus biógrafos (la Enciclopedia Brockhaus, segunda edición rusa)— como el capitán de un buque en plena tormenta, que es capaz de arrojar por la borda parte del cargamento para salvar el resto.» El epitáfico símil repite inconscientemente un tema epigráfico: el anterior intento realizado por mi abuelo de arrojar al representante de la ley por la ventana.
Cuando se retiró, Alejandro III le ofreció elegir entre el título de conde y una suma de dinero, presumiblemente grande; no sé cuánto valía exactamente un título de conde en Rusia, pero, en contra de las frugales esperanzas del Zar, mi abuelo (al igual que su tío Ivan, a quien Nicolás había ofrecido una elección similar) se zambulló de cabeza en pos de la más sólida de las recompensas. ( «Encore un comte raté», comenta con guasa Sergey Sergeevich.) A partir de entonces vivió casi siempre en el extranjero. Durante los primeros años de este siglo se le nubló la mente y se aferró a la creencia de que mientras permaneciera en la región mediterránea no le pasaría nada. Los médicos sostenían la opinión contraria, y creían que viviría más tiempo en el clima de alguna estación de montaña o en el norte de Rusia. Hay una anécdota extraordinaria, cuyas piezas no he podido reunir por completo, que cuenta cómo escapó, en algún lugar de Italia, de quienes le atendían. Luego estuvo errando por la zona, denunciando con vehemencia comparable a la del rey Lear la actitud de sus hijos, ante desconocidos que respondían con una sonrisa de burla, hasta que fue capturado en un remoto y salvaje rincón rocoso por unos carabinieride marcado sentido práctico. Durante el invierno de 1903, mi madre, la única persona cuya presencia podía soportar el anciano en sus momentos de locura, estuvo constantemente a su lado en Niza. Mi hermano y yo, que teníamos respectivamente tres y cuatro años, también estábamos allí con nuestra institutriz inglesa; recuerdo el sonoro estremecimiento de los cristales de las ventanas a la menor brisa, y el asombroso dolor que me causó una gota de lacre que me cayó en el dedo. Utilizando la llama de una vela (diluida hasta una engañosa palidez por el sol que invadía las losas en las que estaba arrodillado), había estado dedicándome a transformar goteantes barritas de aquella materia en pegajosas manchas de maravilloso olor y de tonos rojo y azul y broncíneo. Momentos después empecé a berrear en el suelo, y mi madre corrió a rescatarme, mientras no lejos de allí mi abuelo, en su silla de ruedas, daba resonantes porrazos con su bastón. Mi madre se las vio y se las deseó para tratarle. Utilizaba palabras malsonantes. Confundía una y otra vez al criado que empujaba su silla por el Promenadedes Anglais con el conde Loris-Melikov, uno de sus compañeros (fallecido hacía mucho tiempo) del gabinete ministerial de los años ochenta. «Qui est cette femme —chassez la !», le decía gritando a mi madre mientras señalaba con su tembloroso índice a la reina de Bélgica o de Holanda, que se había detenido para interesarse por su salud. Recuerdo confusamente haber corrido hasta su silla para enseñarle una bonita piedrecilla, que él examinaba lentamente y se llevaba luego a la boca. Ojalá hubiese sido más curioso en aquella época posterior en la que mi madre solía recordar estos tiempos.
Mi abuelo se hundía, por períodos cada vez más prolongados, en un estado de inconsciencia; durante uno de ellos fue enviado a su pied-a-terredel Muelle de Palacio en San Petersburgo. Mientras iba recobrando gradualmente la conciencia, mi madre transformó su dormitorio en el que había tenido en Niza. Encontraron algunos muebles parecidos, y un mensajero especial trajo de Niza ciertos artículos, y fueron adquiridas todas las flores a las que sus neblinosos sentidos se habían acostumbrado, con toda su variedad y profusión, y pintaron de blanco luminoso un fragmento de pared que se divisaba desde la ventana, de modo que cada vez que volvía a un estado de relativa lucidez se encontraba a salvo en aquella Riviera artísticamente escenificada por mi madre; y allí, el 28 de marzo de 1904, exactamente dieciocho años antes que mi padre, murió pacíficamente.