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Dejó cuatro hijos y cinco hijas. El mayor era Dmitri, que heredó el mayorazgo de los Nabokov en lo que entonces eran dominios polacos del Zar; su primera esposa fue Lidia Eduardovna Falz-Fein, y la segunda Marie Redlich; a continuación venía mi padre; después Sergey, gobernador de Mitau, que se casó con Daria Nikolaevna Tuchkov, tataranieta del mariscal de campo Kutuzov, príncipe de Smolensk. El más pequeño era Konstantin, un solterón empedernido. Las hermanas eran: Natalia, esposa de Ivan de Peterson, cónsul ruso en La Haya; Vera, esposa de Ivan Pihachev, deportista y terrateniente; Nina, que se divorció del barón Rausch von Traubenberg, gobernador militar de Varsovia, para casarse con el almirante Nikolay Kolomeytsev, héroe de la guerra del Japón; Elizaveta, casada con Henri, príncipe de Sayn-Wittgenstein-Berleburg, y, después de su muerte, con Roman Leikmann, que antes fuera preceptor de sus hijos; Nadezhda, esposa de Dmitri Vonlyarlyarski, de quien más tarde se divorció.

El tío Konstantin era miembro del cuerpo diplomático y, durante la última etapa de su carrera, en Londres, libró una enconada y finalmente fracasada batalla con Stablin, para ver cuál de los dos dirigía la legación rusa. Su vida estuvo bastante desprovista de acontecimientos, pero se libró maravillosamente de un par de encerronas del destino, mucho menos inocuas que la corriente de aire de un hospital de Londres que acabó con su vida en 1929. Una vez, el 17 de febrero de 1905, encontrándose en Moscú, cuando un amigo suyo, el gran duque Sergey, le ofreció, medio minuto antes de la explosión, llevarle en su carruaje, y mi tío dijo que no, gracias, que prefería ir andando, y el coche se fue al encuentro de su fatal cita con la bomba de un terrorista; y la segunda vez, siete años más tarde, cuando faltó a otra cita, esta vez con un iceberg, al devolver por casualidad su pasaje para el Titanic. Después de nuestra huida de la Rusia de Lenin le vimos en Londres bastante a menudo. Nuestro encuentro en la estación Victoria, el año 1919, es una viñeta que permanece viva en mi recuerdo: mi padre adelantándose hacia su etiquetero hermano con un envolvente abrazo de oso; él, retrocediendo y diciéndole: «Mi v Anglii, Mi v Anglii[Estamos en Inglaterra].» Su encantador pisito estaba lleno a rebosar de recuerdos de la India, por ejemplo, fotografías de jóvenes oficiales británicos. Es autor de The Ordeal of a Diplomat[La ordalía de un diplomático] (1921), que se puede encontrar fácilmente en las grandes bibliotecas públicas, y de una versión en inglés del Boris Godunovde Pushkin; y aparece retratado, con barba de chivo incluida (y al lado del conde Witte, los dos delegados japoneses y Theodore Roosevelt, con aspecto benévolo), en un mural de la firma del Tratado de Portsmouth que se encuentra en el lado izquierdo del vestíbulo principal del Museo Norteamericano de Historia Naturaclass="underline" un lugar insuperablemente adecuado en donde encontrar mi apellido escrito en caracteres eslávicos de oro, como pude comprobar la primera vez que pasé por allí junto a otro lepidopterólogo que, en respuesta a la exclamación de reconocimiento que yo emití, se limitó a decir: «Cierto, cierto.»

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En forma diagramática, las tres fincas familiares del Oredezh, setenta y cinco kilómetros al sur de San Petersburgo, pueden ser representadas como tres anillos enlazados que forman una cadena de quince kilómetros que se extiende de oeste a este a uno y otro lado de la carretera de Luga. La de mi madre, Vyra, está en el centro; Rozhestveno, la de su hermano, a la derecha; y Batovo, la de mi abuela, a la izquierda. Los puntos de unión son los puentes que cruzan el Oredezh (o, mejor dicho, Oredezh') que, siguiendo su curso serpenteante y ramificado, bañaba Vyra por ambos lados.

Otras dos fincas, mucho más alejadas, de esta misma región estaban relacionadas con Batovo: la de Druzhnoselie de mi tío el príncipe Wittgenstein, situada pocos kilómetros más allá de la estación de ferrocarril de Siverski, que estaba a nueve kilómetros al nordeste de nuestras tierras; y la de Mityushino, de mi tío Pihachev, que estaba a unos setenta y cinco kilómetros al sur en la carretera de Luga; no estuve allí ni una sola vez, pero recorríamos bastante a menudo los aproximadamente quince kilómetros que nos separaban de los Wittgenstein, y una vez (agosto de 1911) les visitamos en su otra espléndida finca, Kamenka, situada en la provincia de Podolsk, en el sudoeste de Rusia.

La finca de Batovo entra en la historia el año 1805, cuando pasa a ser propiedad de Anastasia Matveevna Rileev, néeEssen. Su hijo, Kondratiy Fyodorovich Rileev (1795-1826), poeta menor, periodista y famoso decembrista que pasaba allí la mayor parte de los veranos, escribió elegías al Oredezh y entonó himnos al castillo del príncipe Aleksey, que era la joya de sus riberas. La leyenda y la lógica, extrañas pero poderosas asociadas, parecen indicar, tal como he explicado más extensamente en mis notas al Onegin, que el duelo a pistola de Rileev con Pushkin, del que tan poco se sabe, se celebró en el parque de Batovo, entre el 6 y el 9 de mayo (calendario juliano) de 1820. Puskin, con dos amigos, el barón Anton Delvig y Pavel Yakovlev, que le acompañaban en el primer tramo de su largo viaje en coche de San Petersburgo a Ekaterinoslav, abandonó sigilosamente la carretera de Luga a la altura de Rozhestveno, cruzó el puente (el golpeteo de los cascos se transformó aquí en una breve trápala), y siguió el antiguo camino lleno de baches que conducía hacia Batovo. Allí, delante de la casa solariega, Rileev les esperaba con impaciencia. Acababa de enviar a su esposa, que estaba en el último mes de su embarazo, a las tierras que ella tenía cerca de Voronezh, y ansiaba que concluyera lo antes posible el duelo para después, si Dios quería, reunirse allí con ella. Puedo notar en mi piel y en mis orificios nasales la deliciosa aspereza campesina de aquel día de primavera norteña que recibió a Pushkin y a sus dos padrinos cuando bajaron del coche y comenzaron a caminar por la avenida de tilos que nacía al otro lado de los arriates de Batovo, que todavía se mantenían virginalmente negros. Veo con la misma claridad a los tres jóvenes (la suma de sus edades equivale a la que yo tengo ahora) siguiendo a su anfitrión y a dos desconocidos hacia el parque. En esas fechas asomaban pequeñas violetas arrugadas por entre la alfombra de hojas muertas del año anterior, y las recién aparecidas punta-anaranjadas se posaban sobre los temblorosos dientes de león. Durante un momento el destino pudo vacilar entre impedir que un heroico rebelde se encaminara hacia la horca, o privar a Rusia de Eugene Onegin; luego, sin embargo, no hizo ni una cosa ni otra.

Un par de décadas después de la ejecución de Rileev en el bastión de la fortaleza Pedro-y-Pablo en 1826, la finca de Batovo le fue comprada al estado por la madre de mi abuela paterna, Nina Aleksandrovna Shishkov, posteriormente baronesa de Korff, a quien mi abuelo se la compró alrededor de 1855. Dos generaciones de Nabokov criados por preceptores e institutrices conocieron cierto sendero de los bosques de las cercanías de Batovo con el nombre de «Le Chemin du Pendu», el paseo favorito del Ahorcado, que es como se llamaba en sociedad a Rileev: cruel pero también eufemística y asombradamente (en aquel entonces no era frecuente que ahorcaran a los caballeros), en lugar de llamarle el Decembrista o el Insurgente. Puedo imaginarme con facilidad al joven Rileev en las verdes madejas de nuestros bosques, paseando y leyendo un libro, que era una forma de ambular propia de la época, con la misma facilidad con que puedo visualizar al temerario teniente que desafía al despotismo en la sombría plaza del Senado, con sus camaradas y sus desconcertadas tropas; pero el nombre de este largo y «adulto » promenadeque tanto ilusionaba a los niños que se habían portado bien, estuvo durante toda nuestra infancia completamente desvinculado para nosotros del destino del desafortunado señor de Batovo: mi primo Sergey Nabokov, que nació en la Chambre du Revenant de Batovo, imaginaba un fantasma convencional, mientras que yo conjeturé ante mi preceptor o institutriz que algún misterioso desconocido había sido hallado balanceándose de una rama del álamo en el que cría una rara esfinge. Que Rileev fuera simplemente el «Ahorcado» ( povesbenrity o visel'nik) para los campesinos del lugar no me parece antinatural; pero en las familias señoriales sólo un extravagante tabú impidió, al parecer, que los padres identificaran al fantasma, como si una referencia específica pudiese introducir un matiz de indecencia en la mágica vaguedad de la frase que designaba un pintoresco paseo por un querido rincón campestre. De todos modos, me resulta curioso ver que incluso mi padre, que poseía tan amplia información acerca de los decembristas y que sentía por ellos una simpatía mucho mayor que sus parientes, no mencionara ni una sola vez, por lo que yo recuerdo, a Kondratiy Rileev durante nuestros paseos y excursiones en bicicleta por los alrededores. Mi primo me hace notar que el general Rileev, hijo del poeta, fue amigo íntimo del Zar Alejandro II y de mi abuelo D. N. Nabokov, y que on ne parle pas de corde dans la maison du pendu.