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A partir de Batovo, la vieja carretera llena de baches (que antes hemos seguido con Pushkin y que ahora recorremos en sentido contrario) avanzaba hacia el este durante unos tres kilómetros hasta llegar a Rozhestveno. Justo antes del puente principal se podía o bien girar hacia el norte, campo a través, en dirección a nuestro Vyra y sus dos parques situados a ambos lados del camino, o bien continuar hacia el este, bajando por una fuerte pendiente y pasando junto a un viejo cementerio asfixiado de frambuesos y racemosas, para después cruzar el puente que conduce a la casa de mi tío, tan fría y distante con aquellas columnas blancas en lo alto de su colina.

La finca Rozhestveno, que incluye un pueblo del mismo nombre, grandes terrenos, y una casa solariega que domina el curso del río Oredezh, y la carretera de Luga (o de Varsovia), en el distrito de Tsarskoe Selo (actualmente Pushkin), a unos setenta y cinco kilómetros al sur de San Petersburgo (actualmente Leningrado), era conocida antes del siglo XVIII con el nombre de heredad Kurovitz, perteneciente al antiguo distrito de Koporsk. Alrededor de 1715 había sido propiedad del príncipe Aleksey, desgraciado hijo de aquel matón de matones que se llamó Pedro I. Parte de un escalier dérobéy otro elemento arquitectónico que no consigo recordar fueron conservados en la nueva anatomía del edificio. He tocado esa barandilla y he visto (¿o pisado?) ese otro detalle olvidado. Siguiendo el camino real que conducía a Polonia y Austria tras haber salido de este palacio, el príncipe logró escapar, pero sólo para ser forzado a regresar por medio de engaños desde el lejanísimo Nápoles a la cámara de torturas de su padre, por culpa de la intervención del agente del Zar, el conde Pyotr Andreevich Tolstoy, que fuera embajador en Constantinopla (en donde obtuvo para su amo el pequeño moro que tendría por biznieto a Pushkin). Rozhestveno perteneció más tarde, según creo, a una favorita de Alexander I, y la casa fue reconstruida parcialmente cuando mi abuelo materno compró la heredad alrededor de 1880, para su hijo mayor Vladimir, que murió no mucho después, a los dieciséis años. Su hermano Vasiliy la heredó en 1901 y pasó allí diez de los quince veranos que todavía le quedaban de vida. Recuerdo en particular que la casa era muy fresca y sonora, y también el piso de losas ajedrezadas del vestíbulo, diez gatos de porcelana en un estante, un sarcófago y un órgano, las claraboyas y las galerías superiores, la coloreada penumbra de sus misteriosas habitaciones, y claveles y crucifijos por todas partes.

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De joven, Carl Heinrich Graun tuvo una bella voz de tenor—, una noche en la que tenía que cantar una ópera escrita por Schurmann, maestro de capilla de Brunswick, le resultaron tan fastidiosas algunas de las arias que las cambió por otras compuestas por él mismo. Aquí siento la conmoción del más alborozado parentesco; sin embargo prefiero a otros dos antepasados míos, al joven explorador que ya he mencionado, y al gran patólogo, abuelo materno de mi madre, Nikolay Illarionovich Kozlov (1814-1889), primer presidente de la Academia Imperial Rusa de Medicina y autor de artículos tales como «Del desarrollo de la idea de enfermedad», o «Coartación del foramen yugular en los dementes». Este momento me parece adecuado para mencionar de paso mis propios artículos científicos, y en especial mis tres preferidos: «Notas sobre las Plebejinaeneotropicales» ( Psyche, Vol. 52. Nos. 1-2 y 3-4, 1945), «Una nueva especie de Cyclargus Nabokov» ( The Entomologist, diciembre de 1948) y «Los individuos neárticos del genus Lycaeides Hübner» ( Bulletin Mus. Comp. Zool., Harvard Coll., 1949), año a partir del cual me resultó físicamente imposible seguir alternando la investigación científica con las conferencias, las belles lettres, y Lolita(porque ya estaba en camino: un parto doloroso, un bebé difícil).

El blasón Rukavishnikov es más modesto, pero también menos convencional que el de los Nabokov. El escudo de armas es una versión estilizada de un domna(primitivo alto horno), alusión, sin duda, a la función de los minerales de los Urales que fueron descubiertos por mis aventureros antepasados. Deseo señalar que estos Rukavishnikov —pioneros de Siberia, buscadores de oro e ingenieros de minas— no estaban emparentados, como han dado descuidadamente por supuesto algunos biógrafos, con los no menos ricos comerciantes moscovitas de la época. Mis Rukavishnikov pertenecían (desde el siglo XVIII) a la aristocracia terrateniente de la provincia de Kazan. Sus minas estaban situadas en Alopaevsk, cerca de Nizhni-Tagilsk, provincia de Perm, en el lado siberiano de los Urales. Mi padre viajó dos veces allí en el antiguo Express Siberiano, un bello tren perteneciente a la familia Nord-Express, y que yo tenía intención de utilizar muy pronto para un viaje no tan mineralógico como entomológico; pero este proyecto chocó con la interferencia de la revolución.

Mi madre, Elena Ivanovna (29 de agosto de 1876-2 de mayo de 1939), era hija de Ivan Vasilievich Rukavishnikov (1841-1901), terrateniente, juez de paz y filántropo, hijo de un industrial millonario, y de Olga Nikolaevna (1845-1901), hija del doctor Kozlov. Tanto el padre como la madre de mi madre murieron de cáncer en el curso del mismo año, él en marzo y ella en junio. De los siete hermanos que tuvo, cinco murieron de pequeños, y de sus dos hermanos mayores Vladimir murió a los dieciséis años en Davos, en la década de los ochenta del siglo pasado, y Vassiliy en París, en 1916. Ivan Rukavishnikov tenía muy mal carácter, y mi madre le temía. Durante mi infancia lo único que conocí de él fueron sus retratos (su barba, la cadena de magistrado que colgaba de su cuello) así como los atributos de su principal pasatiempo, tales como patos de señuelo y cabezas de alce. Un par de osos especialmente grandes que habían sido cazados por él estaban colocados en pie, con las garras delanteras temiblemente alzadas, junto a la barandilla de hierro del vestíbulo de nuestra casa de campo. Todos los veranos medía yo mi estatura según fuera mi capacidad de alcanzar sus fascinantes garras, primero la de la más baja de las patas delanteras, y después la de la más alta. Sus barrigas me parecieron decepcionantemente duras cuando decidí hundir los dedos (acostumbrados a palpar perros vivos o animales de juguete) en su áspero pelo pardo. De vez en cuando sacaban esos osos a un rincón del jardín para sacudirlos y airearlos exhaustivamente, y la pobre Mademoiselle, que llegaba del parque, soltaba un grito de alarma al vislumbrar aquellas dos fieras salvajes aguardándola a la móvil sombra de los árboles. A mi padre no le interesaba en absoluto la caza, y en esto difería profundamente de su hermano Sergey, que era un apasionado deportista que a partir de 1908 fue Montero Mayor de Su Majestad el Zar.

Uno de los más felices recuerdos adolescentes de mi madre fue el del viaje que hizo un verano con su tía Praskovia a la península de Crimea, donde su abuelo paterno tenía una finca cerca de Feodosia. Su tía y ella salieron a dar un paseo con él y con otro anciano caballero, Ayvazovski, el conocido pintor de marinas. Mi madre recordaba que el pintor dijo (tal como había sin duda dicho en otras muchas ocasiones) que en 1836, durante una exposición de pintura en San Petersburgo, vio a Pushkin, «un feo tipejo bajito con una esposa alta y guapa». Eso ocurrió más de medio siglo antes, cuando Ayvazovski era estudiante de bellas artes, y menos de un año antes de la muerte de Pushkin. Mi madre recordaba también la pincelada que, con su propia paleta, añadió la naturaleza: la marca blanca dejada por un pájaro en el gris sombrero de copa que llevaba el pintor. Tía Praskovia, que la acompañaba, era la hermana de su madre, y estaba casada con el famoso sifilólogo V. M. Tarnovski (1839-1906), y era también médica y autora de obras sobre psiquiatría, antropología y política social. Un atardecer, en la villa que tenían los Ayvazovski cerca de Feodosia, tía Praskovia invitó a cenar al doctor Anton Chekhov, a quien, durante el transcurso de una conversación sobre medicina, ofendió. Ella era una mujer muy erudita, muy amable, y muy elegante, y resulta difícil imaginar cómo pudo exactamente haber provocado el estallido increíblemente tosco que Chekhov se permite tener en una carta dirigida a su hermana, que fue publicada el 3 de agosto de 1888. Tía Praskovia, o tía Pasha, como la llamábamos nosotros, nos visitaba a menudo en Vyra. Tenía una forma encantadora de saludarnos cuando entraba en las habitaciones de los niños y pronunciaba un sonoro «Bonjour les enfants!» Murió en 1910. Mi madre estaba junto a su lecho de muerte, y las últimas palabras de tía Pasha fueron: