—Qué interesante. Ahora lo entiendo. Todo es agua, vsyovoda.
Vasiliy, el hermano de mi madre, era miembro del cuerpo diplomático, pero no se lo tomaba tan en serio como mi tío Konstantin. Para Vasiliy Ivanovich aquello no era una carrera sino un más o menos plausible ambiente. Sus amigos italianos y franceses, igualmente incapaces de pronunciar su largo apellido ruso, lo redujeron a «Ruka» (con acento en la última sílaba), que le sentaba mucho mejor que su nombre entero. Tío Ruka me parecía en mi infancia formar parte del mundo de los juguetes, los alegres libros ilustrados, y los cerezos cargados de relucientes frutos negros: había construido un invernadero de cristal para todo un huerto situado en un rincón de su finca campestre, que estaba separada de la nuestra por el serpenteante río. Durante el verano, casi todos los días, a la hora del almuerzo, veíamos su coche cruzando el puente y luego acelerando hacia nuestra casa siguiendo un seto de jóvenes abetos. Cuando yo tenía ocho o nueve años, todos y cada uno de los días me sentaba sobre sus rodillas cuando terminaba de comer, y (mientras un par de criados despejaban la mesa en el vacio comedor) él me acariciaba, canturreando y diciendo extrañas palabras cariñosas, y yo sentía vergüenza ajena por él ante los criados, y me sentía muy aliviado cuando mi padre, desde la terraza, le llamaba: «Basile, on vous attend». Una vez fui a buscarle a la estación (debía de tener yo once o doce años) y, cuando se apeaba del largo coche cama internacional, me lanzó una mirada y dijo:
—Qué cetrino y feo ( jaune et laid) te has vuelto, pobrecito.
El día de mi decimaquinta onomástica, se me llevó a un lado y con su francés brusco, preciso y un tanto anticuado me informó que pensaba nombrarme su heredero.
—Y ahora ya puedes irte —añadió—, l'audience est finie. Je n'ai plus rien a vous dire.
Le recuerdo como un hombre flaco y pulcro de tez oscura, ojos verdegrís moteados de manchitas color herrumbre, oscuro y boscoso mostacho, y móvil nuez que asomaba conspicuamente por encima del pasador con un ópalo y una serpiente de oro que sostenía el nudo de su corbata. También llevaba ópalos en los dedos y en los gemelos. Una cadenilla de oro ceñía su frágil y peluda muñeca, y solía llevar un clavel en el ojal de su traje de verano de color gris paloma, gris rata o gris plateado. Yo sólo le veía en verano. Tras una breve estancia en Rozhestveno regresaba a Francia o Italia, a su castillo (llamado Perpigna) cerca de Pau, a su villa (llamada Tamarindo) cerca de Roma, o a su adorado Egipto, desde donde me enviaba postales (palmeras y sus reflejos, puestas de sol, faraones con las manos apoyadas en las rodillas) escritas con su gruesa letra. Luego, al llegar otra vez junio, cuando la fragante cheryomuha(variante europea del cerezo aliso, o simplemente «racemosa», tal como la bautizo en mi obra sobre el «Onegin») estaba en plena y espumosa floración, su bandera personal era izada en lo alto de su bella casa de Rozhestveno. Viajaba con media docena de enormes baúles, sobornaba al Nord-Express para que hiciese una parada especial en nuestra pequeña estación campestre, y tras prometerme un maravilloso regalo, avanzaba con sus pequeños pies de remilgado paso calzados con zapatos blancos de tacón bastante alto hasta el árbol más próximo, le arrancaba una hoja, me la ofrecía y decía:
— Pour mon neveu, la chose la plus belle du monde: une feuille verte.
4
Tío Ruka llevó al parecer una vida ociosa y curiosamente caótica. Su carrera diplomática era muy poco clara. Se enorgullecía, sin embargo, de ser un experto en la descodificación de mensajes cifrados en cualquiera de los cinco idiomas que conocía. Un día le sometimos a una prueba, y en un abrir y cerrar de ojos transformó la frase «5.13 24.11 13.16 9.13.5 5.13 24.11» en los primeros versos de un famoso monólogo de Shakespeare.
Vestido con una chaqueta rosa, cabalgaba tras los lebreles en Inglaterra o Italia; envuelto en un abrigo de piel, intentó hacer en coche el recorrido de San Petersburgo a Pau; cubiertos los hombros por una capa de las de ir a la ópera, estuvo a punto de perder la vida en un accidente de aviación ocurrido en una playa cerca de Bayona. (Cuando le pregunté cómo se lo había tomado el piloto del destrozado Voisin, tío Ruka se lo pensó un momento y luego contestó con absoluto aplomo: «II sanglotait assis sur un rocher.») Cantaba barcarolas y tonadillas de moda ( «Ils se regardent tous deux, en se mangeant les yeux... » «Elle est morte en Février, pauvre Colinette!... » «Le soleil rayonnait encore, j'ai voulu revoir les grands bois...», y decenas más). También escribía música, de tipo dulzón y sentimental, y versos en francés, que curiosamente se podían medir como yámbicos ingleses o rusos, y caracterizados por su principesco desdén por las facilidades que ofrece la emuda. Era un extraordinario jugador de poker.
Como tartamudeaba y le costaba pronunciar las labiales, le cambió el nombre a su cochero, que de llamarse Pyotr pasó a ser Lev; y mi padre (que siempre le trataba con cierta mordacidad) le acusó de tener mentalidad de esclavista. Aparte de esto, su forma de hablar era una quisquillosa combinación de francés, inglés e italiano, idiomas que hablaba infinitamente mejor que su lengua materna. Cuando recurría al ruso, siempre cometía equivocaciones, o bien canturreaba alguna expresión especialmente castiza o incluso folklórica, como aquellas veces que en la mesa, soltando un tremendo suspiro (porque siempre tenía motivos de queja: un ataque de fiebre del heno, la muerte de un pavo real, la pérdida de un borzoi):