Llevé a mi adorable muchacha a todos aquellos rincones secretos de los bosques en donde había soñado despierto que la encontraba, que la creaba. Hubo cierto pinar en donde todo encajó en su sitio, aparté el tejido de fantasía, y saboreé la realidad. Como aquel año mi tío estaba ausente, podíamos también errar libremente por su enorme y denso parque bicentenario, con sus tullidos clásicos de piedra manchada de verde en la avenida principal, y aquellos senderos laberínticos que irradiaban a partir de una fuente central. Caminamos balanceando nuestras manos entrelazadas, a la manera campesina. Le di unas dalias que cogí a la orilla del paseo engravillado, bajo la mirada lejana y benóvola del viejo Priapostolski. Nos sentíamos menos seguros cuando nos veíamos en casa, o cerca de casa, o en el puente del pueblo. Recuerdo los toscos graffiti que unieron nuestros nombres de pila, con extraños diminutivos, en cierta puerta blanca, y también, alejado de ese pueblerino y estúpido garabateo, el adagio: «La Prudencia es amiga de la Pasión», escrito con una caligrafía erizada que me resulta muy familiar. Una vez, a la hora del ocaso, cerca del río anaranjado y negro, un joven dachnik(veraneante) que llevaba una fusta en la mano la saludó con una inclinación al pasar junto a nosotros; ella se sonrojó como una chica de novela pero lo único que dijo, con una animada e irónica sonrisa, fue que aquel joven no había montado a caballo en su vida. Y en otra ocasión, cuando emergíamos de una curva de la carretera, mis dos hermanas pequeñas, impulsadas por su tremenda curiosidad, estuvieron a punto de caerse del rojo «torpedo» familiar cuando éste tomó bruscamente el viraje, camino del puente.
En los atardeceres oscuros y lluviosos yo acostumbraba a cargar el faro de mi bicicleta con mágicos pedazos de carburo cálcico, encendía una cerilla a cubierto del viento racheado y, tras aprisionar una llama blanca en el cristal, pedaleaba cautelosamente en dirección a las tinieblas. El círculo de luz que proyectaba mi faro captaba el húmedo y suave lomo del camino en la zona que mediaba entre su sistema de charcos centrales y la alta hierba de la cuneta. Como un fantasma tambaleante, el pálido rayo serpenteaba por un terraplén arcilloso en la curva donde comenzaba la pendiente que bajaba al río. Al otro lado del puente el camino volvía a ascender para desembocar en la carretera Rozhestveno-Luga, y justo en ese cruce empezaba un empinado sendero orlado de jazmines, y entonces tenía que desmontar y empujar mi bicicleta. Cuando llegaba a lo alto, mi lívida luz mariposeaba de un extremo a otro de los seis pilares blancos del pórtico de la parte trasera de la muda y ruinosa casa solariega de mi tío, tan muda y ruinosa como debe de encontrarse hoy en día, medio siglo después. Allí, en una esquina de esos soportales, en el mismo lugar desde donde había ido siguiendo el zigzagueo de mi luz ascendente, Tamara me esperaba, asomada a la ancha balaustrada y apoyada de espaldas en una de las columnas. Yo apagaba el faro y me acercaba tanteando hacia ella. Aquí siente uno el impulso de hablar con más elocuencia, de estas cosas y de otras muchas que siempre confiamos en que sobrevivan a su cautividad en el zoo de las palabras, pero los antiguos tilos que se amontonan junto a la casa ahogan con sus crujidos y rumores en la agitada noche el monólogo de Mnemosina. Luego cedían sus gemidos. La lluvia goteaba a un lado del porche, un chaparroncito entrometido comenzaba a gorgotear regularmente. A veces, algún rumor adicional, al turbar el ritmo del agua en las hojas, hacía que Tamara volviese la cabeza hacia una pisada imaginaria, y entonces, en la leve luminosidad —que se eleva ahora en mi memoria pese a toda esa lluvia— del momento, lograba distinguir el perfil de su rostro; pero no había nada ni nadie que temer, y enseguida soltaba suavemente el aliento que había contenido durante un instante, y sus ojos volvían a cerrarse.
2
Con la llegada del invierno nuestro imprudente romance se trasplantaba al sombrío San Petersburgo. Nos encontrábamos horriblemente desprovistos de la silvestre seguridad a la que nos habíamos acostumbrado. Los hoteles de reputación lo suficientemente mala como para admitirnos se encontraban más allá de los límites de nuestra osadía, y la gran época de los amores aparcados aún estaba lejos. El secreto que tanto placer supuso en el campo se convirtió ahora en una carga pesada, pero ninguno de los dos quería ni siquiera pensar en la posibilidad de vernos en casa de ella o en la mía, en presencia de una carabina. En consecuencia, nos vimos obligados a andar por la ciudad (ella, con su abriguito de piel gris; yo, con polainas blancas y cuello de karakul, con un puño de hierro en mi aterciopelado bolsillo), y esta búsqueda permanente de algún tipo de refugio produjo un extraño sentimiento de desamparo, que, a su vez, anunciaba otros vagabundeos, muy posteriores y más solitarios.
Nos saltábamos las clases: no recuerdo el método de Tamara; el mío consistía en convencer a uno u otro de los chóferes para que me dejara en tal o cual esquina, camino de colegio (los dos eran buena gente y de hecho se negaron a aceptar el oro que les ofrecía: monedas de cinco rublos que llegaban del banco en apetitosas salchichas de diez o veinte monedas muy brillantes, que ahora puedo recordar de forma estética gracias a que mi orgullosa pobreza de emigrante ya forma parte del pasado). Tampoco me ponía obstáculos nuestro maravilloso y eminentemente sobornable Ustin, que atendía el teléfono en la planta baja; éste tenía el número 24-43, dvaátsat' chefire sorok tú; siempre contestaba que me dolía la garganta. Me pregunto ahora, por cierto, qué pasaría si se me ocurriese poner en este momento una conferencia desde mi escritorio. ¿Me dirían que no contesta? ¿Que no existe ese número? ¿Que no existe ese país? ¿O saldría la voz de Ustin diciendo «moyo pochtenietse!» (forma en diminutivo del saludo respetuoso)? Al fin y al cabo, hay casos conocidos de eslavos y kurdos cuya edad supera los ciento cincuenta años. El teléfono que tenía mi padre en su despacho (584-51) no aparecía en el listín, y los intentos que hizo el profesor de mi clase por averiguar la verdad acerca de mi mala salud jamás obtuvieron éxito alguno, a pesar de que a veces llegué a faltar tres días seguidos.
Caminábamos bajo las blancas puntillas de las escarchadas avenidas de los parques públicos. Nos sentábamos muy juntos en fríos bancos, tras haber retirado antes su capa de limpia nieve, y no sin antes librarnos de nuestros mitones con incrustaciones de nieve. Frecuentábamos los museos. Estaban soñolientos y desiertos aquellas mañanas de días laborables, y tenían buena calefacción, sobre todo en contraste con la neblina glacial y el rojo sol que, como una luna sonrojada, colgaba en sus ventanas orientales. Una vez allí buscábamos tranquilas salas apartadas, con trilladas escenas mitológicas que nadie iba a mirar, o con grabados, medallas, muestras paleográficas, la Historia de la Imprenta, todo lo que fuese de poco valor. Nuestro mejor hallazgo, en mi opinión, fue una habitacioncita en la que se guardaban escobas y escaleras; pero un montón de marcos sin lienzo que de repente empezó a resbalar y caer en la oscuridad llamó la atención de un inquisitivo amante de las bellas artes, y tuvimos que huir. El Hermitage, el Louvre de San Petersburgo, ofrecía magníficos escondrijos, sobre todo en cierta sala de la planta baja, entre vitrinas de escarabajos, detrás del sarcófago de Nana, sacerdotisa de Ptah. En el Museo Ruso del Emperador Alejandro III, dos salas (las número 30 y 31, en la esquina nororiental), que albergaban unos cuadros repelentemente académicos de Shishkin («El claro de un bosque de pinos») y de Harlamov («Cabeza de muchacha gitana»), proporcionaban cierta intimidad gracias a la presencia de unos altos estantes con dibujos, hasta que un malhablado veterano de la campaña de Turquía nos amenazó con avisar a la policía. De modo que, una vez graduados en estos grandes museos, pasamos a otros más pequeños, como el Suvorov, por ejemplo, en donde había una habitación muy silenciosa, atestada de armaduras y tapices antiguos, y rasgados estandartes de seda, así como varios maniquíes con botas altas, peluca, y verde uniforme, que nos vigilaban en posición de firmes. Pero adondequiera que fuésemos, tras unas pocas visitas, siempre aparecía uno u otro cano y legañoso empleado de silencioso paso que recelaba de nosotros, y nos veíamos obligados a conducir a otro lugar nuestro furtivo frenesí: al Museo Pedagógico, al Museo de Carruajes de la Corte, o a un diminuto museo de mapas antiguos que ni siquiera aparece en las guías turísticas, y luego otra vez a la fría intemperie, a algún ancho paseo de alta verja y leones verdes, al estilizado paisaje nevado del «Mundo Artístico», Mir hkusstva—Dobuzhinski, Alexandre Benois— que tanto apreciaba yo en aquellos tiempos.