A media tarde nos sentábamos en la última fila de uno de los dos cines (el Parisiana y el Piccadilly) de la Avenida Nevski. El arte progresaba. Las olas aparecían teñidas de un nauseabundo azul, y cuando se acercaban a una roca recordada (Rocher de la Vierge, Biarritz; es gracioso, pensé, ver otra vez la playa de mi cosmopolita infancia), y rompían contra ella convirtiéndose en espuma, había una máquina especial que imitaba el ruido de las rompientes con un crujido acuoso que jamás lograba terminar con la escena, sino que acompañaba durante tres o cuatro segundos la siguiente secuencia del documentaclass="underline" un severo funeral, por ejemplo, o unos desharrapados prisioneros de guerra junto a los mejor vestidos militares que los habían capturado. Muy a menudo, el título de la película era una cita de algún poema o canción popular, y a veces era larguísimo, como El crisantemo ya no florece en el jardín, o El corazón de ella era como un juguete en manos de él, y como un juguete se rompió. Las protagonistas femeninas tenían la frente pequeña, magníficas cejas y unos ojos con elegantes pestañas. El actor preferido de la época era Mozzhuhin. Un director famoso había adquirido en los alrededores de Moscú una mansión con un porche de blancas columnas (bastante parecida a la de mi tío), y la sacaba en todas sus películas. Mozzhuhin se acercaba a ella sentado en un elegante trineo, y miraba con ojos acerados la luz de una ventana mientras un famoso musculito se tensaba nerviosamente bajo su mandíbula.
Cuando se nos acababan los museos y los cines, y la noche era joven, nos veíamos reducidos a explorar los desiertos de la ciudad más adusta y enigmática del mundo. Las farolas solitarias se transformaban en seres marinos dotados de púas prismáticas cuando las mirábamos a través de la helada humedad de nuestras pestañas. Al cruzar enormes plazas, diversos fantasmas arquitectónicos se elevaban con silenciosa brusquedad ante nosotros. Sentíamos un frío estremecimiento que no estaba relacionado con la altura sino con la profundidad —un abismo que se abría a nuestros pies— cuando aquellas enormes columnas de granito bruñido (bruñido por esclavos, bruñido otra vez por la luna, y girando suavemente en el bruñido vacío de la noche) se alzaban sobre nosotros para sostener las misteriosas rotundidades de la catedral de San Isaac. Nos deteníamos al borde, por así decirlo, de estos peligrosos macizos de piedra y metal, y con las manos enlazadas y liliputiense temor, estirábamos las cabezas para ver las nuevas visiones colosales que se interponían en nuestro camino: los diez atlantes relucientemente grises del pórtico de un palacio, o un gigantesco jarrón de porfirio junto a la verja de hierro de un jardín, o esa enorme columna con un ángel negro en lo alto que, más que adornar, hechizaba la Plaza del Palacio inundada de luna, y subía más y más, tratando en vano de alcanzar la basa del «Exegi monumentum» de Pushkin.
Tamara argumentó posteriormente, en sus raros momentos de nostalgia, que nuestro amor no había sido capaz de soportar el rigor de aquel invierno; había aparecido, decía, una imperfección. A lo largo de todos aquellos meses estuve escribiendo versos para ella y acerca de ella, a razón de dos o tres poemas a la semana; en la primavera de 1916 publiqué una colección de algunos de ellos, y quedé horrorizado cuando ella me llamó la atención acerca de un detalle en el que no me había fijado al pergeñarlos. Allí estaba esa misma imperfección ominosa, la trivial pincelada hueca, la insincera aunque elocuente insinuación de que nuestro amor estaba condenado al fracaso porque jamás podría captar de nuevo el milagro de sus momentos iniciales, los rumores y susurros de aquellos tilos bajo la lluvia, la piadosa soledad rural. Es más —aunque ninguno de los dos se fijó entonces—, mis poemas eran muy juveniles, carecían de mérito y jamás hubiesen debido ser puestos a la venta. El libro (del que todavía existe un ejemplar, en el, ay, «departamento cerrado» de la Biblioteca Lenin de Moscú) mereció el trato que recibió de las afiladas garras de los escasos críticos que lo reseñaron en oscuras publicaciones. Mi profesor de literatura rusa, Vladimir Hippius, un poeta de primera magnitud pero un tanto oscuro al que yo admiraba mucho (creo que su talento era superior al de su mucho más conocida prima, Zina'fda Hippius, poetisa y crítica) llevó consigo un ejemplar a clase y provocó la más delirante hilaridad en la mayoría de mis compañeros de curso cuando aplicó su feroz sarcasmo (era un tipo fiero de mostacho pelirrojo) a mis más románticos versos. En una sesión de la Fundación para la Literatura, su famosa prima le pidió a mi padre, presidente de la institución, que me explicara, por favor, que jamás de los jamases llegaría a ser escritor. Un periodista bien intencionado, menesteroso y sin talento, que tenía motivos para estarle agradecido a mi padre, escribió una nota absurdamente entusiasta sobre mí, unas quinientas líneas rebosantes de alabanzas; fue interceptada a tiempo por mi padre, y nos recuerdo a él y a mí leyéndola en manuscrito, rechinando de dientes y soltando gruñidos, que es el ritual que utilizaba mi familia cuando se enfrentaba a cosas de gusto espantoso o al gaffecometido por quien fuese. Todo aquello me curó de forma permanente de todo interés por la fama literaria y fue probablemente el motivo de esa casi patológica y no siempre justificada indiferencia que siento por las críticas, y que me ha privado de las emociones que la mayoría de escritores dicen sentir.
Esa primavera de 1916 es la que para mí representa la clásica primavera de San Petersburgo, sobre todo cuando recuerdo imágenes específicas, como la de Tamara, con un sombrero blanco que yo no conocía, en medio de los espectadores de un disputado partido de fútbol entre equipos de colegios, y en el que, aquel domingo, la más resplandeciente suerte me ayudó a evitar un gol tras otro; o la de una antíope, exactamente de la misma edad que nuestro romance, asoleando sus alas negro moradas, con los bordes blanqueados ahora por la hibernación, en el respaldo de un banco del Jardín de Alexandrovski; o el resonar de las campanas de la catedral en el aire nítido, sobre el ondulado azul del Neva, voluptuosamente libre de hielos; o la feria instalada sobre el fango alfombrado de confeti del Paseo de la Guardia Montada durante la Semana de los Amentos, con su estruendo ritmado por chirridos y leves estampidos, sus juguetes de madera, los gritos de los vendedores de delicias turcas y esos diablos cartesianos conocidos como amerikanskie zhiteli(«residentes americanos»), que eran diminutos duendes de cristal que subían y bajaban por unos tubos también de cristal y llenos de alcohol teñido de color rosa o lila, tal como hacen los verdaderos norteamericanos (aunque el epíteto sólo significaba «extravagantes») en las flechas de los rascacielos transparentes cuando se apagan las luces de las oficinas en el cielo verdoso. La excitación que se notaba en las calles me emborrachaba de deseo de bosques y campos. Tamara y yo sentíamos apremiantes ansias de regresar a nuestras guaridas de antaño, pero a todo lo largo de abril su madre estuvo dudando entre alquilar la misma casita o ahorrar y quedarse en la ciudad. Por fin, y con determinada condición (que Tamara aceptó con el estoicismo de la sirenita de Hans Andersen), alquiló la casita, e inmediatamente nos envolvió un espléndido verano, y ahí estaba mi feliz Tamara, de puntillas, tratando de bajar una rama de racemosa para coger su arrugado fruto, con el mundo entero y todos sus árboles dando vueltas en la órbita de su sonriente ojo, y una mancha oscura de sus esfuerzos al sol formándose bajo su brazo alzado en el shantungde su vestido amarillo. Nos perdimos en musgosos bosques y nos bañamos en una cala de cuento de hadas y nos juramos amor eterno por las guirnaldas de flores que, como a todas las sirenitas rusas, tanto le gustaba tejer, y a comienzos del otoño se fue a la ciudad a buscar trabajo (ésta era la condición que le puso su madre), y a lo largo de los meses siguientes no la vi ni una sola vez, pues me encontraba totalmente entregado al tipo de variadas experiencias que en mi opinión debía buscar todo elegante littérateur. Había comenzado ya una extravagante fase de sentimiento y sensualidad que duraría diez años aproximadamente. Cuando la contemplo desde la torre que ahora ocupo me veo a mí mismo como cien diferentes jóvenes a la vez, todos ellos en pos de una muchacha cambiante en una serie de simultáneos amoríos traslapados, a veces encantadores, otras sórdidos, que iban desde aventuras de una noche hasta prolongados compromisos y simulaciones, con resultados artísticos muy escasos. Esa experiencia, así como las sombras de todas aquellas encantadoras damas, no sólo me resultan inútiles cuando reconstruyo mi pasado ahora, sino que además producen un molesto desenfoque y, por muy bien que ajuste los lentes de la memoria, no consigo recordar cómo nos separamos Tamara y yo. Existe posiblemente otro motivo, además, para este desdibujamiento: ya nos habíamos separado antes demasiadas veces. Durante ese último verano en el campo, solíamos separarnos para siempre después de cada uno de nuestros encuentros secretos cuando, en la fluida negrura de la noche, en ese viejo puente de madera situado entre la luna enmascarada y el neblinoso río, besaba sus cálidos y húmedos párpados y su rostro helado por la lluvia, e inmediatamente regresaba a ella para una nueva despedida, seguida luego por el largo, tenebroso, inseguro y empinado camino de vuelta a casa en bicicleta, durante el cual mis pies, que pedaleaban lenta y laboriosamente, intentaban aplastar aquella oscuridad de firmeza y capacidad de recuperación igualmente monstruosas, que se negaba a rendirse.