Recuerdo, sin embargo, con una viveza desgarradora, cierta tarde del verano de 1917 en la que, tras un invierno de incomprensible separación, encontré por casualidad a Tamara en un tren de cercanías. Durante los breves minutos que mediaron entre dos estaciones, en el vestíbulo de un bamboleante y rechinante vagón, estuvimos cerca el uno del otro, yo en un estado de aguda turbación, de abrumador arrepentimiento, y ella consumiendo una pastilla de chocolate, partiendo metódicamente pedazos pequeñitos y duros de aquella materia, y hablándome de la oficina en la que trabajaba. A uno de los lados de la vía, por encima de unos pantanos azulados, el oscuro humo de la turba encendida se mezclaba con las brasas humeantes de un tremendo ocaso ambarino. Puede demostrarse, me parece, a partir de sus textos publicados, que Alexander Blok estaba tomando nota en su diario del mismo humo de turba que yo veía, así como del hundimiento del cielo. Hubo un período posterior de mi vida en el que me hubiese parecido que todo esto tenía relación con mi último vislumbre de Tamara, cuando se volvió en la escalera para mirarme antes de apearse en aquella estación con aroma de jazmines y rebosante de chifladas cigarras; pero hoy en día ningún detalle marginal y ajeno puede enturbiar la pureza del dolor.
3
Cuando, al final del año, Lenin se hizo con el poder, los bolcheviques lo subordinaron inmediatamente todo a la conservación de ese poder, y así inició su estupenda carrera un sanguinario régimen de campos de concentración y rehenes. En aquel momento eran muchos quienes creían que aún se podía luchar contra la banda de Lenin y salvar los logros de la revolución de marzo. Mi padre, elegido diputado de la Asamblea Constituyente que, en su fase preliminar, trató de impedir que los soviéticos se atrincherasen, decidió permanecer en San Petersburgo todo el tiempo que fuera posible, pero envió toda su familia a Crimea, una zona que todavía permanecía libre (esta libertad duraría sólo unas cuantas semanas más). Viajamos divididos en dos grupos; mi hermano y yo no fuimos con mi madre y los tres hermanos pequeños. La época soviética tenía una sombría semana de edad; los periódicos liberales seguían siendo publicados; y mientras nos despedía en la Estación Nikolaevski y esperaba con nosotros la salida del tren, mi imperturbable padre se instaló en una mesa de una esquina de la cantina para escribir, con su caligrafía fluida y «celestial» (como decían los linotipistas, maravillados ante la ausencia de correcciones), un editorial para el moribundo Rech(o quizás alguna publicación de emergencia), en aquellas largas tiras especiales de papel rayado que correspondían aproximadamente a una columna de letra impresa. Creo recordar que el principal motivo por el cual mi hermano y yo fuimos enviados con tanta prontitud era la probabilidad de que, si nos quedábamos en San Petersburgo, fuésemos reclutados para el nuevo ejército «Rojo». A mí me resultaba fastidioso ir a una zona tan fascinante a mitad de noviembre, cuando ya había terminado la temporada de caza de mariposas, y debido a que jamás había sido muy diestro en la tarea de encontrar crisálidas enterradas (aunque llegué a localizar algunas al pie de un roble de un jardín de Crimea). El fastidio se convirtió en angustia cuando, tras habernos hecho una pequeña señal de la cruz sobre nuestros rostros, mi padre añadió, como sin darle importancia, que había muchas probabilidades de, ves'ma vozmoxhno, que no volviera a vernos nunca; dicho lo cual, con su trinchera y su gorra kaki y la cartera bajo el brazo, se alejó a grandes zancadas hacia el seno de la vaporosa niebla.
El largo viaje hacia el sur comenzó tolerablemente bien, con la calefacción ronroneando todavía y las lámparas del coche cama de primera clase Petrogrado-Simferopol aún intactas, mientras una cantante relativamente famosa y aparatosamente maquillada que oprimía contra el pecho un ramito de crisantemos envuelto en papel pardo, permanecía, dando golpecitos al cristal, en el pasillo por el que alguien pasó y dijo adiós con la mano en el momento en que el tren empezó a deslizarse, sin un solo sobresalto que nos indicase que estábamos abandonando para siempre aquella gris ciudad. Pero poco después de Moscú se acabaron todas las comodidades. En varios puntos de nuestro lento y penoso avance, el tren, nuestro coche cama incluido, fue invadido por más o menos bolchevizados soldados que regresaban del frente a sus casas (se les llamaban «desertores» o «héroes rojos» según las opiniones políticas de cada cual). A mi hermano y a mí nos pareció bastante divertido encerrarnos en nuestro compartimiento y resistirnos a todos los intentos de importunarnos. Varios soldados que viajaban en el techo del vagón contribuyeron a la juerga tratando, no sin éxito, de utilizar nuestro ventilador como retrete. Mi hermano, que era un actor de primera, consiguió simular todos los síntomas de un caso grave de tifus, lo cual nos fue muy útil cuando finalmente la puerta cedió. A primera hora del tercer día, durante una parada, aproveché una tregua en estas alegres actividades para respirar un poco de aire fresco. Avancé cautelosamente por el atestado pasillo, levantando las piernas por encima de los cuerpos dormidos, y me apeé. Una niebla lechosa caía pesadamente sobre el andén de una estación anónima: nos encontrábamos en algún lugar de las proximidades de Kharkov. Yo llevaba polainas y sombrero hongo. Mi bastón, una pieza de coleccionista que había pertenecido a mi tío Ruka, era de madera clara salpicada de bellas manchitas, y el puño era un terso globo de rosado coral incrustado en una corona de oro. De haber sido yo uno de los trágicos vagabundos que permanecían al acecho en aquel andén por el que un frágil petimetre imberbe paseaba de un lado para otro, no hubiese podido resistir la tentación de destruirle. Cuando estaba a punto de subir al tren, éste dio una sacudida y comenzó a avanzar; mi pie resbaló y el bastón salió disparado y cayó entre las vías. No sentía ningún cariño especial por aquel objeto (de hecho, lo perdí por descuido al cabo de unos años), pero estaba siendo observado, y el fuego de mi amour proprede adolescente me impulsó a hacer una cosa que me resulta imposible imaginar que pudiera ser hecha por mi yo actual. Esperé a que pasaran uno, dos, tres, cuatro vagones (los trenes rusos eran famosos por lo mucho que tardaban en cobrar velocidad) y cuando, finalmente, fueron visibles las vías, cogí de entre ellas mi bastón y me puse a correr en pos de aquellos topes que iban empequeñeciéndose como en una pesadilla. Un robusto brazo proletario actuó de acuerdo con las reglas de la narrativa sentimental (en lugar de seguir las del marxismo) y me ayudó a subir. Si aquel tren me hubiese dejado allí, aquellas reglas se hubieran cumplido de todos modos, pues me hubiesen acercado a Tamara, que en aquel entonces se había desplazado también hacia el sur y vivía en un villorrio ucraniano, a menos de ciento cincuenta kilómetros del escenario de esta ridícula escena.