Выбрать главу

4

Tuve inesperadamente noticia de su paradero alrededor de un mes después de mi llegada a la zona sur de Crimea. Mi familia se estableció en las cercanías de Yalta, en Gaspra, junto al pueblo de Koreiz. Todo parecía allí extranjero; los olores no eran rusos, los sonidos tampoco, el asno que rebuznaba cada atardecer justo cuando el muecín empezaba a cantar desde el minarete del pueblo (una delgada torre azul recortada en silueta contra un cielo de color melocotón) era sin duda vecino de Bagdad. Y allí, en un camino de herradura próximo a un cretoso lecho de río por el que diversas cintas serpenteantes de agua poco profunda discurrían sobre piedras ovaladas; allí me encontré a mí mismo con una carta de Tamara en la mano. Miré los abruptos Montes de Yayla, cuyos rocosos ceños estaban cubiertos por el karakul del oscuro pino táurico; y la franja de matorral de hoja perenne que separaba la montaña del mar; y el translúcido cielo rosa, en el que brillaba una presumida media luna, con una sola estrella húmeda en su vecindad; y aquel artificioso escenario me pareció como una litografía de una edición bellamente ilustrada, pero desgraciadamente resumida, de Las mil y una noches. De repente sentí toda la angustia del exilio. Estaba el caso de Pushkin, claro; Pushkin, que había errado por aquí, proscrito, entre estos cipreses y laureles naturalizados, pero aunque sus elegías llegaron quizás a estimularme, creo que mi exaltación no era simple pose. A partir de entonces y durante varios años, hasta que la redacción de una novela me alivió de esa fértil emoción, la pérdida de mi país fue para mí lo mismo que la pérdida de mi amor.

Entretanto, la vida de mi familia había cambiado por completo. Con la excepción de algunas joyas astutamente escondidas entre el contenido normal de un bote de polvos de talco, estábamos completamente arruinados. Pero ésta fue una cuestión absolutamente secundaria. El gobierno tártaro de la zona había sido barrido por un nuevo soviet, y nos vimos sometidos a ese absurdo y humillante sentimiento que es la inseguridad absoluta. Durante el invierno de 1917-1918, y hasta bien entrada la ventosa y luminosa primavera de Crimea, una forma estúpida de muerte comenzó a rondar a nuestro alrededor. Día sí, día no, en el blanco muelle de Yalta (donde, como recordará el lector, la protagonista de «La dama del perrito faldero» de Chekhov perdió sus impertinentes en medio de la muchedumbre de veraneantes), varias personas inofensivas, a las que previamente les ataban unos pesos a los pies, habían sido aniquiladas de un balazo por duros marinos bolcheviques importados de Sebastopol para este fin. Mi padre, que no era inofensivo, ya se había reunido para entonces con nosotros, después de diversas y peligrosas aventuras y, en esta zona de especialistas del pulmón, había adoptado el mimético disfraz de médico, aunque sin cambiar de nombre (una jugada «sencilla y elegante», como diría un anotador de ajedrez comentando un movimiento comparable realizado sobre el tablero). Nos alojábamos en una villa poco conspicua que una amiga amable, la condesa Sofía Panin, había puesto a nuestra disposición. Ciertas noches, cuando cobraban especial intensidad los rumores que hablaban de los asesinos que nos rondaban, los varones de nuestra familia patrullaban la casa por turnos. Las delgadas sombras de las hojas de adelfa se agitaban cautelosamente a lo largo de un pálido muro cuando soplaba la brisa marina, como si, adoptando las mayores precauciones, quisieran señalarnos alguna cosa. Teníamos una escopeta y una automática belga, e hicimos todo lo posible por no darle demasiada importancia al decreto según el cual sería instantáneamente ejecutado todo aquel que fuese sorprendido en posesión ilegal de armas de fuego.

El azar nos trató con amabilidad; no ocurrió nada, aparte del susto que nos llevamos a mitad de una noche de enero, cuando una figura con aspecto de bandido, toda ella envuelta en cuero y pieles, llegó reptando a nuestra casa; pero resultó no ser más que nuestro antiguo chófer, Tsiganov, al que no se le había ocurrido otra cosa que venir desde el lejano San Petersburgo, montado en topes y vagones de mercancías y a través de las inmensas, heladas y salvajes extensiones de Rusia, con el solo fin de traernos una bienvenida suma de dinero que nos enviaba inesperadamente un buen amigo. También trajo el correo recibido en nuestro domicilio de San Petersburgo; entre las cartas estaba la de Tamara. Tras un mes de estancia con nosotros, Tsiganov declaró que el paisaje de Crimea le aburría, y se fue de regreso al lejano norte, llevando al hombro una bolsa que contenía diversos artículos que le habríamos dado de buen grado si hubiéramos sabido que los codiciaba (un galán de noche, unas zapatillas de tenis, camisones, un despertador, una plancha, y otras ridiculeces que he olvidado) y cuya ausencia sólo hubiese sido notada gradualmente de no ser porque, con vengativo celo, nos lo recordó enseguida una anémica doncella cuyos pálidos encantos también había desvalijado él. Curiosamente, Tsiganov nos convenció de que sacáramos las piedras preciosas de mi madre del bote de polvos de talco (que él había detectado al instante) y las escondiéramos en un hoyo cavado en el jardín bajo un versátil roble, y allí seguían todas tras su partida.

Luego, un día de primavera de 1918, cuando las rosadas borlas de los almendros en flor animaron las oscuras laderas, los bolcheviques desaparecieron y un singularmente silencioso ejército de alemanes les sustituyó. Los patriotas rusos se sintieron desgarrados entre el alivio animal de haberse librado de los verdugos aborígenes y la necesidad de deber su liberación al invasor extranjero, y sobre todo a los alemanes. Estos últimos, no obstante, estaban perdiendo su guerra en el frente occidental y llegaron a Yalta de puntillas, con sonrisas desdeñosas, apenas un ejército de apariciones grises que los patriotas podían fácilmente ignorar, y que en efecto ignoraron, como no fuera para dirigir algunas sonrisillas disimuladas, y desagradecidas, a los tímidos carteles (PROHIBIDO PISAR LA HIERBA) que surgieron en los céspedes de los parques. Un par de meses después, tras haber reparado las cañerías de las villas que los comisarios dejaron vacías, los alemanes también se desvanecieron; los Blancos llegaron del este en cuentagotas, y pronto empezaron a combatir contra el Ejército Rojo, que atacaba Crimea desde el norte. Mi padre fue nombrado ministro de Justicia en el Gobierno Regional instalado en Simferopol, y su familia se alojó en Yalta, cerca de la finca de Livadia, antiguo dominio del Zar. La impetuosa y frenética alegría que brotó en las ciudades que estaban en poder de los Blancos nos devolvió, en una versión más vulgar, los atractivos de los años de paz. Las cafeterías estaban llenas a rebosar. Los teatros de todas clases vivieron una temporada floreciente. Una mañana, en un sendero de montaña, me encontré de repente con un extraño jinete vestido a la circasiana, con un rostro tenso y sudoroso pintado de un fantástico amarillo. Tiraba constantemente de las riendas de su caballo, que, sin hacerle caso, siguió bajando por el empinado sendero a un paso curiosamente determinado, como el de una persona que, ofendida, abandona una fiesta. Ya había visto monturas desbocadas, pero era la primera vez que veía a un caballo cuyo desbocamiento le indujera a sentar el paso, y mi pasmo adquirió un matiz más divertido incluso cuando reconocí en el desafortunado caballero a Mozzhuhin, el actor al que Tamara y yo habíamos admirado tan a menudo en la pantalla. Estaban ensayando la película Haji Murad(adaptación del relato de Tolstoy sobre ese montaraz caudillo, tan gallardo y buen jinete) en los pastizales de aquella sierra.

—Detenga a este bruto [ Derzhiíe proklyatoe zhivotnoe] —me dijo entre dientes al verme, pero en ese mismo momento, con un tremendo estrépito de fragorosas y tronantes piedras, dos tártaros auténticos bajaron corriendo a rescatarle, y yo seguí subiendo, con mi cazamariposas, hacia los altos peñascos en los que estaba esperándome la raza euxina del sátiro de Hipólito.

Durante aquel verano de 1918, pobre espejismo de juventud, mi hermano y yo solíamos frecuentar la amistosa y excéntrica familia propietaria de la finca costera de Oleiz. Pronto se desarrolló una bromista amistad entre Lidia T. y yo, que éramos de la misma edad. Siempre rondaba por allí mucha gente joven, guapas jovencitas de miembros bronceados y adornados de brazaletes, un famoso pintor llamado Sorin, actores, un bailarín clásico, alegres oficiales del Ejército Blanco, algunos de los cuales morirían muy pronto, de modo que con las fiestas en la playa, las excursiones al campo, las hogueras, el mar empapado de luna y una buena provisión de moscatel de Crimea, hubo muchas diversiones amorosas; y entretanto, contra este telón de fondo frívolo, decadente y en cierto modo irreal (que me satisfizo pensar que bastaba para conjurar la atmósfera de la visita de Pushkin a Crimea, un siglo atrás), Lidia y yo practicamos un jueguecito de oasis inventado por nosotros mismos. La cosa consistía en hacer la parodia de una biografía proyectada, por así decirlo, hacia el futuro, lo cual nos permitía transformar el especioso presente en algo así como un pasado detenido, tal como lo percibiría un chocheante memorista que, a través de una infranqueable neblina, recordase su trato con un escritor famoso en la época en que ambos eran jóvenes. Por ejemplo, Lidia o yo decíamos, sentados en la terraza después de cenar: