—Al escritor le gustaba salir a la terraza después de cenar.
O bien:
—Siempre recordaré la observación que hizo V. V. una noche calurosa. «Hace —dijo— una noche calurosa.»
O bien, más ridículamente incluso:
—Tenía la costumbre de encender sus pitillos antes de fumárselos.
Y todo esto pronunciado en un tono reflexivo y con un fervor reminiscente que en aquel momento nos pareció inofensivo e hilarante; pero ahora, ahora me sorprendo a mí mismo preguntándome si no estuvimos molestando sin querer a algún perverso y rencoroso demonio.
A lo largo de todos esos meses, siempre que alguna saca de correo lograba pasar de Ucrania hasta Yalta, había una carta de mi Tamara para mí. No hay nada tan inescrutable como el modo en que las cartas, bajo los auspicios de inimaginables portadores, circulan en la fantasmagórica confusión de las guerras civiles; pero cada vez que, debido a esa confusión, nuestra correspondencia quedaba interrumpida, Tamara reaccionaba como si la recepción de las cartas fuera uno de esos fenómenos naturales más corrientes, como el clima o las mareas, a los que no afectan los asuntos humanos, y me acusaba de no contestarla, cuando en realidad yo no hacía más que escribirle y pensar en ella durante esos meses, a pesar de mis muchas traiciones.
5
Feliz el novelista que consigue conservar una auténtica carta de amor recibida durante su juventud para insertarla en una obra de ficción, y empotrarla en ella como una limpia bala en una masa de carne fofa, para dejarla bien segura allí, entre vidas espúreas. Ojalá hubiese conservado así toda nuestra correspondencia. Las cartas de Tamara eran una sostenida evocación del paisaje rural que tan bien conocíamos los dos. Eran, en cierto sentido, una lejana pero maravillosamente clara respuesta antifonal a los mucho menos expresivos versos que yo le dedicara. Con descuidadas palabras, cuyo secreto sigo siendo incapaz de descubrir, su prosa de muchacha de instituto podía evocar con plañidera fuerza cada olorcillo de cada hoja húmeda, cada una de las frondas de helechos oxidadas por el otoño en los campos de la región de San Petersburgo. «¿Por qué nos sentíamos tan alegres cuando llovía?», preguntó en una de sus últimas cartas, regresando en cierto modo a la fuente más pura de la retórica. «Bohze moy» ( mon Dieumás que «My God»), a dónde ha ido a parar, a dónde ha ido todo ese lejano, brillante, querido ( Vsyo eto dalyokoe, svetloe, miloe: en ruso no hace falta sujeto ya que todos estos adjetivos son neutros y desempeñan el papel de nombres abstractos, en un escenario desnudo, bajo una luz tenue).
Tamara, Rusia, el bosque silvestre transformándose gradualmente en diversos jardines, mis abedules y abetos del norte, la imagen de mi madre poniéndose a gatas sobre el suelo para besar la tierra cada vez que regresábamos al campo para pasar el verano, et la montagne et le grand chêne: cosas todas ellas que un día el destino empaquetó de mala manera y arrojó luego al mar, separándome completamente de mi infancia. Me pregunto, no obstante, si se puede decir gran cosa en favor de otros destinos más anestésicos; en favor de, por ejemplo, esa tersa, segura y pueblerina continuidad temporal, con su primitiva ausencia de perspectiva, que, a los cincuenta años, te permite seguir residiendo en la casa de chillas donde pasaste la infancia, de modo que cada vez que subes a limpiar el desván te encuentras con el mismo montón de viejos libros pardos de colegio, reunidos todavía entre posteriores acumulaciones de objetos muertos, y donde, las mañanas de los domingos veraniegos, tu esposa se detiene en la acera para soportar durante un par de minutos a la señora McGee, esa horrible, gárrula, teñida mujer que se dirige a la iglesia y que, en el remoto 1915, era la bonita y traviesa Margaret Ann de labios con sabor a menta y ágiles dedos.
La ruptura de mi propio destino me brinda retrospectivamente una sincopizante patada que no cambiaría por nada de muchos mundos. Desde aquella correspondencia con Tamara, la morriña ha sido para mí un asunto sensual y especial. Hoy en día, la imagen mental de los enmarañados prados de Yayla, de un cañón de los Urales o de las salinas del Mar de Aral, me afectan desde el punto de vista nostálgico y patriótico tan poco, o tanto, como, por ejemplo, Utah; pero se me derrite el corazón ante cualquier zona del continente americano que se parezca a las campiñas de la zona de San Petersburgo. Apenas puedo imaginar qué supondría ver de nuevo en la realidad mi antiguo mundo. A veces fantaseo que lo visito de nuevo, provisto de un pasaporte falsificado, con nombre supuesto. No es imposible.
Pero creo que no lo haré jamás. He estado soñando en ello demasiado ociosa y demasiado largamente. Del mismo modo, durante la segunda mitad de mi estancia de dieciséis meses en la Península de Crimea, estuve tanto tiempo pensando en la posibilidad de alistarme en el ejército de Denikin, con la intención no tanto de trapalear a lomos de un corcel bien embridado por las enguijarradas afueras de San Petersburgo (el sueño de mi pobre Yuri) como de visitar a Tamara en su villorrio ucraniano, que ese ejército ya había dejado de existir para cuando llegué a tomar una decisión. En marzo de 1919, los Rojos penetraron por el norte de Crimea, y desde varios puertos comenzó la tumultuosa evacuación de los grupos antibolcheviques. Por el espejeante mar de la bahía de Sebastopol, bajo el furioso fuego de las ametralladoras que disparaban desde la playa (las tropas bolcheviques acababan de tomar el puerto), mi familia y yo zarpamos rumbo a Constantinopla y El Pireo en un pequeño y espantoso barco griego, el Nadezhda(Esperanza), cargado de frutos secos. Recuerdo que, mientras zigzagueábamos hacia el abra de la bahía, intenté concentrarme en una partida de ajedrez con mi padre —uno de los alfiles había perdido su cabeza, y una ficha de las que se usan para hacer apuestas en el poker ocupaba el lugar de una torre—, y la conciencia de que me iba de Rusia quedó absolutamente eclipsada por la dolorosa idea de que, con rojos o sin ellos, las cartas de Tamara seguirían llegando, milagrosa e inútilmente, al sur de Crimea, en donde buscarían a un fugitivo receptor, y aletearían sin fuerza de un lado para otro como aturdidas mariposas soltadas en una zona extraña, lejos de su altitud acostumbrada y entre una flora desconocida.
CAPITULO DECIMOTERCERO
1
En 1919, vía Crimea y Grecia, un rebaño de Nabokov —tres familias— huyó de Rusia a la Europa Occidental. Se decidió que mi hermano y yo fuéramos a Cambridge, a costa de una beca concedida más como expiación de las tribulaciones políticas que como reconocimiento de los méritos intelectuales. El resto de mi familia esperaba permanecer una temporada en Londres. Los gastos de su mantenimiento tenían que ser pagados por el puñado de joyas que Natasha, una vieja doncella muy previsora, justo antes de la partida de mi madre de San Petersburgo en noviembre de 1917, había sacado de un armario y metido en un nécessaire, y que durante un breve lapso habían sido víctimas de un internamiento o quizá de cierta misteriosa maduración en un jardín de Crimea. Habíamos abandonado nuestra casa norteña por un período que se suponía breve, para hacer una prudente pausa en lo alto de una percha situada en el reborde sur de Rusia; pero la furia del nuevo régimen no quiso desinflarse. En Grecia, durante un par de meses de primavera, desafiando el constante resentimiento de unos intolerantes perros pastores, estuve buscando en vano la aurora de Gruner, la colias de Heldreich, la blanca de Krueper: estaban en otra zona del país. En el Pannonia, un vapor de línea de la Cunard, que zarpó de Grecia el 18 de mayo de 1919 (veintiún años antes de hora por lo que a mí respecta) rumbo a Nueva York, pero que a nosotros nos desembarcó en Marsella, aprendí el foxtrot. Francia vibraba en medio de una noche negra como el betún. El pálido Canal de la Mancha todavía se balanceaba en el interior de nuestros cuerpos cuando el tren Dover-Londres se detuvo suavemente. Unas imágenes repetidas de peras grises, pegadas en las mugrientas paredes de la estación Victoria, anunciaban el jabón de baño que las institutrices inglesas me habían aplicado en mi infancia. Una semana más tarde ya me encontraba moviendo los pies, cheek-to-cheek, en un baile benéfico, con mi primera novia inglesa, una cimbreña y caprichosa joven que me llevaba cinco años.