Fuimos a escuelas diferentes; él fue alumno del mismo gimnasiumque mi padre y llevaba el obligatorio uniforme negro al que, cuando cumplió quince años, añadió un detalle heterodoxo, unas polainas gris rata. Más o menos por esa época encontré en su escritorio, y leí, una página de su diario, que con necio asombro fui a enseñarle a mi preceptor, el cual se la mostró prontamente a mi padre, y que proporcionó con extrema brusquedad una aclaración retroactiva de ciertas rarezas de su comportamiento.
El único deporte que nos gustaba a los dos era el tenis. Jugamos muchísimas veces juntos, sobre todo en Inglaterra, en una pista de hierba bastante repelada que había en Kensington, y en una buena pista de tierra en Cambridge. El era zurdo. Tartamudeaba bastante, y eso impedía que se desarrollasen fluidamente las discusiones de las jugadas dudosas. Aunque su saque era flojo y carecía de auténtico revés, no resultaba fácil derrotarle pues era uno de esos jugadores que jamás cometen falta doble y que te devuelven cualquier pelota con la potencia de un frontón. En Cambridge nos vimos más a menudo que en todos los años anteriores y, por una vez, tuvimos algunos amigos comunes. Los dos nos graduamos en la misma especialidad, y con la misma nota, y después nos trasladamos a París donde, durante los años siguientes, él dio lecciones de inglés y ruso al igual que yo haría en Berlín.
Volvimos a encontrarnos en los años treinta, y tuvimos buenas relaciones en París de 1938 a 1940. A menudo venía a charlar a casa, aquellas dos cochambrosas habitaciones de la rue Boileau donde yo vivía contigo y nuestro hijo, pero ocurrió casualmente (él se había ido una temporada) que sólo se enteró de nuestra partida hacia Norteamérica cuando ya nos habíamos ido. Mis más sombríos recuerdos están relacionados con París, y el alivio que sentí al abandonar esa ciudad fue tremendo. Lamento, sin embargo, que él tuviera que balbucear su desconcierto ante un indiferente portero. Casi no sé nada de su vida durante la guerra. Durante una época estuvo empleado como traductor en una oficina de Berlín. Era un hombre franco y temerario, y criticó el régimen en presencia de sus compañeros, que le denunciaron. Fue detenido, acusado de ser «espía británico», y enviado a un campo de concentración de Hamburgo, en donde murió de inanición el 10 de enero de 1945. La suya es una de esas vidas que reclaman sin esperanza algún tipo de retrasado no sé qué —compasión, comprensión, lo que sea— que no puede ser sustituido ni redimido por el simple reconocimiento de la existencia de tal necesidad.
3
El comienzo de mi primer curso en Cambridge no tuvo buenos auspicios. A mitad de una gris y húmeda tarde de un día de octubre, con la sensación de estar representando una espantosa función de aficionados, me puse mi recién adquirida capa académica de color azul oscuro y mi negro sombrero cuadrado para realizar mi primera visita oficial a E. Harrison, mi preceptor del college. Subí un tramo de escaleras y di unos golpecitos a la enorme puerta, que estaba ligeramente entreabierta.
—Pase —dijo una voz lejana con hueca brusquedad.
Crucé una especie de salita de espera y entré en el despacho de mi preceptor. El pardo crepúsculo se me había anticipado. En la habitación no había más luz que el fulgor de una ancha chimenea junto a la cual una figura borrosa permanecía sentada en una butaca más borrosa incluso. Avancé, diciendo «Soy...», y tropecé con el servicio de té que ocupaba un rincón de la alfombra al pie del bajo sillón de mimbre de Mr. Harrison. Con un gruñido, él se agachó para enderezar la tetera, y luego recogió con la mano y volvió a meter en su interior el negro revoltijo de hojas de té que acababa de vomitar. Así, el período universitario de mi vida comenzó con una situación embarazosa, y esto se iba a repetir con cierta persistencia durante mis tres años de estancia en aquel lugar.
A Mr. Harrison le pareció bastante buena idea que un «ruso blanco» se alojase con un compatriota suyo, de modo que, al principio, compartí un apartamento de Trinity Lane con un desconcertado ruso. Al cabo de unos meses él dejó la universidad, y yo me quedé como único ocupante de aquellas habitaciones, que me parecían insoportablemente escuálidas en comparación con mi remoto y ahora inexistente hogar. Recuerdo muy bien los objetos que adornaban aquella repisa de la chimenea (un cenicero de cristal, con la cresta del Trinity, olvidado por algún inquilino anterior; una concha en la que encontré aprisionado el zumbido de uno de mis propios veraneos a la orilla del mar), y también la vieja pianola de mi patrona, un armatoste patético que rezumaba música entrecortada, aplastada y contorsionada, y que nadie hacía funcionar más de una vez. La estrecha Trinity Lane era una calleja severa y bastante tristona, sin tránsito apenas, pero con un largo y espeluznante pasado que comenzaba en el siglo XVI, cuando era conocida por el nombre de Findsilver Lane, aunque la gente solía más bien llamarla por otro nombre más tosco debido al abominable estado de sus alcantarillas. Sufrí mucho a causa del frío, pero es completamente falso que, como dicen algunos, la temperatura polar de los dormitorios de Cambridge hiciera que se nos helase todo el agua del aguamanil. De hecho, había como máximo una delgada capa de hielo en la superficie, que se podía romper fácilmente con el mango del cepillo de dientes y se convertía entonces en un montón de tintineantes fragmentos, y ese sonido, retrospectivamente, tiene cierto atractivo de fiesta para mi americanizado oído. Por lo demás, levantarse no era ninguna diversión. Todavía me noto en los huesos el frío de mi recorrido matutino de Trinity Lane camino de los baños, exudando pálidas bocanadas de aliento, con un delgado batín encima del pijama y una fría y abultada bolsa de baño bajo el brazo. No hay nada en el mundo capaz de inducirme a llevar en la inmediata vecindad de mi piel la ropa interior de lana que mantenía secretamente abrigados a los ingleses. Los sobretodos estaban considerados como cosa de maricas. El atuendo corriente del universitario medio en Cambridge, tanto si era un atleta como si se trataba de un poeta izquierdista, daba una imagen robusta y deslucida: sus zapatos tenían gruesas suelas de caucho, sus pantalones de franela eran de color gris oscuro, y su jersey abotonado, el «jumper», asomaba con un conservador tono pardo por debajo del chaquetón Norfolk. Los miembros de lo que imagino que podríamos llamar la pandilla de los dicharacheros solían llevar viejas zapatillas de tenis, pantalones de franela gris muy claro, un «jumper» amarillo chillón, y la americana de un traje bueno. Para entonces, mi preocupación juvenil por la ropa había comenzado a declinar, pero, después de las etiqueteras costumbres rusas, me pareció muy poco serio salir a la calle en zapatillas de tenis, abandonar las polainas y llevar una de esas camisas con el cuello cosido, tal como imponía la atrevida innovación surgida en aquellos momentos.
El inocente baile de disfraces en el que participé de forma indolente me dejó unas impresiones tan triviales que sería tedioso continuar este esfuerzo. En realidad, la historia de mis años universitarios en Inglaterra se reduce a la historia de mi intento de convertirme en un escritor ruso. Tenía la sensación de que Cambridge y sus famosas características —venerables olmos, ventanas adornadas de blasones, locuaces relojes en lo alto de sus torres— no tenían ningún sentido por sí mismos sino que estaban allí solamente como marco y sostén de mi rica nostalgia. Desde el punto de vista de los sentimientos, me encontraba en la situación del hombre que, tras haber perdido recientemente a una familiar muy querida, comprende —demasiado tarde— que debido a cierta pereza de su alma, drogada por la rutina, no se había preocupado por conocerla todo lo que ella se había merecido ni tampoco había sabido mostrarle plenamente las señales de su entonces no del todo consciente, pero ahora pleno, afecto. Mientras meditaba con los ojos escocidos junto al fuego de mi habitación de Cambridge, sentía la opresión de la potente trivialidad de las brasas, la soledad y las remotas campanadas, que contorsionaban los mismísimos pliegues de mi cara de la misma manera que la fantástica velocidad de su vuelo desfigura el rostro del aviador. Y pensé en todo lo que me había perdido de mi país, en las cosas que no me hubiese olvidado de anotar y atesorar si hubiese sospechado que mi vida iba a virar de forma tan violenta.