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Para algunos de los compañeros de emigración que conocí en Cambridge, la tendencia general de mis sentimientos era tan familiar y obvia que hubiese resultado tonto y casi indecoroso expresarla con palabras. Gracias a los más blancos de aquellos rusos blancos comprobé muy pronto que el patriotismo y la política no eran en fin de cuentas más que un gruñón resentimiento que no iba dirigido tanto contra Lenin como contra Kerenski, y que sólo procedía de las incomodidades y pérdidas materiales. Luego me encontré también con inesperadas dificultades con aquellos de mis conocidos ingleses a los que se consideraba como los más cultos y sutiles, y humanos, pero que, a pesar de toda su honradez y refinamiento, caían en las mayores necedades cuando se hablaba de Rusia. Quiero destacar aquí a un joven socialista, un flaco gigante cuyas lentas y múltiples manipulaciones de su pipa resultaban horriblemente irritantes cuando no estabas de acuerdo con él, y deliciosamente consoladoras cuando ocurría lo contrario. Sostuve con él multitud de escaramuzas políticas, cuyo rencor se desvanecía invariablemente en cuanto pasábamos a hablar de los poetas que ambos adorábamos. Hoy en día no es un desconocido entre sus colegas, frase que, lo admito, está bastante desprovista de significado, pero es que estoy haciendo cuanto está en mi mano por oscurecer su identidad; permítaseme que le llame «Nesbit», el mote que le puse (o que ahora afirmo haberle puesto), no sólo por su supuesto parecido a los primeros retratos de Maxim Gorki, mediocridad costumbrista de aquella época, y uno de cuyos primeros relatos («Mi compañero de viaje», otra nota muy apropiada) había sido traducido por un tal R. Nesbit Bain, sino también porque «Nesbit» tiene la ventaja de tener una voluptuosa relación palindrómica con «Ibsen», nombre que a su debido tiempo también evocaré.

Probablemente sea cierto que, tal como han argumentado algunas personas, las simpatías leninistas de la opinión liberal en Inglaterra y los Estados Unidos durante los años veinte se vieran afectadas por la consideración de la política nacional de estos países. Pero también se debía a una simple falta de información correcta. Mi amigo no sabía casi nada del pasado de Rusia, y ese poco que sabía le había llegado a través de contaminados canales comunistas. Cuando se le desafiaba a que justificase el terror bestial que había sido sancionado por Lenin —las cámaras de torturas, los muros salpicados de sangre— Nesbit descargaba la ceniza de su pipa dándole unos golpecitos contra el guardafuegos, volvía a cruzar siniestramente sus enormes piernas de pesadísimo calzado que hasta entonces estaban cruzadas a la diestra, y murmuraba algún comentario acerca del «bloqueo aliado». Echaba en el mismo saco, tachándoles de «elementos zaristas», a los emigrados rusos de todas las tonalidades, desde los labriegos socialistas hasta los generales blancos, de forma muy parecida al modo en que actualmente usan el término «fascista» los autores soviéticos. Jamás llegó a comprender que si él y otros idealistas extranjeros hubiesen sido rusos en Rusia, tanto él como todos los demás hubieran sido destruidos por el régimen de Lenin con la misma naturalidad con que lo son los conejos que caen víctimas de los hurones y los campesinos. Sostenía que la causa de lo que él llamaba ceremoniosamente «reducción de la pluralidad de opiniones» impuesta por los bolcheviques, en comparación con la existente en el régimen zarista, era «la inexistencia de toda clase de tradición de libertad de expresión en Rusia», frase que, me parece, entresacó de algún fatuo artículo titulado «Amanecer ruso» de entre los muchos que, con gran elocuencia, escribían durante aquellos años los leninistas tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos. Pero lo que quizá me irritaba más era la actitud de Nesbit en relación con el propio Lenin. Todos los rusos cultos y capaces de discernimiento sabían que este astuto político sentía por las cuestiones estéticas el mismo interés y afición que cualquier ruso corriente de los asimilables al tipo del épicierflaubertiano (el tipo de persona que admiraba a Pushkin solamente a través de los viles libretos de Chaykovski, que lloraba en las óperas italianas, y que se sentía fascinado por los cuadros que contaban alguna historia); pero Nesbit y sus amigos intelectuales y exquisitos veían en él a un peculiar mecenas sensible y amante de lo poético que estaba promocionando las tendencias artísticas más avanzadas, y sonreían con aires de superioridad cuando yo intentaba explicarles que la relación entre la política avanzada y el arte avanzado era exclusivamente verbal (y jubilosamente explotada por la propaganda soviética), y que cuanto más radical fuera un ruso desde el punto de vista político, más conservador era desde el artístico. Yo tenía a mi disposición unas cuantas verdades como ésta que me gustaba airear, pero que Nesbit, firmemente atrincherado en su ignorancia, tomaba por meras fantasías. La historia de Rusia (declaraba yo, por ejemplo) podía ser estudiada desde dos puntos de vista (que, debido a cierto motivo oscuro, fastidiaban por igual a Nesbit): primero, como la evolución de la policía (una fuerza curiosamente impersonal y distante, que a veces trabajaba en algo así como un vacío, hasta ser en algunos momentos impotente, y que en otras épocas aventajaba incluso al gobierno en su empeño por llevar a cabo brutales persecuciones); y segundo, como el desarrollo de una cultura maravillosa. Bajo el régimen de los zares, a pesar del carácter esencialmente inepto y feroz de su poder, los rusos amantes de la libertad habían poseído un número incomparablemente superior de medios para expresarse, y solían correr, cuando así lo hacían, riesgos mucho menores que bajo el poder de Lenin. A partir de las reformas introducidas en los años sesenta del siglo XIX, Rusia había poseído (aunque no siempre la aplicase) una legislación de la que podía haberse enorgullecido cualquier democracia occidental, una vigorosa opinión pública que mantenía a raya a los déspotas, periódicos extensamente leídos que manifestaban toda la gama de ideas políticas liberales, y, cosa especialmente notable, unos jueces valientes e independientes («Venga, venga...», acostumbraba a interponer Nesbit). Cuando algún revolucionario era detenido, su proscripción en Tomsk u Omsk (ahora Bombsk) era como unas vacaciones relajadas si se comparaba con los campos de concentración que fueron introducidos por Lenin. Los exiliados políticos se escapaban de Siberia con risible facilidad, como lo demuestra la famosa huida de Trotsky —Santa Leo, Santa Claws Trotsky— que regresó alegremente en un navideño trineo tirado por un ciervo: ¡Arre, Cohete, arre, Necio, arre, Carnicero y Sanguinario!

Pronto me di cuenta de que si mis opiniones, las opiniones más o menos corrientes entre los demócratas rusos en el exilio, eran recibidas con dolorosa sorpresa o educada burla por los demócratas ingleses in situ, había otro grupo, el de los ultraconservadores ingleses, que cerraba filas con entusiasmo a mi lado pero por motivos tan burdamente reaccionarios que su despreciable apoyo sólo me producía embarazo. Ciertamente, me enorgullezco de haber sido capaz de discernir entonces los síntomas de lo que tan claro resulta ahora que ya se ha ido formando gradualmente una especie de círculo familiar que relaciona entre sí a representantes de todos los países: jocundos constructores de imperios en sus claros de las selvas, policías franceses, ese impresionante producto alemán, el buen progromshchikruso o polaco, el flaco linchador norteamericano, el tipo de horrible dentadura que vomita chistes antiminoritarios en los bares o los lavabos, y, en otro punto de este mismo círculo infrahumano, todos aquellos crueles autómatas con cara de engrudo, vestidos con opulentos pantalones John Held y americana de altas hombreras, todos estos Sitzriesen que se acercan amenazadores a nuestras mesas de conferencias, y que el Estado Soviético comenzó a exportar alrededor de 1945, después de más de dos decenios de crianza y adaptación selectivas, durante los cuales la moda masculina en el extranjero tuvo tiempo de cambiar, de forma que el símbolo de la infinita disponibilidad de la tela no podía provocar más que crueles burlas (tal como ocurrió en Inglaterra durante la postguerra, cuando un famoso equipo de jugadores profesionales de fútbol desfiló en traje de paisano).