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Otro escritor independiente era Ivan Bunin. Yo siempre había preferido su escasamente conocida poesía a su famosa prosa (las relaciones que ambas tienen entre sí, dentro del marco de su obra, recuerdan lo que ocurre en el caso de Hardy). En aquellos momentos le encontré profundamente preocupado por los problemas personales del envejecimiento. Lo primero que me dijo fue que se sentaba más tieso que yo, a pesar de que me llevaba treinta años. Se tostaba al sol del premio Nobel que acababan de otorgarle, y me invitó a un restaurante caro y moderno de París para que habláramos allí de corazón a corazón. Por desgracia, siento una morbosa antipatía por los restaurantes y cafeterías, sobre todo los de París: detesto las multitudes, los camareros apresurados, los bohemios, los brebajes que sirven para el vermú, el café, el zakuski, las varietés y todo lo demás. Me gusta comer y beber en posición recostada (preferiblemente en un sofá) y en silencio. Las conversaciones de corazón a corazón, las confesiones al estilo de Dostoyevski, tampoco me van. Bunin, un viejo pero ágil caballero, con un vocabulario rico y obsceno, se quedó pasmado por mi rechazo del gallo lira a la avellana, que ya había probado suficientes veces en mi infancia, y exasperado por mi negativa a tratar cuestiones escatológicas. Hacia el final de la comida estábamos absolutamente hartos el uno del otro.

—Morirá usted en medio de horribles dolores y completamente aislado —comentó rencorosamente Bunin cuando nos encaminábamos al guardarropa. Una jovencita atractiva y de aspecto frágil tomó el número de nuestros pesados gabanes y al cabo de un rato cayó, abrazada a ellos, sobre el bajo mostrador. Quise ayudar a Bunin a ponerse su raglán, pero me detuvo con un ademán orgulloso de su mano abierta. Sin haber abandonado nuestra somera pelea —él trataba ahora de ayudarme a mí— salimos a la pálida tenebrosidad de un día invernal de París. Iba mi acompañante a abrocharse el cuello cuando una expresión de sorpresa y desdicha torció sus bellos rasgos. Abriendo cautelosamente su gabán, comenzó a tirar de una cosa que le molestaba en el sobaco. Acudí en su ayuda, y entre los dos conseguimos finalmente sacarle de la manga mi larga bufanda de lana, que la joven había metido en su abrigo. Fue saliendo centímetro a centímetro; era como desenvolver a una momia, y para lograr nuestro objetivo tuvimos que ponernos a girar lentamente el uno en torno al otro, para irreverente diversión de tres putas callejeras. Luego, concluida la operación, nos dirigimos sin decir palabra hacia una esquina en donde nos dimos la mano y nos separamos. Posteriormente nos vimos con bastante frecuencia, pero siempre con otras personas, generalmente en casa de I. I. Fondaminski (un alma santa y heroica que hizo más que nadie por la literatura rusa de la emigración y que murió en una prisión alemana). Fuera por el motivo que fuese, Bunin y yo habíamos adoptado un trato zumbón y una conversación de tipo bastante deprimente, una variante rusa del «kidding» norteamericano, que impidió que hubiera ningún tipo de comercio real entre los dos.

Conocí a otros muchos escritores rusos emigrados. No llegué a encontrarme con Poplavski, que murió joven y era un violín lejano entre balalaikas.

Vete a dormir, oh Morella, qué horribles son las vidas aguileñas.

No olvidaré jamás sus entonaciones quejumbrosas, ni tampoco podré perdonarme jamás la malhumorada crítica en la que le ataqué por ciertos defectos triviales de sus inmaduros versos. Conocí al sabio, estirado y encantador Aldanov; al decrépito Kuprin, que sujetaba cuidadosamente una botella de vin ordinairemientras avanzaba por las calles lluviosas; a Ayhenvald —una versión rusa de Walter Pater—, que murió posteriormente atropellado por un tranvía; a Marina Tsvetaeva, esposa de un agente doble y poeta de talento, que, a finales de los treinta, regresó a Rusia y murió allí. Pero, naturalmente, el autor que más me interesaba era Sirin. Pertenecía a mi propia generación. Entre los escritores jóvenes que produjo el exilio, él era el más solitario y el más arrogante. Desde la aparición de su primera novela en 1925 y a lo largo de los siguientes quince años, hasta que desapareció tan extrañamente como había llegado, su obra provocó un interés tan profundo como morboso entre los críticos. Del mismo modo que los publicistas marxistas de los años ochenta en la vieja Rusia hubieran denunciado su despreocupación por la estructura económica de la sociedad, los mistagogos de las letras de la emigración deploraban su carencia de sensibilidad religiosa y de interés por la moral. Todas sus características tenían que resultar por fuerza una ofensa para las convenciones rusas y sobre todo para ese sentido ruso del decoro que, por ejemplo, se siente tan peligrosamente ofendido hoy en día por los norteamericanos cuando éstos, en presencia de distinguidos militares soviéticos, se pasean con ambas manos en los bolsillos de los pantalones. Contrariamente, los admiradores de Sirin alabaron mucho, quizás en demasía, su raro estilo, su brillante precisión, la funcionalidad de sus imágenes y cosas por el estilo. Los lectores rusos, que habían sido educados en la recia sencillez del realismo ruso y habían cogido en abrenuncio a las estafas decadentistas, se quedaron impresionados ante los ángulos especulares de sus claras pero misteriosamente engañosas frases, y por el hecho de que la verdadera vida de sus libros discurriera en sus figuras, que un crítico ha comparado con «unas ventanas que dan a un mundo contiguo..., un corolario rodante, la sombra de un tren de pensamiento». Por el cielo oscuro del exilio Sirin pasó, por utilizar un símil más conservador, como un meteoro, y desapareció sin dejar tras él más que cierto sentimiento de desasosiego.

3

A lo largo de mis veinte años de exilio dediqué una prodigiosa cantidad de tiempo a la composición de problemas de ajedrez. Se fija en el tablero cierta disposición, y el problema a resolver consiste en averiguar cómo hacerles mate a las negras en un número determinado de movimientos, por lo general dos o tres. Es un arte bello, complejo y estéril que sólo está relacionado con la forma corriente de este juego en la misma medida en que, por ejemplo, tanto el malabarista que inventa un nuevo número como el tenista que gana un torneo sacan provecho de las propiedades de las esferas. La mayor parte de los jugadores de ajedrez, de hecho, tanto maestros como aficionados, sólo sienten un leve interés por estos acertijos especializadísimos, fantásticos y elegantes, y aun en el caso de que apreciasen algún problema difícil se quedarían perplejos si alguien les invitara a que ellos mismos compusieran otro.

La invención de estas composiciones ajedrecísticas requiere una inspiración de tipo casi musical, casi poética, o, para ser absolutamente exacto, poético-matemática. Con frecuencia, en la amistosa mitad del día, en los márgenes de alguna ocupación trivial, en la ociosa estela de un pensamiento pasajero, sentía, sin previo aviso, una punzada de placer mental al notar que se abría en mi cerebro con un estallido la yema de un problema de ajedrez, prometiéndome así una noche de trabajo y felicidad. A veces era una manera de combinar un raro dispositivo estratégico con una rara línea defensiva; otras, la vislumbre de la configuración definitiva de las piezas que traduciría, con humor y gracia, un tema difícil que hasta entonces había desesperado de ser capaz de expresar; o podía ser un simple ademán hecho en medio de mi mente por las diversas unidades de fuerza representadas por los trebejos, algo así como una veloz pantomima, que me sugería nuevas armonías y nuevos enfrentamientos; fuera lo que fuese, pertenecía a un orden especialmente estimulante de sensaciones, y lo único que tengo en contra de todo eso hoy en día es que la maníaca manipulación de figuras esculpidas, o de sus equivalentes mentales, durante mis años más entusiastas y prolíficos, engulló una importante parte del tiempo que hubiese podido dedicar a las aventuras verbales.

Los expertos distinguen varias escuelas en el arte de los problemas de ajedrez: la anglo-americana, que conjuga unas construcciones precisas con deslumbrantes patrones temáticos, y se niega a dejarse sujetar por ningún tipo de reglas convencionales; la escuela teutónica, de escabroso esplendor; los productos muy acabados pero desagradablemente hábiles e insípidos del estilo checo, con su estricto cumplimiento de ciertas condiciones artificiales; los viejos estudios rusos sobre finales, que alcanzan las centelleantes cumbres del arte, y el mecánico problema soviético del tipo llamado de «entrenamiento», en el que la estrategia artística se ve reemplazada por la fatigosa elaboración de los temas hasta el máximo de sus posibilidades. En ajedrez, habría que explicar, los temas son dispositivos tales como el de la emboscada, la retirada, la inmovilización, etc.; pero sólo cuando se combinan de una forma determinada llega a resultar satisfactorio un problema. El engaño, hasta sus extremos más diabólicos, y la originalidad, llevada a lo grotesco, eran las bases de mi estrategia; y aunque en asuntos relativos a la construcción trataba de seguir, siempre que fuera posible, las reglas clásicas, tales como la economía de fuerzas, la unidad, el escardamiento de los finales sueltos, siempre estaba dispuesto a sacrificar la pureza de la forma a las exigencias de contenidos fantásticos, lo cual hacía que la forma pandeara y estallara como una bolsa de baño que contuviera un pequeño diablo furioso. Una cosa es concebir la jugada central de una composición, y otra muy diferente construirla. La tensión intelectual es formidable; el elemento del tiempo desaparece completamente de la conciencia: la mano constructora tantea en busca de un peón de la caja, lo toma, mientras la mente sigue meditando en torno a la necesidad de utilizar alguna añagaza o recurso provisional, y cuando se abre el puño una hora entera, quizá, ha transcurrido, se ha quemado hasta quedar reducida a cenizas en la incandescente cerebración del urdidor de la intriga. El tablero de ajedrez que tiene ante sí es un campo magnético, un sistema de marcas y abismos, un firmamento estrellado. Los alfiles se desplazan por él como proyectores. Este o aquel caballo es una palanca ajustada y ensayada, y reajustada y ensayada otra vez, hasta que el problema queda afinado porque ya alcanza los niveles necesarios de belleza y sorpresa. ¡Cuán a menudo he pugnado por contener la terrible fuerza de la reina de las blancas a fin de evitar que haya más de una solución! Debería quedar claro que en los problemas de ajedrez la batalla no se libra entre blancas y negras sino entre el compositor y el hipotético solucionista (del mismo modo que en la narrativa de primera categoría el verdadero duelo no es el que libran entre sí los personajes sino el que enfrenta al autor con el mundo), de modo que gran parte de la valía del problema radica en el número de «probaturas»: aperturas engañosas, pistas falsas, especiosas posibilidades de juego, astuta y cariñosamente preparadas para despistar a quien intente resolverlo. Pero, por mucho que intente explicar este asunto de la composición de problemas, me parece que no seré capaz de transmitir de forma asaz cabal el extático núcleo del proceso y sus puntos de contacto con otros tipos, más abiertos y fructíferos, de operaciones de la mente creadora, desde el trazado de los mapas de mares peligrosos hasta la redacción de una de esas increíbles novelas en las que el autor, en un ataque de locura lúcida, se ha fijado a sí mismo una serie de reglas únicas que tiene que observar, ciertos obstáculos de pesadilla que tiene que superar, con el entusiasmo de una deidad que estuviera construyendo un mundo vivo a partir de los ingredientes más inverosímiles: rocas, y carbón, y ciegas palpitaciones. En el caso de la composición de problemas, el proceso viene acompañado de una dulce satisfacción física, sobre todo cuando los trebejos comienzan a representar de forma adecuada, en un ensayo casi definitivo, el sueño del compositor. Te sientes cómodo y calentito (una sensación que se remonta a la infancia, a esos momentos en los que te dedicas a proyectar juegos en la cama, cuando los ángulos de los juguetes van encajando en las esquinas de tu cerebro); observas el precioso modo que una pieza tiene de emboscarse detrás de otra, a la manera confortable y resguardada de una plaza retirada; y el perfecto funcionamiento de una máquina limpia y bien engrasada que trabaja con suavidad en cuanto un par de dedos alzan delicadamente una pieza para luego depositarla con la misma delicadeza.