CAPITULO DECIMOQUINTO
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Van pasando, pasan, pasan, deslizándose los años, por utilizar una desgarradora inflexión horaciana. Pasan los años, cariño, y con el tiempo nadie sabrá lo que tú y yo sabemos. Crece nuestro hijo; las rosas de Paestum, del neblinoso Paestum, han desaparecido; estúpidos mecanicistas manosean ciertas fuerzas de la naturaleza que algunos mansos matemáticos, para su propia y secreta sorpresa, parecen haber presentido; de modo que quizá haya llegado la hora de que examinemos algunas instantáneas antiguas, pinturas rupestres de trenes y aeroplanos, estratos de juguetes en el pesado armario.
Nos remontaremos más atrás, hasta una mañana de mayo de 1934, y conduciremos respetuosamente hasta este punto prefijado la gráfica de un barrio de Berlín. Allí estaba yo, caminando de vuelta a casa, a las cinco de la madrugada, procedente de la maternidad cercana a Bayerischer Platz, adonde te había llevado un par de horas antes. Las flores primaverales adornaban los retratos de Hindenburg y Hitler en los marcos y fotografías coloreadas del escaparate de una tienda. Grupos izquierdistas de gorriones celebraban vociferantes sesiones matutinas en las lilas y los tilos. Un amanecer transparente había desenfundado por completo un lado de la vacía calle. En el otro, las casas todavía estaban azules de frío, y varias sombras alargadas iban estirándose gradualmente, a la prosaica manera que el día joven adopta cuando reemplaza a la noche en una cuidada y bien regada ciudad, en donde el fuerte sabor de los pavimentos alquitranados asoma por debajo de los olores a savia de los árboles de sombra; pero la parte óptica del asunto me resultaba completamente nueva, como una forma desacostumbrada de poner la mesa, porque nunca había visto hasta entonces aquella calle en particular al amanecer, aunque, por otro lado, había pasado a menudo por allí, deshijado, en tardes soleadas.
En la pureza y vacuidad de esta hora menos familiar, las sombras se habían confundido de lado, confiriendo así a la calle un tono de no inelegante inversión, como cuando ves reflejada en el espejo de la barbería la ventana hacia la que el melancólico barbero, mientras afila su navaja, vuelve su mirada (tal como hacen todos ellos en tales momentos), y, enmarcado en esa ventana reflejada, un fragmento de acera muestra una procesión de peatones despreocupados que caminan en sentido errado, hacia un mundo abstracto que inmediatamente deja de ser divertido para liberar un torrente de terror.
Cada vez que me pongo a reflexionar sobre el amor que siento por una persona, tengo la costumbre de dibujar radios que arrancan de mi amor —de mi corazón, del tierno núcleo de la materia personal— para dirigirse hacia puntos monstruosamente remotos del universo. Hay algo que me impulsa a comparar la conciencia de mi amor con cosas tan inimaginables e incalculables como el comportamiento de las nebulosas (cuya misma lejanía parece una forma de locura), los temibles precipicios de la eternidad, lo incognoscible que está más allá de lo desconocido, el desamparo, las frías y nauseabundas involuciones e interpretaciones del espacio y el tiempo. Es una costumbre perniciosa, pero no puedo hacer nada por evitarla. Puede compararse con el incontrolable salto de la lengua del insomne que repasa una muela cariada en la noche de su boca, haciéndose daño, pero, aun así, perseverando.
He conocido a personas que, cuando tocaban accidentalmente alguna cosa —la jamba de una puerta, una pared— tenían que llevar a cabo toda una serie rápida y sistemática de contactos manuales con diversas superficies de la habitación antes de regresar a una existencia equilibrada. No tiene remedio; necesito saber dónde estoy yo; dónde estáis tú y mi hijo. Cuando se produce en mí esa explosión en cámara lenta, silenciosa, de amor, y despliega sus derretidos márgenes y me deja abrumado ante la sensación de algo mucho más vasto, mucho más duradero y potente que la acumulación de materia o energía en cualquier cosmos imaginable, mi mente no puede hacer otra cosa que darse un pellizco para comprobar si está en realidad despierta. Tengo que hacer un rápido inventario del universo, de la misma manera que una persona que sueña intenta condonar el absurdo de su situación asegurándose de que está dormida. Necesito que todo el espacio y todo el tiempo participen de mi emoción, de mi amor mortal, para quitarle mordiente a su mortalidad, y contribuir de este modo a combatir la absoluta degradación, ridículo y horror de haber llegado a tener una sensación y un pensamiento infinitos en el seno de una existencia finita.
Debido a que, en mi metafísica, soy un asindicalista empecinado y no me sirven de nada los viajes organizados por paraísos antropomórficos, cuando pienso en las mejores cosas de la vida quedo abandonado a mis propios y no despreciables recursos; es lo que ocurre ahora, cuando vuelvo la vista atrás para contemplar mi preocupación, propia casi del rito de cobada, por nuestro hijo. Tú recuerdas muy bien las cosas que descubrimos (y que se supone descubren todos los padres): la forma perfecta de las uñas en miniatura de la mano que me mostrabas silenciosamente cuando se apoyaba, abierta como una estrella de mar, en tu palma; la textura epidérmica de miembros y mejillas, señalada con entonación apagada, remota, como si la suavidad del tacto sólo pudiese ser expresada por la suavidad de la distancia; ese no sé qué natatorio, resbaladizo, elusivo del tinte azul oscuro de los iris, que parecía retener aún las sombras de antiguos y fabulosos bosques en los que había más pájaros que tigres y más frutos que espinos, y donde, en una moteada espesura, nació la mente humana; y, sobre todo, el primer viaje de un niño a la siguiente dimensión, el recién establecido nexo entre el ojo y el objeto alcanzable, que los especialistas en biométrica y los miembros de la banda de los laberintos para ratas creen ser capaces de explicar. Se me ocurre que la más fiel reproducción alcanzable del nacimiento de la mente es la puñalada de asombro que acompaña el momento preciso en el que, mirando una maraña de hojas y ramas, nos damos cuenta de repente de que lo que parecía un elemento natural de ese enmarañamiento es un insecto o un pájaro maravillosamente disfrazados. También se siente un intenso placer (y, después de todo, ¿qué otra cosa podría producir la labor científica?) si, al enfrentarnos al acertijo del florecimiento inicial de la mente humana, postulamos una pausa voluptuosa en el crecimiento del resto de la naturaleza, un repantigamiento y un haraganeo que permitieron que se formara en primer lugar el Homo poeticus, sin el cual no se habría evolucionado hasta el sapiens. ¡Y que luego nos vengan con lo de la «lucha por la vida»! La doble maldición de la guerra y el esfuerzo devuelve al hombre al estadio de verraco, a la loca obsesión de la bestia gruñidora por la obtención del alimento. Tú y yo hemos comentado con frecuencia la aparición de ese destello maníaco en el ojo del ama de casa intrigante mientras estudia los productos de una tienda de ultramarinos o el depósito de cadáveres de una carnicería. ¡Esforzados del mundo, disolveos! Los libros antiguos están errados. El mundo fue hecho en domingo.
2
A todo lo largo de los años de la infancia de nuestro chico, en la Alemania de Hitler y la Francia de Maginot, tuvimos que pasar más o menos aprietos, pero algunos amigos maravillosos se encargaron de que dispusiera de todo lo mejor. Aunque impotentes para cambiar las cosas, tú y yo mantuvimos conjuntamente una celosa vigilancia sobre cualquier posible grieta que pudiera abrirse entre su infancia y nuestros propios estadios larvarios de aquel pasado opulento, y ahí es donde salen a escena aquellas hadas amistosas que reparaban la grieta cada vez que veíamos el peligro de que se abriese. Fue entonces, también, cuando la ciencia de la crianza de los bebés experimentó el mismo tipo de fenomenal y acelerado progreso que la aviación y la agricultura: cuando yo tenía nueve meses de edad, jamás me tomé en una sola comida una libra entera de espinacas escurridas, ni me dieron tampoco el zumo de una docena de naranjas cada día; y la higiene pediátrica que adoptábamos era incomparablemente más artística y escrupulosa que todo cuanto hubiesen podido imaginar nuestras nodrizas cuando nosotros éramos unos bebés.