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– ¿Qué?

– ¡No me quemes el pelo con esa cosa!

Estuvieron tanto tiempo así, que la antorcha se apagó. El comentario de James aflojó algo la tensión, y decidieron encender otra antorcha y salir a ver si el oso estaba realmente muerto. Anna trajo la antorcha y James recargó el rifle antes de salir furtivamente.

Cuando los dos vieron lo que habían hecho, estallaron en una carcajada de alivio. El oso yacía mitad adentro y mitad afuera de lo que había sido la casa del manantial. El macizo cuerpo negro estaba tendido sobre la pequeña pileta de donde siempre sacaban el agua. La sangre que brotaba del agujero en la cabeza fluía corriente abajo. Los restos de jarros y vasijas estaban tirados por todas partes. El oso había dejado algunos baldes de madera hechos picadillo. Las paredes que no habían sido destrozadas por el animal, se habían derrumbado por la explosión del arma, que Karl había cargado para usar “contra el oso”.

– ¡James, lo lograste!

– Lo logré -repitió sin aliento, al darse cuenta de la situación-. ¿Lo logré?

– ¡Lo lograste, mi pequeño hermanito! -exclamó Anna, y le echó los brazos al cuello, otra vez.

– ¡Dios mío, lo logré! -gritó James.

– ¿Y sabes una cosa?

– Sí, lo sé. Me duele el trasero. El rifle patea como una mula.

James se frotó mientras los dos se rieron, gozosos.

– No, no era eso lo que iba a decir. Iba a decir: aquí está nuestra provisión invernal de velas de sebo, y hay comida suficiente como para alimentar a nuestra familia y a los Johanson durante todo el invierno.

James estaba radiante y no pudo dejar de golpearse la rodilla como acostumbraba hacer Olaf.

– Adivina otra cosa -continuó Anna.

– ¿Qué más?

– No tenemos caballos para mover este monstruo que está en medio de nuestro manantial y que va a comenzar a pudrirse antes de que Karl regrese, y ninguno de los dos, ni el oso ni el manantial, serán los mismos otra vez.

James soltó una carcajada. Luego, Anna empezó a reírse de James cuando lo vio fuera de control; enseguida, James comenzó a reírse al ver a Anna fuera de control. Antes de que pudieran darse cuenta, los dos hermanos habían caído de rodillas, cansados por el enorme alivio después del tremendo susto, y porque ya eran las cuatro de la mañana.

Después de un rato, Anna dijo:

– Mañana tendremos que ir a la casa de Olaf a ver si uno de los muchachos nos puede ayudar a destripar este enorme animal y a colgarlo de una cuerda. Debemos averiguar también qué más hay que hacer con él.

– No estoy seguro, Anna, pero me parece que no podemos esperar tanto. Creo que tenemos que sacarle las vísceras ahora o la carne se descompondrá.

– ¿Ahora? -exclamó Anna, con expresión de repugnancia.

– Creo que sí, Anna.

– Pero James, está allí, tirado en el agua fría del manantial. ¿Eso no lo mantendrá fresco?

– La carne tiene que sangrar de inmediato. Lo sé porque Karl me lo enseñó. Dijo que lo que se hace con un animal en la primera media hora después de su muerte es lo que establece la diferencia entre una buena y una mala carne.

– Oh, James, ¡aj! ¿Hace falta meter las manos en esa cosa?

– No sé de qué otra manera podremos destriparlo. Si no lo hacemos, Karl va a regresar sólo para encontrarse con otro lío armado por nosotros.

Anna quedó convencida, al fin, de que debía hacerse lo que correspondía.

– Hay algunas antorchas más en el rincón; las traeré.

– Y trae también unos cuchillos. Yo iré a buscar la piedra aceitada que Karl usa para afilar el hacha. Creo que la vamos a necesitar.

Anna se volvió antes de cruzar la puerta, y exclamó:

– Karl va a estar tan orgulloso de ti, James. Ella también se sentía orgullosa de su hermano, su bebé, como jamás soñó que pudiera estarlo.

– De ti también, Anna. Estoy seguro.

Por alguna razón inexplicable, Anna recordó que se había olvidado de los gajos de lúpulo ese día, y se hizo la promesa de regarlos por la mañana. Apenas destriparan a ese oso, durmieran un poco, fueran a pedir ayuda a los muchachos y se ocuparan de desenterrar las papas y los nabos y las rutabagas y…

“No”, pensó, “me ocuparé primero de los gajos de lúpulo.” Es lo primero que haría por la mañana cuando se levantara. ¡Esas plantas no se marchitarían!

Capítulo 19

Tres días más tarde, Karl Lindstrom viajaba hacia el norte, recorriendo un sendero que mostraba ya claros indicios de la proximidad del otoño. El llamativo escarlata del primer zumaque resplandecía desde los bordes del camino. Los avellanos se veían castaños y tupidos. Karl recordó que le había prometido a Anna mostrárselos. Tan pronto como terminara con la cabaña, la traería a ese lugar. Mientras tanto, detuvo la carreta, recogió un puñado de avellanas y las guardó en el bolsillo. Pasó una vez más por el lugar donde estaban los pinos; Karl sabía que esa madera maciza serviría para el aparador de Anna. Debía regresar a ese lugar para derribar el árbol y cortar la madera apenas tuviera un día libre; con ella fabricaría el mueble que le había prometido a Anna.

Un faisán levantó vuelo, cuando el ruido de los caballos interrumpió su baño de polvo al borde del camino. El pájaro cruzó como un relámpago y dejó un destello rojizo, negro y verde iridiscente, mientras trepaba buscando refugio, con un grácil movimiento, y cantaba: “¡C-a-a-a!”

“Le dispararía y lo llevaría a casa para comer”, pensó Karl, “pero no tengo mi rifle. El faisán puede esperar a que James le dispare.”

No, Karl no tenía su propia arma. Tenía un rifle, sí. Pero el primer disparo tendría que hacerlo James. Era un rifle Henry de repetición, que hizo a Karl sonreír por anticipado. Compensaría con creces al muchacho. El arma sería un comienzo. Karl se imaginó a sí mismo y al joven, caminando en una mañana otoñal, con las armas colgadas del hombro, en amistoso silencio, mientras acechaban a los faisanes, les disparaban y se los llevaban a Anna a la casa.

Luego le enseñaría a Anna a rellenar el ave con pan y con sus propias avellanas silvestres. Karl suponía que debería enseñarle a hacer el pan otra vez, ahora que usaría la cocina de hierro fundido.

Karl sonrió. Agitó las riendas. Pero tanto Belle como Bill giraron las anteojeras en su dirección, como preguntándole cuál era el apuro. Marchaban hacia la casa a buen paso y estaban tan ansiosos de llegar allí como él.

Cuando los caballos tomaron su propio sendero, algún tiempo después, Karl quiso reducir el paso en vez de acelerarlo. Pero la yunta se negó obstinadamente a aceptar la orden. Karl divisó, más adelante, el familiar claro entre los árboles, luego la corredera de troncos y, en su base, la hermosa cabaña que él, Anna y James habían construido juntos. Justo al lado vio unas bolsas de papas, prolijamente acomodadas. Afuera, en el pasto, había unas canastas de mimbre con uvas, algo secas y arrugadas, en proceso de convertirse en pasas. Salía humo de la chimenea de la casa.

Pero faltaba algo. Karl observó el claro una vez más y notó, sobresaltado, que no estaba la casa del manantial. ¡Había desaparecido! Había dos baldes en el lugar y algunas rutabagas que parecían a medio lavar. Varios jarros estaban sumergidos en la arena, como de costumbre. Pero la construcción propiamente dicha se había esfumado en el aire. Sintió un aroma que llenaba el aire y le hizo arrugar la nariz; no podía imaginarse qué era eso que olía tan parecido a un oso. Los caballos también parecieron olfatear algo, pues agitaron la cabeza y las crines hasta que Karl tuvo que decir:

– Tranqui-i-i-los. Estamos en casa. Ustedes saben reconocerla.

Ni Anna ni James estaban a la vista cuando Karl detuvo la carreta cerca de la cabaña. Allí estaba, la casa de sus sueños. Mientras frenaba los caballos, volvió a preguntarse si no había destrozado esos sueños para siempre, o si él, Anna y el muchacho podrían repararlos. Trató de calmar sus nervios, mientras ataba los animales al poste y les hablaba: