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– Las que se robaron los indios.

La confusión de Karl crecía con cada minuto. Sin embargo, Anna seguía jugueteando con su zapato en el suelo, y Karl sabía que no iba a sacar nada de ella.

– Veo que debo preguntar nuevamente -dijo Karl, siguiéndoles el juego-. ¿Qué papas robaron los indios?

James completó la historia.

– Las de la huerta. Recogimos todas las papas, las lavamos y las pusimos en bolsas de arpillera, pero nos olvidamos de lo que nos dijiste acerca de los indios: que se llevan todo lo que quieren, mientras no esté protegido. Pienso que, en el fondo, nunca te creímos. De modo que acomodamos todas esas bolsas de papas contra la pared de la cabaña, sin pensar que había apuro en meterlas en el sótano. Las dejamos toda la noche, y cuando nos levantamos a la mañana siguiente, una de las bolsas había desaparecido. Nos imaginamos que se la habían llevado los indios.

“Anna estaba segura de que te enfadarías porque dijiste que necesitábamos todas las papas para afrontar el invierno. De todas formas, ella estaba realmente preocupada y no sabíamos cómo hacer para recuperar las papas. Luego, esta mañana, cuando nos levantamos, apareció ese ciervo, allí, cerca del oso. Veo que los indios son tal cual tú los describiste, Karl. Tienen el más extraño sentido de la honestidad que yo haya conocido. El ciervo debe de ser el modo en que nos compensaron por las papas que se llevaron.

– Seguro que es así. Creo que tendrán que comer más carne que papas este invierno, eso es todo. ¿Podría hacer una pregunta?

– Seguro -contestó James.

– Si Anna estaba tan aterrada por los sacos de papas que desaparecieron, ¿por qué el resto sigue ahí?

– Porque ninguno de los dos podía bajarlos hasta el sótano. Pensamos que las papas se arruinarían si las arrastrábamos y las dejábamos caer de costado. Hicimos lo que pudimos para traerlas hasta aquí. Entonces, Anna tomó un trozo de madera de la pila y lo atravesó por delante de los sacos durante la noche. Dijo que si a los indios les gustaban tanto las papas, ¡que se las llevaran y ella se comería los nabos!

– Pero yo pensaba que a Anna no le gustaban los nabos -dijo Karl, echándole una mirada.

Aliviada porque Karl no pareció preocuparse mucho por las papas robadas, Anna se animó a devolverle la mirada, pero se obstinó en permanecer callada.

Karl volvió a centrar su atención en los dos árboles.

– Eso explica lo del ciervo. Pero, ¿cómo se las arreglaron con este otro monstruo?

Envalentonado por el juego, James respondió:

– Oh, fue muy duro subirlo allí arriba, ¿no, Anna?

¡Había estado suficiente tiempo junto a Karl como para resistir la tentación de hacerle una broma!

– Ahora no traten de decirme que ataron ustedes mismos ese oso allí arriba, no dos flacuchos… -Pero Karl se corrigió enseguida-: No dos jóvenes cachorros como ustedes.

James no pudo esperar más para continuar su historia. Igual que antes, las palabras surgieron a borbotones, como el manantial de la tierra, cerca de ellos. Sin interrupciones.

– Cuando le disparamos, el oso cayó en el manantial y nos dimos cuenta de que estábamos en un gran problema. Si lo dejábamos allí, el agua se pudriría enseguida; entonces, tomé tu hacha y derribé las paredes que quedaban en pie, y Anna y yo les sacamos las vísceras ahí mismo. Anna sintió náuseas, pero le dije que si no lo hacíamos, la carne ya no serviría por la mañana. Lavamos bien el cuerpo y lo dejamos ahí; luego, lo primero que hicimos por la mañana fue ir a lo de Olaf, y Erik vino con la yunta y lo colgó aquí arriba, con la polea y el aparejo. Erik dice que el animal debe de pesar unos ciento setenta kilos. ¿Tú qué piensas?

Pero Karl estaba pensando: “¿Anna le sacó las vísceras al oso? ¿En medio de la noche, a la luz de una antorcha, vestida con el camisón, quizá? ¿Mi Anna limpió ese oso? ¿Anna, que sentía náuseas al ver cómo se rellenaba un guaco?”

– Yo diría que más bien doscientos kilos -contestó Karl, finalmente.

– Tal vez hubiera llegado a doscientos con la cabeza. Por supuesto que Erik jamás lo vio con la cabeza. Nos reímos mucho cuando vino hasta la fuente y se encontró con el oso sin cabeza. Mientras lo subíamos, Erik repetía todo el tiempo: “¡Bueno! ¡Ustedes dos sí que se consiguieron una enorme y hermosa alfombra de piel de oso!”

Muy complacido con su historia, James siguió divagando. Repetía: “Erik esto” y “Erik aquello”, hasta que Karl se sintió irritado al oír ese nombre tantas veces. Luego, cuando se enteró de que Erik se había quedado a comer, Karl trajo a su memoria el modo en que Anna se colgó del cuello de su vecino, la noche que él la rescató de los lobos. Pero justo cuando James comenzó a hablar del tema, Anna recordó que tenía los nabos cocinándose y se dirigió a la casa.

“¡Maldito seas, James!”, pensó mientras se alejaba. “¡Tienes que seguir y seguir, como si Erik se hubiera quedado aquí todo el día!”

Durante toda la cena, Karl y James hablaron de osos y rifles. Analizaron al detalle el Henry de repetición calibre 44: cómo el arma podía contener quince proyectiles en su cargador tubular, cómo el buen ajuste de la culata no dejaba escapar el gas, y cómo esa nueva arma pronto desplazaría al obsoleto Sharps de Karl. Cuando terminó la comida, el Henry pasó a ocupar el lugar de los platos. Ambos hombres desarmaron el rifle, pieza por pieza y lo volvieron a armar, mientras Anna escuchaba palabras extrañas otra vez y quedaba fuera de la conversación: cámara, bloque de cierre, cuña, gatillo, culata, amortiguador. La muchacha comenzó a impacientarse.

Llegó la noche y Anna sintió curiosidad por averiguar el contenido del paquete que le había traído Karl. Con toda la excitación provocada por la cocina y las ollas y el rifle y el oso y el ciervo, el paquete había quedado olvidado. A la hora de la cena, cuando todos estaban en la casa, Anna decidió que lo abriría cuando se encontrara sola. Mientras tanto, el paquete seguía sobre la cama, sin abrir.

Pero Karl la sobresaltó, al decir:

– Debo revisar los caballos. ¿Vienes conmigo, Anna?

Anna se llevó una chaqueta, pues las noches eran más frescas ahora. Además, así tenía dónde poner las manos desocupadas. Se las metió en los bolsillos y dobló las solapas de la chaqueta una sobre otra. Karl encendió su pipa y caminaron hasta el granero. A mitad de camino, Karl le dijo:

– Estuviste muy ocupada mientras yo no estaba.

– Así fue.

– Pensé que al llegar a casa tendría que recoger las papas y los nabos.

– Oh, ésa fue idea de James, sacarlos. Comentó que tú le dijiste que estaban listos; de otro modo, no me hubiera dado cuenta. Lamento que los indios se hayan llevado las papas.

– Veo que no las necesitaremos. Me doy cuenta de lo ocupados que estuvieron, cuando miro alrededor y noto qué buena fue la cosecha. Habrá un montón para el invierno, un montón…

– Bueno, es un alivio. No estaba segura de la importancia que tenía un saco de papas. Pero James se olvidó de decirte que todavía quedaron algunas rutabagas y zanahorias por arrancar. No terminamos del todo con los vegetales.

– Sí, los veo allí afuera. Pero aguantarán. A las zanahorias les gusta estar en la tierra para endulzarse, después de las primeras heladas; eso decía mi padre. Tenemos bastante tiempo todavía.

Cerca del granero, desviaron los pasos. Anna sintió que sus pies no querían llevarla allí adentro. Se volvió y se puso a deambular, como por descuido, en dirección a la huerta, que estaba bañada por la luz de la Luna; sus haces blanco azulados resaltaban el contorno de la parte visible de las zanahorias, las hojas de las rutabagas y las enredaderas de zapallitos.

– Me impresionó llegar a casa y encontrarme con ese oso colgado del árbol. Fuiste tan valiente como el muchacho, al animarte a salir, sin saber lo que te esperaba.

– No me sentí valiente para nada. Si hubiera sido por mí nos habríamos quedado donde estábamos, preguntándonos qué había allí afuera. No fue idea mía abrir la puerta.