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– Entiendo… -dijo Dozer.

– El país está lleno de señores de la guerra, hombres terribles que saben manejar armas y están acostumbrados a la barbarie. Para ellos, el zombi no es diferente de otras situaciones que hayan podido vivir. De ellos es ahora el continente: se han expandido terriblemente. La gente de a pie y las tribus del África profunda tuvieron que enfrentarse a dos terribles amenazas: los zombis… y el ser humano.

Dozer asintió, ratificando la cadena de reflexiones que acababa de tener. Rápidamente, su mente se desvió hacia sus amigos y el misterio de los helicópteros. La lógica le decía que nadie hace un viaje en helicóptero para arrasar un campamento donde lo más valioso que podía haber eran las latas de melocotones en almíbar, pero el miedo es una carga que no se alivia fácilmente, y la incertidumbre permanecía.

– ¿Ocurre lo mismo aquí? -preguntó Víctor-. Dime que hay ciudades donde consiguieron resistir…

Dozer suspiró largamente.

– En realidad, no lo sé. Vengo de Málaga, y allí no queda nadie. Di un paseo por la ciudad antes de salir para Granada… y fue pavoroso. No sé si has estado en ciudades grandes… Seguramente sí, pero a mí me afectó bastante. Ya sólo los zombis llenan las calles.

Víctor pestañeó.

– Lo has dicho como si… Bueno, ¿has dicho que diste un paseo?

Dozer sonrió; se daba cuenta de que no habían hablado sobre su pequeña particularidad. Víctor le había visto en acción, desde luego, pero estaba seguro de que todavía no había entendido lo que había pasado. El pensamiento de que aquel hombre pudiera pensar de él que era una especie de ninja le divirtió.

– Tengo una historia que puede servirte para tu material -dijo entonces-. Pero es larga… y sorprendente.

Víctor se encogió de hombros.

– Tengo tiempo -dijo, con una expresión que era a la vez un intento de sonrisa y una amarga convicción.

– De acuerdo -concedió Dozer-. Pero si voy a contarte todo eso… necesito beber algo. Tengo regusto a telarañas en el fondo de la boca, tío. Y más valdría que nos alejásemos un poco más.

Víctor asintió, sonriendo.

– De acuerdo -dijo.

– ¿Quieres que sigamos?, ¿estás ya bien?

– Sí, joder. Sí. Era sólo… la impresión.

Dozer asintió, y unos segundos después, estaban ya dentro del Roña. El motor arrancó con una reverberación intimidatoria, pero al mismo tiempo, agradecían estar en su interior, y no siendo perseguidos por él.

Tuvieron que conducir casi veinticinco minutos para encontrar un pequeño bar de carretera. El cartel de la marquesina se había caído de uno de sus lados y colgaba en diagonal junto a la puerta de la entrada. Ésta se encontraba partida por la mitad, y la madera dibujaba un arco perfecto que iba de lado a lado. Dozer entró primero, sabiendo que podría contener a cualquier zombi que pudiera haber dentro, pero tras revisar la pequeña cocina, el retrete y el almacén, descubrieron con alivio que estaban solos.

La mayor parte de la comida, si la hubo, había desaparecido, y como no había rastros de podredumbre, dedujeron que alguien había estado saqueando el lugar hasta dejarlo prácticamente sin existencias. Sin embargo, encontraron todavía unos envases de aceitunas que alguien debió desechar en su día, y también una garrafa de agua de cinco litros que tenía aún el precinto de fábrica. Ese hallazgo les pareció providencial, y bebieron con avidez; hasta utilizaron un poco de agua para enjuagarse la cara y las manos. Para entonces la luz ya estaba cambiando y en el cielo las nubes empezaban a adquirir una tonalidad rosácea.

Después de la frugal cena, Dozer se sentó en una de las polvorientas sillas y resopló. Le resultaba curioso lo rápido que se acostumbra el estómago a la carestía, porque ni siquiera tenía hambre.

– Ahora me fumaba un buen cigarro -exclamó-. Tú no tendrás tabaco, ¿no?

Víctor negó con la cabeza.

– Lo siento. Lo dejé, aunque no recuerdo cuándo… así que si encontramos una cajetilla, no te diré que no.

Dozer rió, asintiendo lentamente. El periodista tomó entonces la silla que estaba en el extremo opuesto de la mesa y se sentó.

– ¿Qué hay de esa historia? -preguntó al fin.

– Oh, te va a encantar -soltó Dozer-. Quizá tengas la tentación de no creerla, pero si te pasa eso, intenta recordar cómo hemos escapado esta mañana, ¿vale? Creo que entonces las piezas encajarán en tu cabeza.

Víctor frunció el ceño, con una mirada enigmática y una media sonrisa dibujada en sus finos labios.

– Vaaale… -exclamó, con una entonación algo musical.

Dozer asintió, y poco a poco empezó a recordar y a retroceder en su memoria. Primero los últimos días vividos, luego un poco más allá, hasta la peripecia del Clipper Breeze, y aún antes… a los días en los que planearon la puesta en marcha del Álamo, a cuando limpiaban los edificios colindantes, a la llegada de Moses e Isabel, anunciando que un sacerdote loco les perseguía. Y luego recordó los días de la fundación del campamento, mucho antes de que Juan Aranda llegara.

Entonces empezó a hablar. Su madre era una excelente narradora, porque contaba las historias emocionalmente más duras sin ese falso dramatismo que muchas personas utilizan cuando sienten que la situación lo requiere; ella no forzaba las cosas, empleando un tono neutro, suave y calmado en todo momento. No lo hacía conscientemente; simplemente eran historias viejas y hacía tiempo que había asumido la carga emotiva. Pero precisamente esa manera de narrar le otorgaba una cualidad sobrecogedora.

Dozer había heredado esa aptitud, y mantuvo a Víctor en un estado de creciente tensión durante todo el tiempo. Ni siquiera pensó en intercalar exclamaciones de apoyo en mitad de la narración; simplemente se quedó allí, escuchando el torrente de información que Dozer empezó a desgranar, embelesado, asqueado o expectante a medida que la tensión de la narración iba conduciéndole. Dozer se lo contó todo; empezó con los primeros días de Carranque y le habló del día en que Isidro se coló en el campamento, de los descubrimientos del doctor Rodríguez, de Juan Aranda, y de cómo él mismo había decidido inocularse, y terminó con el descubrimiento del mensaje en el suelo, el mismo que le había lanzado a aquel viaje hacia Granada.

Cuando terminó, se sirvió otro vaso de agua y lo apuró.

– Ahora sí que me fumaría un cigarro -dijo.

Víctor lo miraba aún con ojos fascinados y todavía tardó unos instantes en ser capaz de contestar. Había demasiadas cosas en aquel relato que podría emplear para escribir no sólo una buena historia acerca de cómo la humanidad se enfrentó a los muertos vivientes y perdió, sino (y los ojos empezaron a brillarle con febril intensidad) de cómo la humanidad podría salir del profundo agujero donde se había metido.

– ¿Qué me dices? -preguntó Dozer, sonriendo.

– Dios mío… -dijo entonces.

Dozer asintió. Miró fuera, a través del amplio ventanal ahora cubierto de polvo y otras cosas que no quería identificar y vio cómo el día se escapaba detrás de la línea de las montañas. Pronto anochecería, y sería hora de ponerse otra vez en marcha.

– ¡Dios mío! -repitió-. Ahora entiendo lo que pasó allí dentro…

– Sí…

– Cuando me pediste que me quedara tras la esquina… yo obedecí, pero habría obedecido igual si me hubieras dicho que me bajase los pantalones y pusiera una llama cerca del culo.