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Susana pensó en alguien que se le parecía, pero debía de ser una broma cruel de su inconsciente. Un delirio temporal fruto del estrés y el cansancio. Cuando estaba ya convenciéndose de que se debía, sin duda, a un soldado que se le parecía, el hombre se giró a su derecha, y el resplandor del disparo le iluminó la cara.

José dejó caer la mandíbula y a Susana le dio un vuelco el corazón. No podía creer lo que estaba viendo. Le habían visto morir, allí en el puerto, sumergido entre las aguas, arrastrado por un millar de manos horribles.

Pero no viste su cuerpo, decía una voz en su mente. El agua no se tiñó de sangre. Os fuisteis, os alejasteis de allí y ya no mirasteis atrás. Él tiene los pulmones grandes, y en un momento de extrema necesidad, ¿cuánto más puede aguantar un hombre bajo el agua, cuánto puede forzar su capacidad pulmonar, buscando la supervivencia? La vida persiste. Pero le dejasteis allí. Le abandonasteis.

– Dozer… -soltó José. Su voz sonaba extraña, ebria de emoción.

– ¡Estáis vivos! -dijo éste, mirándoles de reojo, mientras se ocupaba de los espectros. Tenía la cara salpicada de gotas de sangre, pero aun así, una sonrisa sincera se dibujó en su rostro.

– ¡Dozer! -exclamó Susana al fin. El labio le temblaba.

Y sin decir nada más, se entregaron a la tarea de rechazar la invasión, ahora con renovadas energías. Los disparos llenaron el recinto mientras los cuerpos caían. Dozer los contenía, y las garras inhumanas se lanzaban hacia los otros supervivientes, pero Dozer, con brazos y piernas extendidos, los bloqueaba. José se dio cuenta de lo que pasaba, pero no le dio importancia. Le importaba una mierda, de hecho, lo que hubiese hecho que Dozer acabase como Aranda. Sólo sabía que su amigo estaba vivo, y que, contra todo pronóstico, iban a sobrevivir a esa noche.

31.

AMANECER

El amanecer trajo un agradable aroma a tierra húmeda, suavemente aderezado por una sutil reminiscencia de cenizas. El Palacio de Carlos V había seguido ardiendo toda la noche, pero la torrencial lluvia contribuyó bastante a que el fuego no se extendiera. A las seis y cuarto de la mañana (un poco más, si damos crédito al viejo reloj de la Librería de Antigüedades), el fuego terminó de consumir su estructura y se controló, quedando reducido a algunos fuegos pequeños en las zonas interiores. Para entonces la mitad oriental no era más que un montón de renegridos escombros.

La lluvia cesó muy poco después, tan silenciosamente como había llegado. Ahora, con las primeras luces del día despuntando en el horizonte, las cornisas de los edificios desgranaban gotas que caían pesadamente hasta la calle, donde los zombis, mojados, olían a perro muerto.

En el interior del Parador, todo estaba en silencio. Las puertas de la fachada sur habían sido cerradas otra vez, contenidas por el pesado mueble que se quedó a medio camino. La noche había sido larga, y había muchas heridas que lamer y que olvidar; algunas requerirían años para cicatrizar del todo. Pero ahora que los corredores y las salas volvían a estar silenciosos y sólo quedaban los cadáveres para denunciar la barbarie que había ocurrido allí, todos (o casi todos) dormían.

En el salón comedor donde se habían refugiado para pasar la noche, Isabel despertó primero, con la cabeza llena de imágenes espeluznantes. En ellas, Moses lloraba mientras la vida se le escapaba en un impresionante charco de sangre que manaba de una herida en su cabeza. La miraba directamente, como a través de un cristal, y ella no podía hacer nada más que ver cómo se apagaba poco a poco. Pero cuando despertó, descubrió que la realidad era mucho peor. Realmente había ocurrido.

Alertados por los sollozos y los gritos, los exhaustos supervivientes salieron abruptamente de su sueño. Susana se acercó a ella y la abrazó, susurrándole palabras vanas pero suaves que pretendían reconfortarla. Isabel la rechazó, poniéndose de pie y mirando alrededor.

Allí estaban todos los rostros casi anónimos que los habían dejado fuera. Y Jukkar, todavía en su cama, si bien ahora tenía un color más saludable, no tan amarillo. Ninguno fue capaz de mantener su mirada de desprecio. Pero no los buscaba a ellos, buscaba a los niños.

– ¡Están vivos! -gritaba-. ¡Están vivos!

Entre sollozos y balbuceos, Dozer pudo enterarse de lo que decía. Al principio creyó que deliraba; él no sabía nada de ningún niño. Nunca llegó a Carranque a tiempo para conocerlos, pero Susana, todavía con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, se lo explicó. Entonces salió del recinto a la carrera, sintiéndose bastante débil por la falta de alimento. Cuando llegó al lugar que le había indicado Isabel, le reconfortó descubrir que los zombis seguían sin vagar por esa zona. La puerta estaba también cerrada, lo que era un buen auspicio.

Dozer llamó a la puerta.

– ¡Chicos! ¿Estáis ahí? ¡Soy amigo de Isabel, vengo de su parte!

Esperó unos instantes eternos, pero finalmente la puerta se abrió con una decepcionante ausencia de sonidos. Era un chico de unos ¿doce, catorce años? y le miraba guiñando un ojo para protegerse de la luz. Dozer le sonrió, él le devolvió la sonrisa, y automáticamente se cayeron bien. Quince minutos más tarde regresaban al Parador.

Mientras Isabel recibía a los niños con lágrimas en los ojos y el resto discutía qué hacer a continuación, José extendió sobre la cama una sorpresa. Había quedado relegada en una esquina cuando se pusieron a arrastrar muebles de un lado para otro, pero ahora vertía su contenido sobre el colchón como si se tratara del cuerno de la abundancia: barras de chocolate con brillantes envoltorios y complejos vitamínicos. El inesperado desayuno se celebró por todo lo alto, pero Susana aún recordaba lo que ocurrió con la otra mochila; cómo los desvalidos supervivientes, sometidos por la perfidia del aparato militar, se habían transformado en monstruos, y no quiso probar bocado. Los niños se quedaron dos chocolatinas enteras para ellos solos. Al menos en eso, todo el mundo estuvo de acuerdo.

– Jukkar -anunció Sombra en un momento dado-. Creo que está mejor. Ya no tiene fiebre, y no está tan… amarillo.

– Es buena señal, tío -le dijo José.

Sombra le estaba pareciendo un buen tío. Había estado cuidando de Jukkar todo el tiempo, y habían pasado la mitad de la noche luchando codo con codo.

Sombra asintió con una sonrisa.

Después de la comida, charlaron sobre muchas cosas. Dozer les contó sus peripecias y les presentó a Víctor, y Susana les puso al día sobre lo que había pasado desde que regresaron de la aventura del Clipper Breeze. Víctor lo escuchaba todo con interés y tomaba notas en uno de los pequeños cuadernos que llevaba consigo. Cuando terminaron, Dozer sacudió la cabeza.

– Entonces, Aranda…

– No lo hemos vuelto a ver…

Asintió brevemente y se levantó de la cama en la que estaban sentados.

– Voy a buscarlo. Voy a ver si queda alguien.

– Pero los soldados… -dijo Susana.

– Lo sé, lo sé… pero no hay elección -exclamó Dozer, que ya había escuchado la historia del disparo de Jukkar y todo lo demás-. Tendré cuidado.

– Vamos contigo, tío -soltó José rápidamente.

– No… es mejor que no -dijo con determinación-. Caminaré entre los zombis, seré uno más entre ellos. Tendré más posibilidades de saber qué pasa ahí fuera.

Víctor sintió un escalofrío. Lo que acababa de decir se parecía demasiado a lo que hacía aquel sacerdote escalofriante.

– Eh… hombretón -dijo Susana-, no irás a dejarte matar ahora que te hemos recuperado, ¿no?

Dozer sonrió.

– Ni lo sueñes -dijo.

Aranda abrió los ojos al resto de su vida cuando aún era de noche. Se sentía como si hubiera despertado de un sueño, aunque recordaba con escalofriante nitidez lo que había ocurrido.