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Incluso había encontrado tabaco en uno de los cajones de una vieja mesita de noche, debajo de una caja de preservativos. No eran Benson & Hedges, pero el sabor dulzón del humo en sus pulmones le supo a gloria eterna.

Había hecho otras cosas esa tarde. Lo más interesante fue encontrar el anexo con la enfermería, donde el doctor Rodríguez estudiaba a los zombis y donde elaboró la vacuna que permitía a Aranda hacer su particular truco. Estaba alejado del edificio principal unos buenos cien metros, y aunque parte de la estructura se había derrumbado sobre su tejado, el acceso era todavía posible, y muchos de los instrumentos, notas y potingues del doctor estaban intactos.

Pasó allí un par de horas, revisando todo lo que encontraba. Las notas del doctor resultaron mucho más interesantes de lo que había pensado jamás, y lamentó no haber pasado más tiempo con él cuando aún estaba vivo. Los zombis eran una realidad, pese a que eran exactamente iguales a los descritos en obras de ficción, pero realmente no se había parado a pensar cómo y por qué existían. No tenía la mente analítica del doctor: sólo le interesaba saber cómo quitárselos de encima. De sus apuntes dedujo varias cosas: que al desafortunado doctor el tema le apasionó profundamente y que había tenido una capacidad asombrosa para comprender los misterios del ser humano.

No entendía la mayor parte de lo que leía, pero de todas formas, devoró todo lo que cayó en sus manos. Un fragmento en particular le llamó poderosamente la atención:

Notas 43/117.

Este agente patógeno es fascinante. Es tan minucioso en lo que hace, y está tan especializado, que cada vez me inclino más a pensar que se trata de una obra de ingeniería humana. He descubierto, por ejemplo, que bloquea absolutamente todos los nociceptores, de manera que el sistema nervioso no manda sensación de dolor alguna al cerebro. Eso explica, desde luego, que los resucitados no acusen las muchas heridas que suelen exhibir. Esto tiene una contrapartida: para lograr eso, el agente ataca el sistema de gratificación del cerebro inundando el circuito con dopamina. Su estructura química, además, imita aquella de un neurotransmisor natural, engañando a los receptores y haciendo que se transmitan mensajes anormales por la red. No dispongo del equipo adecuado para constatarlo fehacientemente, pero sospecho que este curioso modelo de funcionamiento es lo que puede haber causado las enajenaciones mentales que mostraba Isidro. No quiero comentarlo con Aranda hasta estar seguro: una insinuación semejante podría tener un efecto placebo inverso.

Había releído ese trozo varias veces, y cuanto más volvía a él, más preocupado estaba. Si el doctor estaba en lo cierto, y no había razón para pensar que no fuera así, el joven Aranda podía estar enfrentándose a un problema. En cierto modo, las notas del doctor tenían mucho sentido. Había tenido oportunidad de hablar con el sacerdote, y comprobó que en su cabeza navegaban, con todas las velas desplegadas, las naves de la locura. Todo lo que alguna vez había sido su vida, las enseñanzas que le habían inculcado, se habían condimentado para conformar un preparado demencial donde todo se mezclaba y se tergiversaba.

Y además, qué joder, todo eso de los receptores transmitiendo mensajes anómalos al cerebro, ¿no es del rollo tipo cocaína y LSD?

A Dozer le sonaba que sí, que había leído algo de eso en alguna parte. No recordaba dónde, pero solía leer casi todo lo que caía en sus manos, particularmente revistas de divulgación científica, y aquella descripción había hecho sonar una campana en su cabeza. Metiéndose en la boca un último trozo de comida, Dozer pensó que hubiera sido una cortesía por parte del doctor haber escrito sus notas en un lenguaje que cualquiera pudiera entender; al fin y al cabo, ¿con cuántos doctores esperaba compartirlas?, ¿a cuántas revistas tenía pensado mandar sus informes?

El sujeto sacerdote Isidro exhibe unas paranoias mentales trifásicas del tipo QuéeeeFueeerte, comúnmente conocidas como Subidón de Coca Hasta el Culo, y alucina pepinillos con el tema Dios y los ángeles del cielo, porque no es que se pasara con la dosis, es que el tipo entero es La Dosis. Pero qué coño, he inyectado a Aranda un poco de esa mierda y, vaya, amigos y vecinos, apostaría mi bata blanca a que nuestro amigo va a estar viendo nubes rosas y lucecitas de colores durante muuuucho, muuucho tiempo.

Ahora, miraba otra de las cosas que había encontrado entre los restos de la enfermería de Rodríguez. Pasó la mano por su superficie, sintiendo su tacto aséptico, mientras intentaba poner en orden sus ideas.

Era una mininevera, achaparrada y compacta, donde el doctor guardaba bastantes porquerías cuya utilidad y uso le eran desconocidos. Debido precisamente a su forma y tamaño, el cacharro había resistido bastante bien el derrumbe parcial del techo, pero aun así tuvo que retirar un buen montón de cascotes para hurgar en su interior. Apenas asomó la cabeza, sintió todavía un vestigio de frío neblinoso en el rostro. Suponía que debía agradecer que estuvieran en enero; la temperatura ambiente propiciaba su conservación incluso sin corriente eléctrica.

Dentro encontró una serie de pequeños tubos de ensayo, colocados diligentemente en batería y protegidos por unos contenedores de plástico. Tenían etiquetas con nombres en código que no le decían nada, pero los tres últimos tenían un nombre asociado a una secuencia alfanumérica: ARANDA.

Dozer no había pensado en lo que iba a hacer hasta que descubrió los tubos. O mucho se equivocaba, o aquellos tubos contenían la cepa que el doctor le había inoculado a Aranda, hacía mucho menos tiempo del que parecía. Entonces se le ocurrió: una alocada idea extraída del cúmulo de sensaciones que lo embargaban. ¿Y si…?

¿Y si me inyecto esto?

Pensándolo fríamente, no tenía ni idea de cómo iba a llegar a Granada si no era adquiriendo las mismas cualidades que Isidro o Aranda. No podría cruzar semejante distancia con garantías de éxito; enfrentarse a kilómetros y kilómetros de terreno agostado por la pesadilla de los no-muertos, y luego moverse por las calles de Granada buscando el emplazamiento de una instalación militar se le antojaba imposible. Pero si pudiera inyectarse aquello, si funcionase… entonces todo sería muy diferente.

Mil preguntas se atropellaban en su mente a velocidad de vértigo. ¿Estarían en condiciones? Los generadores debían haber dejado de funcionar casi veinticuatro horas antes, probablemente, y aunque el frío se había mantenido en el interior, ¿habría sido suficiente para conservar aquella sustancia en buen estado? ¿Cómo se inoculaba, en qué proporción? ¿Cuántas tomas al día, doctor? Una por la mañana, otra después de comer y, amigo, mejor que no olvide tomarse esta cápsula para prevenir el infarto de miocardio.

¿Tenía que inyectarse el tubo entero?, ¿sólo la mitad?

Una parte importante de sí mismo, gobernada todavía por el instinto básico de autoconservación, chillaba con desmedida fuerza. Pero otra parte le decía que podía gritar y patalear hasta desgañitarse, joder, porque de ninguna de las maneras podría llegar hasta sus amigos si no era con esa mierda en la sangre, y entonces más le valía morir de un síncope que de un bocado en la yugular, uno infligido por una dentadura inmunda y hedionda.

Pero le costaba. Sabía que el Valium ayuda a dormir, y que la aspirina quita el dolor de cabeza, pero ambos son un pasaje de ida rápida a la tumba tomados en exceso.

La última hora de la tarde la había pasado intentando buscar notas sobre la administración de aquella suerte de vacuna, pero no pudo encontrar ninguna. Suponía que gran parte de las notas y documentos se habían perdido para siempre. El muro sur había quedado literalmente desintegrado, y el viento del atardecer arrastraba muchas de las hojas (las que no estaban parcialmente carbonizadas, por cierto) por el suelo de las pistas. Parecía que sólo le quedaba tirar el Dado de la Suerte.