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Víctor retrocedió, dando pasos hacia atrás, sin atreverse siquiera a darle la espalda. El senderista dio dos pasos dubitativos, clap, clap, con los brazos trazando una línea perfecta hacia el suelo. Víctor no podía decirlo con seguridad, pero le parecía que toda su cabeza empezaba a vibrar, como si estuviese sufriendo una gran tensión.

Como esos tipos empastillados que se encabronan en un bar cualquiera, sacudidos por oleadas de adrenalina, pensó Víctor, con su propio corazón aumentando la marcha. Se está acelerando, se está activando

Pero de pronto, como si alguien hubiera tirado de un resorte invisible, el senderista se lanzó hacia Víctor, levantando los brazos al unísono y dando un grito en extremo agudo, casi infantil. Víctor dio dos pasos hacia atrás, sin poder resistir la embestida del senderista, chocando contra Javier. Gritó, sorprendido por la furia del ataque, y levantó los brazos para cubrirse. La expresión de su atacante estaba deformada, como una máscara balinesa: la boca inmunda completamente abierta, llena de dientes terribles, y los ojos demasiado saltones, carentes de iris.

– Jaaaaaaaaaaaaaviiiiiiiii -decía Víctor, pero sus pulmones estaban vacíos y su voz sonó apagada, casi inaudible.

Javier se adelantó a su amigo y levantó el pie para dejarlo caer con fuerza, justo sobre la barra de hierro que sobresalía de la pierna. Hubo un sonido espantoso de crujir de huesos y tendones, y parte de ésta cayó desmadejada a un lado, flácida e inútil, sujeta tan sólo por algunos hilachos de carne. El zombi trastabilló hacia un lado, en apariencia indiferente a lo que acababa de sucederle; seguía concentrado en intentar alcanzar a Víctor con uñas y dientes, dando rabiosas dentelladas al aire.

Javier abrió los ojos tanto como le era posible. La pierna del senderista era un colgajo inservible, pero todavía se apoyaba en la barra de hierro, que había vuelto a su posición vertical por estar trabada entre los músculos de la pantorrilla.

¡Clap!

Entonces lanzó una patada contra el atizador y, esta vez sí, el senderista cayó rápidamente hacia su izquierda, contra el asfalto.

Víctor se retiró, agitando los brazos como si estuviera luchando contra fuerzas invisibles y resoplando pesadamente. Se sentía asqueado, contaminado de alguna forma por haber estado en contacto con aquel repulsivo ser.

– ¡Atrás, tío, atrás!

Se alejaron de él, dando pequeños saltitos, hasta que estuvieron a una buena distancia. El senderista luchaba por incorporarse, conseguía ponerse en pie y volvía a caer. Había algo hipnótico en sus movimientos, porque eran descoordinados y erráticos, y pese a ello seguía intentando recuperar el equilibro una y otra vez. La pierna muerta, de la rodilla hacia abajo, colgaba a un lado como una suerte de longaniza obscena.

– Qué mieeeerrrda… -exclamó Javier, con una expresión atónita en el rostro.

Por fin, el senderista pareció recuperar la postura erguida y bípeda; el atizador le servía de improvisada pata de palo. Agitaba los brazos en el aire y los miraba con ansia profunda. Clap, clap. Andaba a pasos cortos, muy cortos, pero volvía a avanzar. Tanto Víctor como Javier retrocedieron unos cuantos pasos más.

– Dios… -exclamó Víctor.

La visión de la pierna, bamboleante, le estaba provocando una aversión importante. Un atisbo de náusea afloró en su estómago, y tuvo que obligarse a apartar la vista.

– ¡Dispárale! -dijo Javier, visiblemente excitado.

– No, tío… -contestó Víctor, retrocediendo tanta distancia como el senderista lograba avanzar-. Vamos a irnos. Vamos a seguir por la puta carretera sin más.

– ¿Qué? -preguntó Javier, con voz estridente.

– Mírale. No podrá cogernos ni en un millón de años. Vámonos… le perderemos de vista muy pronto.

– Pero… -protestó Javier, y se interrumpió.

Víctor tenía razón. Sólo tenían dos balas, y aquel monstruo parecía ahora un bebé, un bebé que aprende a andar y tiene que dar pasos cortos, buscando el equilibrio con los brazos. Javier sabía que incluso si consiguiera darles alcance bastaría con propinarle un empellón para derribarlo.

Se dieron la vuelta y echaron a andar. Víctor se tomó un momento para trepar a la cabina y recuperar su bolsa de viaje, un voluminoso macuto tan cubierto de roña que su color era ahora un tono oscuro indeterminado. El macuto era lo-más-importante de todo; ahí atesoraba las cintas de vídeo, las cámaras, las notas y el resto del material que había podido ir recuperando desde que la Pandemia Zombi le pillara de improviso, hacía una eternidad, al sur del continente africano.

Por fin, se alejaron cabizbajos y pensativos. Víctor intentó concentrarse en llenar la cabeza con su plan de llegar a Madrid. Tenía la esperanza de olvidar así todo lo que acababa de pasar. Era algo que uno terminaba por aprender, de cualquier modo, si se tenía la más mínima intención de mantener la cordura: vivir cada día según iba viniendo, y al día siguiente, olvidar.

Mientras tanto, las horas pasaban. Antes de que se dieran cuenta, llegaría el atardecer, y después la noche, y para entonces el senderista habría quedado muy atrás. Ninguno volvió la cabeza; no obstante, el sonido regular del atizador -clap, clap, clap- siguió acompañándoles durante mucho, mucho rato.

12.

FÁRMACOS

José Vázquez Morán estaba tendido al sol, vestido únicamente con un pequeño bañador negro. Sentía el delicioso e intenso calor sobre su cuerpo, y su mente estaba desocupada, jugueteando tan sólo con las sensaciones que le llegaban del entorno. Cosas pequeñas, en apariencia mundanas, pero que en conjunto representaban la antesala del mismísimo paraíso terrenal, o eso le parecía: la agradable textura de la toalla, el leve olor a sal que emanaba su piel, la fragancia sutil de la arena, o el aroma embriagador del aceite bronceador. Olía además a aire limpio; olía a verano.

Abrió los ojos y se incorporó ligeramente, apoyándose sobre los codos. A apenas veinte metros a la izquierda había una chica joven, rubia resplandeciente, con el delicado cabello cayendo en complicados bucles sobre los hombros. Había vuelto la cabeza hacia el cielo, como si quisiera beberse todos los rayos solares ella sola, y en sus labios rosados se dibujaba una sutil sonrisa que le daba un toque enigmático, a caballo entre traviesa y relajada. José recorrió la curva de sus hombros con ojos exploradores, descendió por la delicada forma de su pecho desnudo y se detuvo brevemente en la meseta de su vientre liso. El sol revelaba una ligerísima capa de vello, delicado como la pelusa de un melocotón, que brillaba como hilos de oro sobre la piel firme y rosada.

José consideró brevemente la idea de acercarse a ella y ver cómo iba la cosa a partir de ahí. Él mismo no tenía mal físico, después de todo, y la vieja sonrisa de los Vázquez no había perdido su misterioso poder, transmitido por herencia genética durante muchas más generaciones de las que él mismo tenía conciencia. Pero finalmente terminó por desechar la tentación; estaba demasiado a gusto allí tendido, despatarrado y sin hacer nada, como para complicar las cosas innecesariamente.

Así que descansó la cabeza otra vez, y una somnolencia tranquila empezó a apoderarse de él. Después de un rato, sin embargo, mientras un grupo de gaviotas levantaba el vuelo graznando alborotadamente, como colegiales a las puertas del fin de semana, escuchó una voz que llamaba.

– ¡Oiga!

Miró en dirección a la playa, y allí estaba la escultural rubia, con un bañador rojo minúsculo y sus largas piernas parcialmente sumergidas en el agua del mar. Sacudía un brazo por encima de su cabeza, y su cuerpo alto y delgado le recordó al de una bailarina de ballet.