Jukkar no tuvo la misma suerte que Moses, a quien hirieron con un proyectil de pistola. Aquélla fue una herida limpia, sin complicaciones. La bala que había derribado al doctor era de 5,56 milímetros, que desplaza el aire a una velocidad supersónica. Ese aire penetra posteriormente en el cuerpo, siguiendo al proyectil, y genera una cavidad importante, destruyendo venas, arterias y cualquier órgano que encuentre en su camino. Los hace explotar; los esparce como la mierda fresca arrojada contra un potente ventilador.
– Su amigo no está bien -anunció Abraham al grupo, con bastante gravedad-. Tiene fiebre, ha perdido mucha sangre y no tenemos manera de saber cuál es su estado. No ha recuperado la conciencia. No tenemos Betadine, Disodine ni nada por el estilo… y eso es esencial, hay que mantener la herida limpia. Estuvo en contacto con el pantalón y el suelo, y ambas cosas, como casi todo por aquí, estaban bastante mugrientas.
A Susana le daba vueltas la cabeza.
– Pero… ¿qué habrá ocurrido?
Abraham bajó la mirada, apesadumbrado.
– Es culpa mía… -contestó-, debí haberles advertido.
– ¿Qué quiere decir?
– No se debe cruzar la línea amarilla. Bajo ningún concepto. Se nos dejó muy claro hace tiempo.
No habían reparado en ella de forma consciente, pero ahora que Abraham la había mencionado, tanto Susana como José creían recordar haber visto una línea amarilla junto al lugar donde encontraron a Jukkar.
– Una… ¿barrera?, ¿una línea?… ¿Qué coño…?
– Sí. La frontera, el fin de la zona civil y el comienzo de la zona militar.
Susana asintió, asqueada. Pensaba ir con José a hablar con los soldados, pero acababa de descubrir que el diálogo no sólo era difíciclass="underline" era imposible, y la prohibición se reforzaba con un disparo. No se imaginaba a aquel finlandés de aspecto agradable haciendo nada que hubiera provocado el disparo de los soldados. Quizá sólo había cruzado la línea, y esa pregunta rebotó en su cabeza como una pelota de ping-pong: ¿le habían disparado por cruzar la línea?, ¿sólo por cruzar la línea?
Abraham la miró, y de algún modo sobrenatural, pareció captar sus pensamientos. Asintió levemente por toda respuesta y bajó la cabeza de nuevo.
Susana dejó escapar todo el aire de sus pulmones. En su interior, una suerte de rabia ciega y atronadora germinaba, evolucionando como un mar tempestuoso.
Alba despertó bruscamente, espoleada por la algarabía que la llegada de Jukkar provocó en la sala. Había dormido el sueño profundo y reparador de quien está exhausto, sin sueños, y nada más abrir los ojos, miró alrededor, confusa, sin recordar siquiera dónde estaba. Pero la confusión pasó rápidamente: seguía en aquel lugar extraño donde todos los adultos dormían juntos.
Aquellos adultos le provocaban reacciones encontradas. Ya había visto gente como aquélla antes. Cuando era más pequeña, su mamá la llevaba a ver a su abuelito, que vivía en una especie de hospital bastante grande donde casi todo el mundo era abuelito de alguien. El sitio no le gustaba, porque veía en la cara de su abuelo que tampoco deseaba vivir allí. A ella no le extrañaba: todo olía a medicinas, hasta las sábanas de la cama, y por todas partes había médicos y enfermeros vestidos de blanco, o de un color entre verde y azulado, que transportaban cosas como bandejas de plata con montones de algodones blancos e inyecciones, cajas y cajas de pastillas y cosas aún más extrañas y desagradables. Siempre que se iban, su abuelito les despedía con lágrimas en los ojos, y aunque forzaba una sonrisa en su cara poblada con una barba grisácea, ella sabía que no era como cuando mamá lloraba viendo una película en la televisión, era muy diferente. Sabía que lloraba porque, en el fondo, le hubiera gustado irse con ellos. «El abuelito no puede venir, cariño -decía su madre-, necesita cuidados especiales que no podemos darle en casa.»
Aquella gente era como los abuelitos de ese lugar. No parecían tan viejos, y algunos incluso eran sin duda bastante jóvenes, pero todos tenían las maneras ralentizadas y el mismo aspecto apagado, de desilusión y tristeza, una pena tan honda que se había enquistado en sus espíritus, manejando ahora los hilos que dirigían todos y cada uno de sus pasos.
– Chicos -dijo de pronto una voz femenina a su lado. Alba dio un respingo, fascinada como estaba por el bullicio que se había formado. Era Isabel, con el pelo revuelto cayéndole sobre el rostro. Tenía la cara hinchada de quien acaba de pegarse una buena ceporrera, como decía su padre-. No creo que éste sea el mejor sitio para unos niños como nosotros, ¿qué tal si vamos a dar una vuelta fuera?
– Vale… -dijo Alba.
Gabriel acababa de abrir los ojos al nuevo día y se había incorporado rápidamente, como uno de esos muñecos de resorte que salen del interior de una caja. Miraba a la gente ir y venir con barreños y mantas como si estuviera presenciando el mismísimo desembarco de Normandía.
– ¿Qué pasa? -preguntó, con los ojos muy abiertos.
– Nada -le dijo Alba en voz baja-. Un hombre con una cicatriz ha disparado a otro hombre, pero se pondrá bien.
– Guau -contestó Gabriel-. De locos.
Alba pensó durante unos segundos en las palabras de su hermano, y asintió enérgicamente.
– ¿Quieres que te acompañe? -preguntó Moses, pasando ambos brazos por la cintura de Isabel.
– No… quédate -contestó ella tras considerar la pregunta brevemente-. Yo me ocupo de ellos.
– Vaya una historia la de estos niños, por cierto. Todavía me cuesta imaginarlos por ahí, sobreviviendo ellos solos a los caminantes. ¿Te han dicho qué les pasó?
Isabel suspiró.
– Apenas nada. Pero es lo que voy a averiguar esta mañana, si puedo.
Moses miró sus ojos, y creyó ver una sombra de tristeza, tan profunda y sutil, que no pudo evitar que un deje de inquietud aflorara en su corazón.
– ¿Estás bien? -preguntó él.
Isabel intentó sonreír, pero lo cierto era que no estaba bien. Nada parecía ir bien, desde hacía más tiempo del que hubiera pensado que podría aguantar.
¿Que si estoy bien? ¡Repasemos la vida y milagros de Isabel Martínez! Los muertos mataron a su familia, mataron a John, a Mary, al cojo, a Roberto… y cuando creía que había encontrado otro hogar, unos gilipollas alemanes la secuestran, la llevan a una villa de lujo y le hacen cosas que harían ruborizar al Marqués de Sade. Y cuando consigue escapar, ¡zing-boom!, su hogar se ha convertido en una ruina humeante y casi toda la gente que conocía está muerta. Pero esperen, no cambien de canal… porque cuando parecía que se había escapado también de eso, resulta que sus nuevos salvadores disparan a la gente, que no hay comida, no hay una puta mierda de nada y… No, gracias por preguntar, pero Isabel no está bien. De hecho, está a tomar por culo de estar bien.
Pero no le dijo nada de eso. Sabía que eran pensamientos egoístas, que todo el mundo estaba igual (algunos aún peor) y que Moses no tenía culpa de nada; así que imprimió un pequeño beso en la comisura de los labios de Moses, sonrió tan bien como pudo y volvió con los niños.