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Pero había algo más, algo en lo que no habían reparado hasta ese momento. Fue el movimiento, captado con la visión periférica, el que alertó a Víctor.

Lo que se movía quedaba a unos tres metros del todoterreno, separado y sujeto por una serie de cadenas. Al principio le costó reconocer lo que allí se movía tan trabajosamente, una suerte de forma sanguinolenta, un revuelto surrealista de (¿Es eso un brazo?) miembros, o al menos de algo de aspecto orgánico. En un momento dado, reconoció la mitad de una cara, con un único ojo abierto de par en par en medio de un mar de sangre y hueso. La otra mitad resultaba aún más atroz precisamente por su ausencia: la carne había sido arrancada, como si algo o alguien la hubiera raspado con una lima, y el cráneo asomaba, deforme e irreconocible, quebrado por múltiples partes. Esa visión aterradora se extendía como la cola de un traje de novia, y en su parte final, despuntaban extremidades descarnadas, amasijos irreconocibles de sangre y vísceras, centelleantes bajo la luz del sol. Una especie de tubo de un color desvaído se extendía como una serpiente, sinuoso, en medio de un rastro sangriento.

Víctor se llevó una mano a la boca. Al menos había tres restos humanos mezclados (puede que hasta cuatro, si el bulbo mortecino del fondo, que recordaba vagamente a una calabaza picoteada por cuervos era una cabeza), atados a las cadenas por las muñecas. Estaban destrozados, por la fricción contra el suelo y las rocas, pero todavía se movían, como si estuviera proyectándose una película a cámara lenta. Inmediatamente, le trajo recuerdos de algo que había visto antes: el nacimiento de un mosquito, en un documental de la Dos. Surgió, de una manera casi espectral, del interior de una pupa que flotaba en una charca. Fue un nacimiento exageradamente lento, y la manera en la que escapaba de la jaula de su concepción se asemejaba bastante a la forma en la que aquellos pobres diablos se movían, desplegando sus extremidades con lentitud y como con dolor.

– ¡La hostia! -exclamó Javier, sólo que lo dijo arrastrando mucho la primera sílaba, de forma que sonó a algo parecido a hoooooostia.

Pero entonces, la puerta del conductor se abrió de repente, sacándoles de su estupor. Víctor dio un brinco, sin poder evitarlo. En sus brazos, los poros de la piel se llenaron de puntos blancos, gordos e hinchados como huevos de insecto.

Una bota de goma gruesa y sin demasiados aderezos asomó del interior del coche y se posó en el asfalto. Estaba cubierta de latigazos de suciedad. Después, un hombre corpulento tocado con un gorro de mimbre bastante maltrecho descendió del vehículo. Parecía muy bronceado, tanto que Víctor pensó vagamente en latinos, quizá de México. Su nariz era grande y ganchuda, y sus labios finos estaban curvados por una enigmática expresión que bien podría querer ser un atisbo de sonrisa.

En la mano llevaba un arma. Ni Víctor ni Javier entendían gran cosa de armas, pero parecía una escopeta de corredera, como las que tantas veces se veían en las películas.

En ese momento, un segundo hombre descendió por el asiento del copiloto. El Señor Bronceado ya parecía bastante malo, en el caso de que las cosas se pusieran mal (y según su experiencia, las cosas siempre acababan mal cuando había armas de por medio): era alto y grande, y sus brazos estaban recorridos por músculos bien contorneados, pero el otro hombre era aún peor. Tenía el tipo de rostro que uno esperaría encontrar en el archivo fotográfico de los delincuentes más buscados de cualquier comisaría, ese tipo de expresión que te hace encoger las pelotas cuando te la encuentras en una calle solitaria, de noche. Su mirada era torva, sus rasgos duros, y en su mano llevaba (gracias, Señor, por los pequeños favores) otra arma, algún tipo de rifle de cañón largo y delgado, como uno de esos rifles de caza que habían visto alguna vez en alguna parte.

– Vaya, hombre… -dijo el latino. Su voz, profundamente grave y aguardentosa, sonó a los oídos de Víctor como el ladrido de un perro. El acento le resultó extraño, medio mexicano, quizá, aunque le faltaba la musicalidad característica, como si llevara tiempo en España-, ¿qué hay?

– Qué hay… -repitió Javier, casi inmediatamente.

Es enorme, pensó Víctor mientras miraba su camisetilla negra sin mangas, adherida al cuerpo, es una puta torre de tío. Javier había sonado como una colegiala histérica a su lado. Está asustado. Javi está tan asustado como yo, porque esto es Mad Max, es la ley del más fuerte, es la Tierra Sin Ley, y ellos llevan unas superpipas del quince y nosotros dos balas mojadas.

– ¿De qué onda me salieron, pinches? -preguntó el latino. Malacara no se había movido de su sitio; continuaba al otro lado del vehículo, mirándoles con ceñuda concentración.

Protocolo de mafiosos, de Mad Max, de la Tierra Sin Ley. Se queda ahí para cubrirse con el coche si algo sale mal.

– Venimos de muy lejos, amigo -consiguió decir Víctor, aunque tenía el pecho oprimido por una sensación de ahogo.

– Sólo queremos llegar hasta Madrid… -soltó Javier de repente.

Víctor abrió mucho los ojos y volvió la cabeza para mirarle, espoleado por un ramalazo de alerta. Con su frase, Javier estaba asentando de alguna manera una actitud de defensa. Era una forma de confirmar que olía los problemas, y aún peor, encerraba además un tono de súplica: «No queremos problemas» que desvelaba su propia desventaja. Tanto hubiese sido decirles algo así como «Por favor, señor Lobo, no nos haga daño, estamos indefensos y usted tiene la boca taaan taaaaaan graaande…»

– ¿A Madrid? -preguntó el latino, casi con prudencia. A Víctor le hubiese gustado que leer su expresión fuera más fácil, pero su rostro era como una máscara impertérrita. Se volvió e intercambió una mirada con Malacara-. ¡Qué onda!

Víctor sabía cómo sonaba eso. Su calzado y toda su ropa estaban cubiertos de polvo del camino, sus ropas estaban sucias y ajadas, y si él mismo presentaba un aspecto la mitad de cansado que el de Javier, allí, en aquella carretera de segunda al sur de España (¡al sur de Andalucía!) y sin vehículo alguno, debían de parecer un par de locos.

O un par de mentirosos.

Lo que, ahora se daba cuenta, era aún peor.

– ¿Y qué andan por esta carretera? -preguntó el latino.

– Veníamos en un camión -explicó Javier-, pero nos quedamos sin gasolina. No es tan fácil conseguirla…

El latino soltó una carcajada.

– Bueno… pa que no haya pepsi hay que ser previsor y nomás saber dónde buscar… -contestó-. Acá a unos amigos y a mí nos gusta andar todo el día de machaca, de un lado para otro, en coches con buen motorcito… ¿han visto mi carro? -Extendió el brazo con un gesto elegante, como quien presenta a una dama en una cena de gala-. ¡Un pinche Jeep que es un champy! Ya me cholé tanto por él, que le decimos el Roña Muñinator

– Roña… Muñinator… -repitió Javier, como si masticase cada una de las sílabas.

– Sí. El Roñapos está siempre jalado de roña… y Muñinator porque ése es mi nombre, ¿saben? Me dicen Muñeco.

De todos los motes que había escuchado a lo largo de su vida, aquél era posiblemente al que menos sentido le encontraba. Mirando a aquel hombre corpulento, el tamaño de cuya espalda era dos o tres veces el de su cintura, pensaba más bien en cosas como Rompespinazos, Ariete o quizá Toro Bramador. Pero Roña era una palabra que arrastraba connotaciones desagradables. Sonaba como sarna. Sonaba como saña.