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Cuando dejó de escuchar el sonido de las botas contra el suelo, siseante como la advertencia de una serpiente, empezó a sentirse ligeramente mareado. Había vivido bastantes situaciones complicadas en los últimos meses, pero todas tenían a los zombis como denominador común. Los zombis eran previsibles. Uno sabía qué se podía esperar de ellos y qué no. Con el tiempo había aprendido a no subestimarlos, a tenerles el respeto que se merecían, porque se activaban con la excitación y podían lanzarse sobre uno justo cuando parecía que estaban limitados a sus movimientos, pero allí se fraguaba una amenaza mucho peor; enfrentarse a la crueldad del hombre. Incluso cuando se enfrentaba a situaciones de vida o muerte con los caminantes, sabía que, en caso de sucumbir, todo se decidiría en pocos segundos. Ahora, invocaba otras variables: el dolor, por ejemplo. Dolor prolongado, sin poder morir. Las palabras se formaban en su cabeza con caracteres llameantes de un rojo intenso: Tortura. El Juego. Dolor.

– Tenemos que salir de aquí… -soltó Dozer, aunque esta vez hablaba más para sí mismo que para nadie en concreto.

Los diez minutos que siguieron fueron los peores a los que se había enfrentado Dozer. De alguna parte de la nave llegaban borbotones de risas lejanas, el rumor impreciso de una conversación, y de tanto en cuando gritos. Ya los había escuchado muchas otras veces, por lo que no le costó trabajo identificarlos: eran los gritos dementes de los muertos. No se parecían a los gritos que pudiera dar un ser humano, en ninguna circunstancia; tenían un trasfondo animal, básico, abominable.

Tienen zombis ahí fuera, pensó, empezando a alimentar la llama de una pequeña esperanza. El puto juego tiene que ver con zombis. Pero cuando descubrieran que los zombis tenían más interés en las fases de la luna y sus efectos sobre las mareas canadienses que en él mismo, ¿cómo reaccionarían? Si no contribuía a su estúpido juego, para el que se habían tomado tantas molestias, ¿qué otras cosas planearían para él?

«Si hubieras visto lo que llevaban arrastrando en el coche…»

Cuando llegaban los gritos, su anónimo compañero rompía en sollozos. Dozer le increpaba rápidamente para que callara, tenía la esperanza de captar algo de la conversación… alguna palabra que le permitiera comprender de qué iba todo ese asunto, pero descubrió que era imposible. Las palabras no tenían consistencia, parecían formar parte del tejido que se enredaba con el sonido ambiente.

Al cabo de los diez minutos, se produjo un expectante silencio. Dozer no se atrevía a respirar, como si con el sonido del aire exhalado por su boca pudiera perderse algo importante. Por fin, un último grito se hizo audible, agudo y terrible, y después no se escuchó nada más.

– Ése era Javier… era Javier, tío… -decía la voz.

Dozer también lo creía. Había sido un grito diferente a los otros: agónico, prolongado y terrible.

Pasaron otros diez minutos en silencio, sin que ninguno de los dos dijera nada. La voz parecía haber desaparecido, y Dozer pasó el tiempo ensimismado, paseando entre recuerdos dispares, ya que los sonidos habían cesado completamente.

En un momento dado, la puerta volvió a crujir.

Ya está. Ahí vienen. A por otro jugador.

Escuchó los pasos, y casi al instante, dos hombres aparecieron ante él. Su compañero de miserias tenía razón: había otros. Aquellos no eran los mismos que habían venido antes, aunque pareciesen cortados por el mismo patrón: desaseados, de mirada torva y aspecto iracundo. Al que tenía a la izquierda le faltaba un ojo, y la cuenca vacía estaba rodeada de piel contraída, de un tono tan rojo que recordaba de alguna forma al moco de un pavo. El otro llevaba una escopeta en la mano y lucía una prominente panza que asomaba por debajo de una camiseta varias tallas demasiado pequeña. La luz del sol la hacía brillar como si fuera una luna llena. En ella se leía, simplemente: «MACHO».

– ¿A cuál nos llevamos? -dijo el tuerto.

– A este mismo, qué coño importa.

– Lo que tú digas.

– Eh… eh tíos… -empezó a decir Dozer, pero se detuvo, porque su voz sonaba sin fuerza, carcomida por el miedo.

Mientras tanto, el tuerto ya había empezado a trastear con las cadenas que lo retenían, y éstas produjeron un sonido cantarín, extrañamente alegre dadas las circunstancias. Macho retrocedía algunos pasos, haciendo sonar el cargador de la escopeta.

– Ahora no intentes nada, mamonazo -dijo, mirándole a los ojos.

Las cadenas cayeron al suelo, y Dozer adelantó los brazos despacio. Los hombros le dolían y las axilas parecían estar a punto de quebrarse, así que se movió despacio mientras recuperaba una postura natural. Luego, se incorporó como pudo.

– Vamos… camina.

Dozer obedeció, aunque sabía perfectamente adónde llevaba el tren en el que se estaba subiendo. Las ideas volaban por su cabeza, pero era incapaz de decidirse por ninguna. Se imaginó a sí mismo lanzándose contra Macho, y se imaginó también retrocediendo rápidamente, con el pecho abrasado por una cortina de metralla. Luego se imaginó echando a correr, ligeramente encorvado para ofrecer menos probabilidad de impacto, pero no creía que sus piernas pudieran ser más rápidas que un dedo que acaricia un gatillo.

Mientras pensaba en eso, se encontró doblando la esquina y entrando en la otra sala de la nave. Las cosas no eran diferentes allí: motores, piezas, ruedas apiladas de forma que parecían desafiar las leyes de la gravedad y polvo suspendido en el aire.

Cruzaron la sala y salieron por la puerta, que era tal y como se la había imaginado: una pieza única de metal que se desplazaba horizontalmente sobre unos rieles. Ésta daba a un corredor estrecho, que giraba bruscamente a la derecha. Se había puesto especial cuidado en retirar algunas de las placas del techo cada pocos metros, de forma que la luz iluminara el corredor.

¿Así se sienten los que caminan por el Corredor de la Muerte?, se preguntaba Dozer. Huele a pánico, un olor blanco, y el pecho duele. Y la sangre parece que no quiere pasar más allá del cuello. Y las piernas van como solas… ¿Es eso?, ¿es eso lo que se siente?

– Vale, párate ahí -dijo el tuerto, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. Había abierto una puerta, y al hacerlo, Dozer recibió una bofetada de olor a orina, intensa como el amoniaco.

– Adentro -ordenó el tuerto.

– ¿Por qué hacéis esto? -preguntó Dozer, sin volverse.

– ¡Cállate, mamón! -gritó.

– Métete dentro, o te reviento la cabeza… -gruñó Macho.

Sus palabras eran arrastradas, como los gruñidos de un perro que advierte que está a punto de lanzar una dentellada. Así que Dozer obedeció. Tuvo la sensación de verse desde fuera, como en una proyección astral, porque sus piernas parecían dirigir sus pasos sin atender los dictados de su cabeza. La sala en sí resultó ser algo mayor que un armario, apenas un zulo miserable, y el aire estaba tan viciado que costaba respirar. El suelo era pura inmundicia, un barrizal fangoso con posos de espuma amarillenta. En la pared opuesta había otra puerta. Se dio la vuelta, pero ya no alcanzó a ver nada; tan pronto lo hizo, la puerta se cerró, llevando la oscuridad más absoluta.

Extendió ambos brazos y descubrió que podía tocar las paredes si se ponía en el centro, pero el tacto era húmedo y blando, y retiró las manos rápidamente.