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– Dopamina… -repitió Susana, intentando memorizar la palabra.

– Ajá. También servirían la epinefrina, dobutamina o norepifrina. Si las tuviésemos, claro.

– ¿Qué otras cosas le vendrían bien al finlandés? -preguntó Susana rápidamente.

– Antibióticos -contestó el anciano rápidamente-. Son esenciales para esterilizar el tejido contaminado y el que ya está muerto. Con eso pararíamos la infección.

– ¿Antibióticos comunes?

– Ajá.

– Todas esas cosas que se encuentran en farmacias comunes, supongo… -dijo Susana.

– Oh, sí… Aunque, dadas las circunstancias, diría que eso es como decir que se encuentran en la ladera de un volcán en la isla de Haití.

Susana asintió.

– Y sin esas cosas… -dijo, dejando la frase en suspenso.

El anciano volvió la cabeza para mirar a Jukkar, con ojos evaluadores. Movió la boca como si estuviera intentando deshacerse del hueso de una aceituna y, por fin, negó suavemente con la cabeza.

– Muchas gracias… -dijo Susana.

– Ha sido un placer -contestó el anciano, inclinando cortésmente la cabeza.

Susana fijó sus ojos en Jukkar. En los últimos días apenas había intercambiado un par de frases con él, y por lo que había entendido en las presurosas conversaciones que tuvieron lugar en Carranque antes de que llegaran los helicópteros, el finlandés era una especie de científico o un médico especialista de alguna clase. Algo relacionado con virus, probablemente con ese virus que flotaba allí mismo, invisible, en el aire. Sabía también que Aranda había pasado ciertas penurias para buscarlo y rescatarlo. Ni siquiera recordaba bien su nombre (algún nombre extranjero, difícil de memorizar y difícil de pronunciar) y demasiado bien sabía que lo que estaba a punto de hacer pondría en peligro no sólo su vida, sino también la de José, de una manera tal que probablemente no tenía parangón con nada que hubieran hecho anteriormente. No sin Dozer. No sin Uriguen. Pero aun así, estaba absolutamente determinada a hacerlo. No hubiera podido decir por qué; lo miraba, y el finlandés no le transmitía ningún sentimiento. Había visto demasiado como para sentirse conmovida. Quizá sólo lo hacía porque era lo correcto, y hacer lo correcto era una de las pocas cosas que le quedaban, una de esas cosas que te hacen recordar qué significa ser humano. O quizá iba a hacerlo porque no podía quedarse cruzada de brazos mientras la muerte se apoderaba de su cuerpo encamado, lenta pero segura. Y pensando ahora en esa fascinante y misteriosa niña que parecía tener poderes que a ella se le escapaban, quizá sólo representaba un pequeño papel en la Gran Comedia de la Vida, y quizá su trayectoria la había conducido deliberadamente a ese punto para aportar su pequeño eslabón a la cadena; ayudar a aquel especialista en pandemias, ayudarlo a vivir. Pero fuera como fuese, su determinación era férrea, y a medida que se acercaba el momento de partir, la sensación de estar en el sitio y lugar adecuados se acentuaba. Y eso le bastaba.

Así que no añadió nada más. Se despidió de Sombra con una pequeña sonrisa y se alejó para buscar a Abraham. Quería saber dónde podía encontrar la farmacia más cercana. Quería, en suma, hacer lo que había que hacer.

José se masajeaba la cara con la palma de las manos. Era un gesto que le traía recuerdos; solía necesitar hacerlo para quedarse dormido cuando era pequeño, emulando sin saberlo las caricias que su madre le prodigaba. Ahora sólo sabía que el tacto era cálido y agradable, y que le ayudaba a no pensar demasiado en todo lo que se le había venido encima.

Por fin, retiró las manos y dejó que el aire frío de la noche granadina le recorriera la piel.

– Entonces… -empezó a decir-, la niña ve cosas.

– Yo no lo entiendo más que tú -dijo Isabel-, pero creo que es cierto. Sabía con sorprendente exactitud dónde estaban las armas, en un lugar donde nadie hubiera imaginado que las habría, y sospecho que eso es lo que pensaron los militares, porque… ¿sabes lo que encontramos cuando Susana saltó hasta la ventana y se introdujo en la habitación?

– Ya me lo has contado. Un arsenal.

– Sí. La puerta estaba cerrada por fuera. Creo que al otro lado de la puerta debía de haber un soldado, o dos. Ni en un millón de años hubieran pensado que alguien hubiera podido entrar por aquella ventana. Pero lo más sorprendente es… ¿cómo pudo saber esa niña lo que había allí? Visto por fuera, ¡era una iglesia en apariencia encantadora!

– ¿Encantadora, cariño? -rió Moses-. Me fascina tu perspectiva de las cosas. Mente positiva, incluso en lugares donde cualquier otro habría visto demonios detrás de cada sombra.

Isabel empezó a sonreír, pero se detuvo. No pensaba decir nada. El episodio en la Casa del Miedo se quedaría sólo para ella, no importaba lo que pasase, pero su comentario sobre ver demonios era una bala que le había pasado rozando demasiado cerca.

Estaré bien, se dijo, estaré bien. Lo superaré. Es… es demasiado cercano, eso es todo. Como si hubiera ocurrido ayer. Y entonces se dio cuenta de que todo eso no había ocurrido realmente ayer, pero sí la noche anterior, sólo la noche anterior, y la sonrisa se desdibujó completamente.

– Pues… joder. No lo sé. No sé qué decirte, Isabel -dijo José-. Supongo que lo que importa es que tenemos lo que queríamos. Aunque es bien curioso. Andaba pensando en una película que vi… de La Guerra de las Galaxias. Las conocéis, seguro.

Moses asintió.

– Todo el mundo las conoce.

– Claro, pues en una de las nuevas había un Jedi que cuando las cosas estaban realmente torcidas, se queda tan ancho y dice algo así como: «Una solución se presentará por sí sola». Como si fuera cosa del destino, como si uno no tuviera que preocuparse por nada porque lo que tendrá que ser, será, quieras o no.

– Sí… creo que lo recuerdo.

– Pues joder… en ese momento aparece Susana y me enseña toda esta ferretería, ¿sabes cómo me quedé?

Moses rió brevemente.

– Sí, tío. Ya vi tu cara… -comentó.

– Es bastante inquietante.

– Tal y como yo lo veo… -dijo Moses-, esto no es diferente a todo este asunto de los zombis. Si me hubieran dicho hace unos meses que el mundo estaría lleno de muertos vivientes, habría dicho que ese alguien necesitaba una buena sesión de loquero. Pero ahí están, contra todo pronóstico. Ellos caminan pese a que sus pulmones no reciben aire y sus funciones vitales son algo anecdótico, pero siguen andando. Ahora nos hemos acostumbrado al hecho fantástico, pero no deja de ser una verdadera paranoia.

– Sí, tío. Dan verdadero yuyu -confirmó José.

– Pues no sé. Si me dices que una niña tiene una conexión mental con momentos del futuro, no me parece tan de locos, ¿sabes a lo que me refiero?

José asintió despacio.

– No sé. Creo que en realidad no sabíamos una mierda de nada. Parecía que habíamos llegado muy lejos, que sabíamos la hostia de todo, con toda esa mierda de tecnología disponible y tal, pero si le hubieras preguntado a cualquier médico, a uno de esos médicos especialistas cien mil veces galardonado, sobre la posibilidad de que los muertos volvieran a la vida, se hubiera reído en tu cara.

– Joder, sí -rió José.