– Claro. Pero no se diferencia mucho de la gente que quemó a Galileo por decir que la Tierra era redonda, sólo que los conocimientos que había en la época permitía a aquellas mentes de ciencia jactarse de conocer todos los entresijos del Universo. Para ellos, que la tierra fuera plana era la verdad absoluta.
– Sí… te entiendo, tío.
– Lo de los zombis es similar, y lo de la niña es la misma mierda. ¿No crees que puede haber cosas ahí fuera que nuestra ciencia se negaba a considerar? Si lo piensas, los científicos no han cambiado tanto desde el medievo.
José dejó escapar una pequeña carcajada, aunque en realidad estaba sintonizando con su forma de pensar. Moses bajó la cabeza, súbitamente inmerso en sus propias reflexiones.
– Si me apuras, tío… -dijo entonces-, quizá todo esto tenga un sentido. Algo que está más allá de lo que gente como tú o como yo podamos pensar. Algo en lo que he estado pensando últimamente.
– ¿A qué te refieres?
– Se lo comenté a Isabel una vez. Me refiero a un… designio elevado.
José pestañeó. Sabía que Moses era creyente, y que ese sentimiento íntimo le había ayudado a salir de la bebida hacía muchísimo tiempo. Le convirtió en un hombre nuevo. Estaba bien que el sentir religioso ayudase a las personas, pero esas creencias no iban con él. No es que hubiera pensado mucho en esas cosas (en realidad le daba un poco lo mismo), simplemente se había criado en un hogar donde esos conceptos no se trataban. Inducido por sus padres, cambió las clases de religión por las de ética, y pasaba la hora haciendo redacciones sobre cosas como la masturbación, mientras en el aula de al lado sus compañeros aprendían que eso mismo era un grave desorden moral alejado de la única y verdadera finalidad del acto: la procreación. Sumido en una época de crisis espiritual, lo normal era reírse de ciertos conceptos divinos. El fervor, simplemente, había mudado de bando; se había concentrado en cosas como el ocio o la tecnología.
– Piensa en aquel sacerdote. Vale, estaba loco de atar, pero piensa en el hecho en sí: él, y sólo él, era el portador de la única cosa que podía salvar a la humanidad.
– O lo que queda de ella… -dijo José.
– De acuerdo, pero… ¿cuántos éramos ya, en todo el planeta? Siete mil millones, creo. Incluso si el noventa y cinco por ciento de la población ha sido diezmada, eso nos deja todavía con trescientos cincuenta millones de personas. Piénsalo. Darían para llenar Europa entera.
– Joder…
– Me parece que son bastantes todavía para que Isidro representara una especie de esperanza. Algo… alguna circunstancia fantástica y excepcional, puso en su cuerpo la proverbial solución al problema. ¿No lo ves? Seguramente el pobre diablo pasó demasiado tiempo en su iglesia, aterrorizado. Su cabeza no resistió. Pero aun así se movió lo suficiente para que se pusiera en nuestro camino.
– Y el doctor Rodríguez…
– Ésa es otra. ¿Nunca te dijo cómo resistió a los zombis en el hospital?
– No…
– Resistió golpeándolos con un flexo.
– ¿Un… flexo? -preguntó José.
– Un flexo. Una puta lamparita de mesa, de las que se usan en los despachos o en las mesas de estudiantes, ¿puedes creerlo?
– Joder… -exclamó José-. Es casi un…
De repente calló, comprendiendo que había estado a punto de decir esa palabra. Pero Moses le miraba ya con una sonrisa. Para él, era como si la hubiera pronunciado.
– Un milagro, sí. Ahora mírate, y dime si tú mismo no eres un milagro, José. Tú y Susana. Las cosas que habéis hecho, las situaciones que habéis superado… ¿qué posibilidades hay realmente de que la mayoría de las balas que disparáis den en el blanco? Y no un blanco cualquiera… en la cabeza. Diría que si un tirador profesional con muchos años de experiencia examinara vuestras tablas de porcentajes de aciertos, se sentiría inmerso en un viaje alucinante cargado de LSD.
José rió otra vez, esta vez con más ganas.
– Bueno. Joder… sí -dijo al fin.
– No, en serio. Que yo sepa, Susana era profesora de gimnasia o algo así… ¿de dónde coño saca esa impresionante pericia con el arma?
José asintió, mirándose las manos. Nunca lo había pensado desde esa perspectiva, pero de alguna forma sentía que algo de razón sí que tenía. Para él, las cosas simplemente funcionaban.
– Así que, nuevamente, lo de esa niña no me parece tan descabellado -dijo Moses-. Desde que Isabel nos contó todo el asunto, creo que ella realmente podría tener un canal de televisión directo con cosas que Él quiere que vea. No digo que sea así, sólo digo cómo están las cosas. A veces es demasiado inquietante. Es como… si cada uno estuviéramos desempeñando un papel en esto, como si, de alguna forma extraña, nos dirigiéramos a un destino prefijado.
– Oh, bueno… -protestó José-. No lo sé, tío.
– Sé que estas cosas son difíciles de aceptar, y no te pido que lo hagas. Yo mismo no lo hago, aunque reconozco que pienso en eso. Al fin y al cabo son datos, y es fácil jugar con ellos para vestirlos según convenga a distintas perspectivas. ¿Quieres más ejemplos divertidos?
José asintió, sonriendo.
– Nuestros nombres, por ejemplo.
– ¿Nuestros nombres? -preguntó José, confusamente.
– Juan, José… A Uriguen lo conocíamos por su apellido, pero ¿cómo se llamaba, en realidad?
– Andrés…
– Andrés. Y Dozer…
– Mateo -contestó José, ceñudo.
– Son todos nombres de apóstoles, menos José. A ti te corresponde un cargo más alto, como padre de Jesús.
José esbozó una sonrisa incómoda.
– Y hay más, ¿sabes lo que significa Moses?
– Oh, tío…
– Escucha esto -pidió-: Moses es el nombre inglés de Moisés. El que guía a su pueblo. Es una de las figuras que aparecen también en el Corán, el libro sagrado del Islam. Y mira este escenario… mira donde estamos. La Alhambra era el símbolo del poder político y religioso del Islam, conquistada por los Reyes Católicos en 1492. ¿No te parece el escenario perfecto para que esta situación se resuelva?
– No lo sé… -repitió José, abrumado.
– Es casi como si el bien y el mal fueran a converger aquí. Los muertos, quizá, y esa misteriosa vacuna o antídoto o lo que sea que Aranda lleva ahora en la sangre.
José asintió, reflexionando sobre las palabras de Moses. Desde esa perspectiva, las cosas se veían ahora un poco diferentes. Lo que dijo antes sobre la poca visión de sus científicos le resultaba, cuanto menos, interesante. Al fin y al cabo, ¿no había sido Einstein quien había dicho que los viajes en el tiempo eran posibles?, ¿no era eso lo que hacía la niña, después de todo? Pequeños viajes mentales en el tiempo, asomarse lo suficiente para echar un vistazo, y regresar. Era inquietante, desde luego, pero de alguna forma, el concepto ya no le resultaba tan inaprensible.
Susana y Abraham aparecieron en ese momento, llegando hasta ellos por el viejo sendero, desde la oscuridad. Teñidos por la luz de la luna, tenían el aspecto de unas apariciones fantasmales, y su llegada silenciosa no ayudó a evitar que Isabel se llevara un pequeño sobresalto. Susana traía las dos mochilas que solían llevar tanto ella como José en sus incursiones.
– ¿Cómo sigue? -preguntó José.
– Mal -contestó Susana-. Tenemos que hacerlo esta misma noche. Ahora.
– Temía que ibas a decir eso -soltó José, resoplando largamente.
– Dios mío… -exclamó Abraham-, ¿en serio habéis conseguido armas?
Moses se apartó brevemente para revelar la manta que ocultaba a sus espaldas.
– Vale… -añadió suavemente-. Dios mío, estáis locos.