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– ¿Dónde? -gritó José-. ¡Ve delante, te sigo!

Ahora no le quedaba más remedio que volver a disparar. Lo había estado evitando, porque sabía que los disparos en ese lado volverían a atraer la atención de los espectros en las calles adyacentes. A poco que se entretuvieran, volverían a tener encima una miríada de caminantes, y esta vez desde casi todos los ángulos.

El fusil vomitó proyectiles de nuevo: dos, cuatro y hasta ocho disparos en pocos segundos, y los zombis empezaron a caer al suelo; las cabezas se desgajaban como melones maduros, espurreando sangre en finísimas nubes. El sonido era aberrante, y José descubrió que le transportaba a mundos de repulsión inexplorados.

Por fin, reculó un par de pasos y empezó a correr detrás de Susana.

Resultó que la farmacia estaba a sólo treinta metros de donde se habían detenido. La mala noticia se hizo evidente tan pronto llegaron junto a ella: la persiana metálica del establecimiento estaba echada y asegurada con una cerradura de suelo. José se quedó mirando la pequeña caja metálica con un gesto estúpido. Sin decir nada, sacudió la cabeza y buscó los ojos de Susana, como si esperase que ella fuese a esbozar una sonrisa de suficiencia, guiñarle un ojo y sacar una llave de algún bolsillo mágico. Pero su compañera estaba tan perpleja como él.

– ¿Susi? -preguntó José, indeciso.

Susana descargó su puño contra la reja, que se sacudió con un ruido trepidante. Los muertos estaban ya a muy pocos metros, y José, confuso, se volvió para controlar que no les sorprendieran. A veces, los zombis parecían avanzar a una velocidad determinada, constante, describiendo bandazos, como si sus piernas semirrígidas estuvieran bloqueadas por tejidos y articulaciones necróticos; y cuando menos se esperaba, daban una poderosa zancada y los tenías encima. José lo sabía bien, y mientras esperaba que Susana sugiriera algún plan alternativo, se llevó el fusil al hombro y empezó a apuntar a los muertos más cercanos, que avanzaban con los brazos extendidos.

Susana estaba tan furiosa como desconcertada. No podía creer que la idea de que una reja de seguridad estuviese echada no se les hubiese pasado por la cabeza. Recordaba que Dozer solía llevar herramientas como cortafríos, tenazas y otras cosas similares en su mochila, y Uriguen cargaba con un manejable soldador en aquellas incursiones que solían realizar alrededor de Carranque, pero ellos apenas tenían lo puesto.

José empezó a disparar. Ya tenían a los muertos encima.

Espoleada por una rabia cegadora, Susana disparó contra la cerradura. La caja, de latón cromado y arpón de acero, rechazó la bala con bastante entereza, abollándose ligeramente. El proyectil rebotó y salió despedido contra la persiana. Susana abrió mucho los ojos, recuperando el control. Si hubiera rebotado en otra dirección, podría haberle dado a José, o a ella misma…

Entonces se fijó en el agujero que la bala había dejado en la reja: una abertura de unos quince centímetros que se doblaba hacia dentro.

– ¡Susana! -gritaba José, desesperado.

Los muertos llegaban ya de todas direcciones, ganando terreno. El fusil desgranaba proyectiles, llenando la calle de relámpagos y truenos que producían ecos explosivos contra las paredes de los edificios. Como no había demasiados vehículos en la calle, cada vez tenía que cubrir un ángulo mayor, viéndose obligado a girar cada vez más rápido.

– ¡Susana, por Dios! -gritó de nuevo, retrocediendo hasta que su espalda topó con la persiana metálica de la farmacia.

Pero Susana había visto el cielo abierto con el agujero que la bala perdida había dejado. Sentía las gargantas espantosas emitiendo toda suerte de gruñidos a escasa distancia, pero aun así, apuntó a la reja, en la zona alrededor de la caja de la cerradura, y empezó a descargar el cargador.

José se apartó de forma instintiva, desplazándose lateralmente. Los muertos estaban a tres metros… a dos metros y medio… y el rifle indicaba que el cargador empezaba a vaciarse.

Cuando hubo descargado una veintena de balas, Susana intentó ver el resultado de su desesperada acción. Esperaba que la persiana se hubiera quedado desligada de la cerradura, pero el humo blanco producido por los disparos, a tan poca distancia, le impedía ver.

Un metro…

– ¡SUSANA! -bramó José.

Apenas podía ya girar a tiempo para alcanzarlos a todos. Los ojos histéricos de los muertos estaban fijos en él; las bocas se abrían, inmundas y oscuras como pozos sin fondo.

Susana no podía esperar más. A la desesperada, dejó caer el fusil, alargó ambas manos entre el humo cálido y pestilente, como de azufre, y tanteó hasta que sus manos se posaron sobre el asidero.

Más vale que esté roto. Más vale

¡Medio metro!

Los sonidos guturales llenaban su cabeza. José no tenía ya ángulo para seguir disparando y empezó a rechazarlos con la culata del rifle, gritando como un poseso.

Y por fin, haciendo un despliegue de fuerza robada de reservas que no creía ya tener, Susana tiró hacia arriba.

La persiana se levantó con un crujido chirriante, amenazador. José soltó todo el aire, comprendiendo lo que acababa de pasar. Sin decir nada, justo cuando parecía que unas manos espantosas iban a agarrarle del chaleco, se las ingenió para doblarse sobre sí mismo y escurrirse por el hueco; apenas medio metro, pero suficiente para escapar al interior. Susana le siguió en el mismo instante.

Rodaron por la oscuridad más absoluta, y respiraron el aire enrarecido y cargado del denso aroma a medicamentos y a humedad. La reja se sacudió con la embestida de los zombis y crujió amenazadoramente. Ahora golpeaban la persiana con una violencia desmedida, sobrecogedora, y el tambucho vibró como si fuera a desprenderse. De algún lugar cayeron yeso y trozos de cemento, y los dos compañeros se quedaron petrificados, incapaces de moverse, convencidos de que, en cualquier momento, la persiana podría ceder.

Por fin, el tambucho crujió con una lastimera protesta final y cedió. La persiana se deslizó otra vez hacia abajo, cayendo pesadamente, en ángulo, y se quedó trabada contra los rieles que la conducían. La escasa luz que entraba por el agujero desapareció.

Susana se quedó quieta, intentando recuperarse de la tensión que acababan de vivir. Resoplaba pesadamente y el corazón trabajaba a un ritmo frenético, intentando manejar toda la adrenalina que había liberado. José, por su parte, se tumbó de espaldas, sintiendo el frío del suelo contra la nuca. Era incapaz de levantar los doloridos brazos. Hasta el dedo con el que había estado martilleando el gatillo se le había quedado tenso, señalando acusadoramente hacia algún punto de la pared.

– Por Dios… -dijo a la oscuridad, jadeando.

Lo habían conseguido, sí, pero en su mente empezaba a florecer el germen de una inquietud; una pregunta que flotaba como un espíritu neblinoso: ¿cómo volverían a salir de allí?

Y mientras esa duda horrible se abría paso en su mente, fuera, los muertos llamaban, aporreando la persiana metálica con furibunda persistencia.

20.

REPRESALIAS

El soldado avanzaba por el pasillo a buen paso, con el sonido de sus botas llenando de ecos los techos altos. Cada vez que pasaba junto a un centinela, se ponía tenso y apretaba los músculos, como si temiese que éste fuese a echársele encima, bloquear sus brazos con las rodillas y grabar una sola palabra en su frente utilizando algún tipo de puñal. La palabra, por supuesto, era «TRAUMA».