Pero no ocurrió nada de eso.
Por fin, se encontró junto a la puerta de la oficina personal del teniente Romero. Se tomó unos cuantos segundos para recuperar el aliento y llamó a la puerta con los nudillos. Luego, abrió sin esperar respuesta.
Romero estaba sentado junto a la chimenea, donde unas llamas retorcidas lamían varios troncos de considerable tamaño. Tenía los pies apoyados en una suntuosa mesa, nacarada de distintos colores para formar el damero de un ajedrez, y fumaba en pipa mientras leía un libro.
– ¿Qué ocurre? -preguntó, levantando la vista de su lectura.
– Teniente, señor… se escuchan disparos desde la ciudad -contestó el soldado.
Romero se incorporó con rapidez.
– ¿Disparos? -preguntó, con el ceño fruncido.
– Sí, señor. Un montón de disparos. No hemos localizado la fuente desde esta posición, pero hay movimiento de hostiles en la Carrera del Darro y en Plaza Nueva. Creemos que hay alguien ahí abajo armando un buen cirio.
– ¿Alguien acercándose? -preguntó Romero.
– Es difícil decirlo, señor. He venido a avisarle tan pronto lo hemos detectado.
– Vamos… Llévame -concluyó Romero, dejando el libro y la costosa pipa sobre la mesa.
Mientras caminaban de vuelta por los pasillos, Romero no dijo nada; iba considerando posibilidades, dándole vueltas al hecho que acababan de anunciarle. Sabía perfectamente bien que entre sus hombres germinaba lentamente el cáncer de una revuelta, propiciada por varios motivos. Por un lado, muchos se dejaban convencer porque estaban en desacuerdo con lo que les estaban haciendo a los civiles. Para Romero, no era un acto de crueldad, era más bien una cuestión de prioridades. Tras informar del resultado de las últimas operaciones de búsqueda y rescate en las que el número de efectivos se redujo de ciento treinta a sólo noventa, se le habían proporcionado sólo dos directivas principales: que asegurara y mantuviera la base Orestes, y que salvaguardara la vida de sus hombres, nada más. Todas las operaciones habían sido canceladas; el Alto Mando tenía que reorganizar sus prioridades e informaría sobre futuras directrices cuando llegara el momento.
Romero suponía que por allí arriba tenían sus propios problemas, y sospechaba de qué índole eran. Algo quizá tan complicado como la Pandemia Zombi. Empezó a sospecharlo cuando se le preguntó si había problemas con civiles armados por su zona y él había informado de que no, no habían tenido problemas en ese sentido. Sus problemas eran básicamente de recursos. Informó de que tenía varios cientos de civiles a su cargo y éstos precisaban alimentos, atención médica y equipamiento para pasar el invierno: ropa adecuada, calzado, mantas, etcétera. Se le comunicó, con contundente rapidez, que la población civil era deleznable. Sacrificable. Ningún hombre a su cargo debía ser arriesgado para garantizar la supervivencia de la población civil. La base Orestes debía permanecer en estado de espera de instrucciones, tan operativa como fuera posible. Romero informó entonces de que los alimentos disponibles no alcanzarían más que para dos meses, y el comunicado de vuelta contenía instrucciones tan claras como las anteriores: Recorte o elimine el suministro de alimentos a la población civil para que la cantidad de suministro de que se dispone para el personal militar de la base llegue a los cinco meses.
Romero obedeció sin divagaciones morales innecesarias. Una orden era una orden, y creía firmemente en el bien global. Si había que sacrificar varios cientos de personas para la consecución de un bien mayor, se haría.
Sus hombres eran otra cosa. Bajo su mando tenía muchos soldados que habían estado a su cargo desde hacía bastante tiempo: hombres duros acostumbrados a las penurias en escenarios donde la miseria humana hedía como un pedo en una habitación sin ventilación. Esos hombres no eran el problema. El problema eran los restos de otras brigadas que había ido parcheando mientras servía en Valencia, hombres que encontraba a su paso que habían quedado aislados sin mando ni canales de comunicación y que había unido a sus filas. Entre ellos había paracaidistas, por ejemplo, que no habían servido nunca en una situación de combate real. Ellos aún tenían dificultades para considerar el cuadro completo, como lo hacía él, y veían con malos ojos que se dejara a los civiles a su suerte. Cuando inició el plan para recluir a los civiles en una especie de gueto, el malestar se hizo patente, pero las órdenes debían ejecutarse a toda costa. Cada pieza de la maquinaria debía funcionar y cumplir su cometido sin preguntas ni dudas, aunque los engranajes que ellos debían representar tuvieran montada una afilada cuchilla en su base.
Sin embargo, el problema de los insurrectos se remontaba a mucho antes. Insurrectos que se movían de forma taimada, por cierto, como amebas en una charca, silenciosas y reptantes, aprovechando la ausencia de luz y el silencio para parasitar entre sus buenos soldados. Sospechaba que alguien entre sus hombres codiciaba liderar la base Orestes y tomar sus propias decisiones. El mundo se había convertido en un lugar extraño: las ciudades se habían vaciado de personas y de cualquier representación de la autoridad y eran un raro objeto de interés para alguien con un puñado de hombres a su cargo. Allí había riquezas esperando en los cubiles más inverosímiles, por ejemplo, y existían lugares paradisíacos donde noventa hombres armados podrían hacerse fuertes y llevar una nueva vida llena de comodidades.
Cuando informó del problema, recibió nuevas instrucciones: Identifique y erradique el problema POR COMPLETO INMEDIATAMENTE. Romero supo, por el énfasis de la directriz y las órdenes de las que ya disponían, que el ejército se enfrentaba, con toda probabilidad, a un problema de facciones. Quizá allá por el norte se fraguaban las bases de un Nuevo Orden y por eso habían preferido mantenerlos lejos de los conflictos. Eso le fastidiaba, le fastidiaba mucho.
Romero había hecho lo posible por averiguar quién tejía oscuros planes de insubordinación, pero sin mucho éxito. Se movían en silencio, cuchicheaban por las esquinas y tramaban, sin que él supiese aún qué clase de planes se formaban en la oscuridad de sus dormitorios. A veces había aparecido algún soldado asesinado en su cama, con el cuello abierto y literalmente anegado por su propia sangre. En todos esos casos había aparecido una palabra escrita, bien con letras de sangre en una pared, o de cualquier otro modo. «TRAUMA.» Para él, estaba claro que TRAUMA era la consigna secreta que usaban los rebeldes. Un claro mensaje lanzado a cualquiera que pensase en traicionarlos, una advertencia de que ellos podían llegar a cualquier lado, que ellos sabían y velaban sus sueños.
Demasiado tarde se dio cuenta de que el problema era mayor de lo que pensaba. Sabía por su operador que la radio había sido utilizada, al menos, en dos ocasiones, por alguien que no debía tener acceso al aparato. Había cosas cambiadas de sitio, la frecuencia estaba desajustada, los cascos colgaban de la mesa sujetos por su cable, describiendo un vaivén suave que indicaba que alguien acababa de salir corriendo. Esa brecha en la seguridad le pareció inexcusable, y lamentó profundamente no haber pensado en ello con anterioridad. Desde entonces vivía un poco más inquieto, pensando que cualquier día podrían recibir la visita de algún grupo armado que los pusiera en entredicho.
La otra cosa que ocupaba una buena parte de su mente en todo momento era Aranda. Después de dejarlo con los doctores, fue a la sala de radio e informó a sus superiores. Envió un mensaje explicando lo que acababa de ver en aquel patio estrecho donde guardaban los zombis que Marín y Barraca utilizaban para sus investigaciones, y fue tan objetivo como le fue posible. En su interior, la excitación hervía como la caldera de un volcán, pero intentó evitar expresiones grandilocuentes para referirse al pequeño milagro que había presenciado. Demasiado bien se daba cuenta de que aquel hombre joven de aspecto desaliñado podía representar el fin del embargo impuesto por los muertos. Esa vez, sorprendentemente, la respuesta tardó varias horas en regresar.